El vallenato, crónica musical de la cotidianidad en el Caribe colombiano.
Los juglares vallenatos le han cantado al contrabando, a la bonanza marimbera, pero también a las penurias del bolsillo vacío. Crónica musical en clave Caribe.
“Señores nunca se olviden del consejo de Lorenzo
Que la plata no asegura, la vida pa’ todo el tiempo”.
La mala situación (Lorenzo Morales)
La historia estaba servida. Esa mañana de octubre del año de 1951 una noticia atravesó los pueblos de la provincia y recaló en Valledupar. El Santos, el barco de los Iguarán, fleteado por Enrique Orozco y el Tite Socarrás, había caído en garras de la fragata Almirante Padilla en Puerto López, cargado hasta los teques con los sacos de café que iban de contrabando para Aruba. Rafael Escalona no se lo pensó dos veces y agarró carro hacia Villanueva. Allá encontró a su amigo el Tite estrenando un aire de ruina, despotricando contra aquel barco ‘e mierda de la Armada Nacional que lo dejaba en las tablas. Sí, la historia estaba servida pero incompleta. Apenas había que ponerle melodía cuando la calamidad se convirtiera unas horas más tarde, en parranda con los amigos. Rafael Escalona regresó a Valledupar dándole vueltas a aquel triste suceso que ahora rimaba envuelto en estrofas;
Unos pierden porque juegan
Miguelito es mujereando
Pero el pobrecito Tite
Lo ha perdido todo
Por el contrabando
Y ahora pa’ dónde irá
Y ahora pa’ dónde irá
A ganarse la vida
El Tite Socarrás…
Aquella modalidad comercial no era extraña en la provincia. Por el contrario, estaba afianzada como forma de subsistencia desde la Colonia. Los historiadores de la época afirman haber encontrado cartas mercantiles aseverando que se podían contar casi doscientos navíos dedicados al tráfico ilegal de negros entre Riohacha y Santa Marta. La ruta terrestre más utilizada fue llamada El camino de Jerusalén que desde Riohacha pasaba por el río Ranchería hasta el Cesar y de ahí a Valledupar, El Paso del Adelantado, Astrea y Puerto Jaime al frente de Mompox. Oro, cuero, pimienta, cacao, palo de Brasil, tabaco, perlas y aguardiente, entre otros, salían hacia el Caribe anglosajón por la conexión Jamaica y desde Francia, Holanda e Inglaterra, incursionaban por el camino de vuelta, vinos, brea, quesos, azogue, carey y vidrio. Así que el contrabando ya estaba inscrito en la cotidianidad provinciana y a falta de connotaciones morales, le sobraban caminos polvorientos adentrándose en Venezuela por los lados de Paraguachón. Escalona se lo dijo en una entrevista a Consuelo Araujonoguera sin titubear: “… Crucé la frontera y comencé una nueva actividad al lado de hombres rudos, de costumbres fuertes y sentimientos nobles, que se ganaban la vida en un oficio mercantil que se llama contrabando pero que en esa época estaba protegido y “legalizado” por algo más poderoso que la ley, que es la fuerza de la costumbre.”
Y en esa costumbre que fungía como un orden natural de las cosas, el espíritu libre de Escalona se dispuso a molerse los riñones por esas trochas cerreras, comprando veinte puercos en compañía de Fernando Daza, alias Tatica, quien acabaría negociando una Chevrolet modelo 46, para aligerar las penurias del viaje y conquistar a una muchacha bonita residenciada en el pueblo de La Paz. Rafael no se aguantó las ganas, y le compuso a Tatica el siguiente paseo:
Tengo un Chevrolito que compré
Para ir a Maracaibo a negociá
Un puestecito alante te aparté
Y el que me pida un cupo va pa’ tras
Recogé tus chismes y vámonos
Si no teneí hamaca tengo yo
Como la mía es bien grande y caben dos
Recogé tus chismes y vámonos
Rafael Escalona con sus canciones inmortalizó la lealtad que sentía por sus amigos. Era íntegro en sus afectos; gozaba sus alegrías y lloraba sus penas. Quizás sus composiciones también sean una forma de preservarlos del poso de los días. Nada más es recordar que cantó tanto el engreimiento de Tatica Daza por Yiya Zuleta, como el descalabro del Tite Socarrás, recogiendo la tradición de los antiguos juglares que deambulaban de lengua en legua, reclutando los sucesos que paría la provincia, cuando el vallenato aún andaba en alpargatas y la fama no tenía nada que ver con giras artísticas, ni intérpretes de éxitos, ni números de ventas, ni negocios redondos, ni registros de autor.
Como lo dijo el Negro Alejo en una ocasión: a él la gente lo conocía, sin conocerlo. Se refería a la rutina de su acordeón, inolvidable después de escucharlo por primera vez. La fama grande estaba en el futuro, pero lo cierto es que en la década de los años cuarenta del siglo pasado, los primeros artistas del género vallenato tocaban puertas en las disqueras de Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, pendientes de grabar canciones en estrías de acetatos, que en el caso de Alejo Durán, a él mismo le tocó promocionar durante sus correrías. Antes que pensar en sumas astronómicas de dinero, nuestros juglares le ponían voz a las injusticias de la vida.
El maestro Rafael Escalona, icono entre los compositores de la música vallenata, legó canciones inmortales del folclor del Caribe colombiano.
Rafael Escalona con sus canciones inmortalizó la lealtad que sentía por sus amigos recogiendo la tradición de los antiguos juglares que deambulaban de lengua en legua, reclutando los sucesos que paría la provincia, cuando el vallenato aún andaba en alpargatas y la fama no tenía nada que ver con giras artísticas, ni intérpretes de éxitos, ni números de ventas, ni registros de autor.
Óyeme Diosito Santo
Tú de aritmética nada sabías
Dime por qué la platica
Tú la repartiste tan mal repartida
Óyeme Diosito Santo
En cuál colegio era que tú estudiabas
Por qué a unos les diste tanto
En cambio a otros no nos diste nada
En esta estrofa de la canción Plegaria Vallenata, Alejo Durán puso patas arriba la idea cristiana de un mundo perfecto creado por Dios. Asumido el esguarrule, en vez de apuntarle a la resignación, se burló de los estudios celestiales del Creador, con aquella ironía en la que comulgaban tantas carcajadas.
La canción vallenata lleva en el alma, un reloj a contratiempo que le roba instantes a la muerte, cantando todas las manifestaciones de la vida. No sólo los sentimientos sublimes alrededor de las mujeres, el ron, la parranda, la naturaleza y los amigos, sino también las lenguas viperinas, las peleas de gallos, los ladrones de custodia, los sucesos políticos, la ausencia de lluvias y la mala situación económica que arrastra quejas, inconformidad, golpes de pecho y mucho dolor. Precisamente eso es lo que hace el compositor vallenato; no se queda en el sentimiento, sino que lo convierte en material de trabajo, como la siembra de arroz en la finca de La Paz que dejó a Escalona ni paloma errante cuando un muchacho va y le rompe el nido.
Señor gerente, ¿cómo voy a hacé
para pagarle lo que me prestó?…
Llegó el gusano y se comió el arroz
Y no me queda con qué responder;
Y el gerente me contestó:
No se preocupe Rafael
La Caja se lo arregla bien
Para eso soy gerente yo
No le fue difícil al vallenato acomodarse en el atafago de los nuevos tiempos que dejaron atrás al bucólico mundo de la provincia. La novelería de la modernidad sedujo las principales ciudades del país, y la música hizo lo que sabía hacer desde finales del siglo XIX, cuando el acordeón desplazó a la flauta de caña y se entronizó como instrumento líder del conjunto vallenato: descifrar el runrún del progreso y empezar a cantar un estilo de vida nunca antes visto. Valledupar, con ese olor a leche de niño destetado que le llegaba en las mañanitas desde los corrales de ordeño a la vera del Guatapurí, no fue la excepción. Entre otros embelecos novísimos, el confort estaba a la orden del día. Así que nadie quiso quedarse por fuera de la fiesta que orquestaba el te vi llegar. Muchos se perdieron en las resonancias de estos cantos de sirena. Un buen ejemplo es Amor comprado, composición de Armando Zabaleta interpretada por Jorge Oñate:
Ay yo no me atrevo a irte a visitar
Porque tú dices, porque tú dices
Que en hombre pobre no puedes pensar
Porque es muy triste, porque es muy triste
Pero es más triste que una mujer
Se entregue a un hombre por interés
Porque ese hombre no la puede querer
Pero ni ella puede quererlo a él
Ay si yo tuviera pa’ comprar tu amor
Yo lo compraba, yo lo compraba
Cuando estuviéramos en lo mejor
Yo te olvidaba, yo te olvidaba
El bolsillo lleno y la tripa contenta, repite la sabiduría popular de nuestros pueblos. Pero no son muchos los que coronan un negocio, nadan en billullo o pueden sentarse a contar la marmaja. Abunda más la carencia y las maneras de referirse al bolsillo ripiao; limpio, mondao, esguarrulao, en los rines pelao, la llevadera, me cayó el pulgón, en el escambray. El paseo La Pobreza de Julio Vásquez Martínez es preciso:
Que vida la del pobre
Que como nada tiene
Nada vale en el mundo
La pobreza es una mancha, compadre
Que no la quiere ninguno
Ni la quiere ninguno, ni la envidia nadie. Mientras se pueda, todos intentan sacarle el cuerpo a la pobreza. Mirarla de lao como quien no quiere la cosa, haciéndole coro a la canción El Mundo se Acaba de Teodoro López, interpretada por Diomedes Díaz:
Ay Dios mío esta vida sí está cara
Y la plata ya casi no se consigue
Ay Dios mío qué mala situación
Y la carne la veo en televisión
Alejo Durán en compañía de Consuelo Araújo Noguera. “A mí la gente me conoce sin conocerme”, afirmaba Alejo sobre su afamada rutina con el acordeón.
Pero si existe algo peor que la pobreza, es volver a ella, cuando ya en otro estrato se le había perdido la costumbre. Los recuerdos no quitan hambre. La resignación es más difícil porque al haber sabroseado una vida de lujo, son inevitables las comparaciones. Es mejor ser pobre por siempre, que rico por un ratico. A propósito así dice El Quebrao de Camilo Namen:
En BM y Mercedes me monté
Me puse vestidos de lino
Y mujeres bonitas gocé
Y Bally me puse en los pies
Y yo era el rey de los amigos
Pero ahora me quebré
Y nadie quiere nada conmigo
Y como de esto nada queda
Queda uno mal acostumbrao
El que se quiebra se quiebra
Y nadie quiere a un quebrao
Antes me llovían las hembras
Y ahora me tiran pa’ un lao
El que se quiebra se quiebra
Y nadie quiere a un quebrao
Antes me daban la tienda
Y ahora no me echan ni un fiao
Cambio tras cambio, los años siguieron rodando. Llegaron los setenta y el andamiaje económico de la sociedad costeña supo del negocio ilícito de la marihuana. Durante estos años, los territorios indígenas de la Sierra Nevada fueron ocupados por colonos para dedicarlos al cultivo de la marimba, que posteriormente sería bautizada por los expertos como la Santa Marta Gold. Para el año de 1984 existían unas 80.000 hectáreas que consagraban la época de oro de la marihuana en Colombia. Llegó la bonanza y detrás de ella las luchas por el control de los caminos y las rutas señalando los puertos de la Florida. Algunas voces que hablaron de crisis de valores, se silenciaron a punta de billete. Muchos pensaron que en vez de echarle cacumen a la situación era mejor disfrutarla siguiéndole la sombra a los dueños de fortunas inmediatas que escalaban posiciones y obtenían reconocimientos, si ripiaban dinero por montón como una especie de dioses condescendientes. No todos se corrompieron pero sí muchos se dieron el caché de disfrutar una bonanza que parecía eterna, mientras se bebía champagne y whisky en casonas con pistas de baile, en las que cabían unas mil parejas al son de los mejores grupos de vallenatos de aquella actualidad. Y en medio de aquel río revuelto convertido en fortuna de pescadores, asomó cabeza Raúl Gómez Castrillón, alias el Gavilán Mayor, un caporal que reinó a sus anchas por tierras guajiras, gozando de mujeres, de riñas de gallos y de la música vallenata que lo sacó al estrellato de la mano de un paseo de Hernando Marín, en la voz de Diomedes Díaz:
Yo soy el gavilán mayor
Que en el espacio soy el rey (bis)
Soy entre los gavilanes
El de la pluma marrón
Porque heredé de mis padres
La corona del mayor
Yo soy el gavilán mayor
Que en el espacio soy el rey (bis)
Yo soy entre las aves el más volador
Porque en las alas tengo más poder
Porque cargo mi pico con disposición
Pa’ el que me quiera jugá una traición
Y con mis garras me sé defender
Según el húngaro Imré Kertesz, premio Nobel de literatura, en la vida no ha pasado nada que no haya pasado. Llegaron los mugidos de las vacas flacas; en California se descubrió “la sin semilla”, una especie de marihuana que se podía cultivar en cualquier terraza del estado. Dándole la estocada al negocio moribundo, apareció la cocaína, que era más fácil de transportar y brindaba por kilaje ganancias mayores a un embarque entero. No porque el vallenato cantara el derroche de los tiempos idos, dolían menos las penas. Indiscutiblemente, por esos años las penas se manifestaban a dúo; la crisis algodonera del Cesar dejó en la ruina al 90 % de los cultivadores del gremio. Antes que acallar los acordeones, el vallenato se lamió las sobras del desastre y empezó a vestirse con lo único que le quedaba: las palabras impacientes por la música. La canción vallenata antes que quietud, silencio y muerte, es tránsito, viaje y acción. Nuestros juglares, esas figuras que cobran sentido a través del pueblo que canta sus fabularios, urden el pensamiento y lo devuelven convertido en magín. No podía ser de otro modo. La canción vallenata es una invención de vida que se revitaliza al vaivén de una parranda. Y si usted es de los que piensan que la situación actual no está para grandes conmemoraciones, no se martirice más que la fiesta aún no termina y pa’ parrandear siempre sale plata, así ande uno con el bolsillo ripiao.
Crónica publicada en el libro Un vallenato, nueve senderos (La Estación y Faldita Films, 2009).
Luis Barros Pavajeau
Escritor y periodista vallenato, es autor de las novelas Ciudad Baabel (Alfaguara, 2005) y Los Salmos de la Sangre (Alfaguara, 2009). En 2019 publicó el libro Vallenatos del mundo (Comfacesar).