Nacido en Ocaña, Norte de Santander, el ‘Turco’ Zurek se enamoró del mar muy joven al divisarlo por primera vez en Puerto Colombia. Foto: Maximilian Weisbecker. Unsplash.
El ‘Turco’ Zurek: crónica de las aventuras y desventuras en el mar Caribe de un marino nacido en tierra firme
Que en el mar la vida es más sabrosa depende del prisma con el que se mire. Historia de vida del intrépido Felix Jaime Zurek, lobo de mar y capitán de mar y de altura de la Armada Nacional.
In memoriam
El pasado 16 de julio de 2020 —annus horribilis—, falleció en Ocaña, Norte de Santander, de donde era oriundo, Félix Alberto Jaime Zurek, capitán de altura de la Armada de Colombia, genio y figura hasta la sepultura. Llevaba 86 años de existencia plena. Por las restricciones propias de los tiempos que vivimos su sepelio fue muy discreto, sus familiares no pudieron acompañarlo en persona como hubieran querido, como tampoco los incontables amigos que lo querían por su calidez, su jovialidad, su picardía y su contagioso entusiasmo por la vida.
Lo vi por última vez justo en Ocaña, en octubre de 2019, con ocasión de los 95 años de mi madrina Ilva Jaime Quintero, su tía paterna y también tía de mi mamá; eran primos hermanos. A pesar de la diferencia de edad, y de que pocas veces lo veía, lo tenía muy presente, más que por acuariano, por una razón vital: como marino frustrado, siempre envidié y admiré su vida como auténtico lobo de mar. Retirado de la navegación desde 2005, su figura me evocaba los legendarios capitanes de barco de las novelas de Joseph Conrad, enfrentando toda clase vicisitudes por los mares de China. Por eso tenía en mente hacerle una extensa entrevista, a manera de tributo a la travesía de su vida.
Cuando se lo propuse aceptó entusiasmado, me comentó que en la Armada también tenían pensado enviar a alguien de Bogotá para entrevistarlo para una revista institucional. Igual no redundarían porque la que tenía en mente iría más allá de su carrera formal. Desde entonces me hice la ilusión de las largas jornadas que pasaría escuchando sus aventuras y peripecias al timón de su derrotero por los mares del mundo.
Hicimos planes para el pasado diciembre porque pensaba viajar a la conmemoración de los 450 años de fundación de Ocaña, conocida en sus inicios como Nueva Madrid. Cada tanto conversábamos y lo hicimos con más frecuencia una vez comenzó la despiadada tiranía del bicho este que llamamos Coronavirus. Esos planes, como tantos en estos agobiantes meses de confinamiento, se frustraron, pero no quiero que mi sueño de rendirle un tributo a su vida se quede en eso, en un sueño. No quiero guardar silencio ante su partida, quiero preservar su parábola vital en estas palabras. Nadie merece despedirse en silencio.
La sangre que busca el mar
El capitán Félix nació en Ocaña el 15 de febrero de 1934, en el seno del hogar de Julio Eliécer Jaime Quintero e Inés María Zurek Flórez. Bautizado en la iglesia de Santa Ana, fue el segundo de cinco hermanos y el mayor de los Jaime Zurek. Los apellidos de su familia paterna, Jaime y Quintero, son unos de los de más larga tradición en la comarca. Sobre el origen del primero de ellos no hay mucha certeza, algunos dicen que vino de Francia por la vía de Maracaibo. Sobre el apellido materno, por el contrario, sí hay claridad: es originario de Siria y llegó a Colombia como Zurayk. Como pocos conocían que Jaime era su apellido paterno, muchos lo llamaron el ‘Turco’ Zurek.
A Ocaña se le identifica en la historia nacional como sede de la convención convocada en 1828 con el objetivo frustrado de reformar la Constitución de la Gran Colombia, que solo dejó como resultado dos bandos políticamente irreconciliables y el posterior atentado contra Bolívar. Su escogencia para tal evento se debió a su privilegiada ubicación geográfica, equidistante de Bogotá y Caracas, a donde se podían dirigir con cierta facilidad sus delegados. Y es que la fundación de Ocaña en 1570 por el andaluz Francisco Fernández de Contreras obedeció a la necesidad de conectar la pujante región conformada por Pamplona, San Cristóbal y Mérida con el río grande de la Magdalena.
Las crónicas cuentan que luego de intentar levantar las primeras casas en varios sitios de la zona, el diligente encomendero español se decidió por una pequeña ladera un tanto agreste situada en el denominado valle de los Hacaritamas. Sin mayor dilación obtuvo los debidos permisos del gobernador de Santa Marta, don Pedro Fernández de Busto, y procedió a clavar la consabida cruz y trazar el perímetro de la plaza mayor con sus correspondientes calles. Y seguro que para ganarse sus favores — para no decir que de lambón — Fernández de Contreras la llamó ‘Ocaña’, en honor a la villa del mismo nombre en Castilla-La Mancha, de donde era oriundo el don Pedro. Quizás por esa razón hasta bien entrada la república, Ocaña perteneció políticamente a la jurisdicción de Santa Marta, como también en asuntos eclesiásticos a su obispado.
No es de extrañar pues que para un joven inquieto, indisciplinado, y brioso como Félix la ciudad le resultara estrecha y buscara desde muy temprana edad bajar al río para buscar el mar: simplemente por sus venas bullía la sangre fenicia, la que habían traído de las costas sirias a estas tierras los Zurayk, descendientes directos de los más grandes navegantes de la antigüedad, los que hicieron de los cielos estrellados las infalibles brújulas con las que recorrieron a sus anchas el Mediterráneo.
El paso del tiempo demostró que la decisión de abrir una salida de la región nororiental al río Magdalena fue acertada, pues muy pronto afluyeron comerciantes, ganaderos, campesinos, y burócratas. Posteriormente se fundó, en la margen derecha del río, Puerto Real, que más tarde, y ya en la república, se conocería como Puerto Nacional, y hoy como Gamarra. No obstante, y a pesar de su conexión con el Magdalena, llegar a Ocaña nunca fue fácil, se subía y se bajaba por trochas y tortuosos caminos de herradura que en invierno requería de varias jornadas a lomo de mula. Hasta que en 1929 se inauguró un cable aéreo de casi 47 kilómetros de extensión entre ambas poblaciones, por el que se deslizaban los ocañeros entre las nubes y en jaulas de acero. Aun así, en muchos aspectos la población seguía viviendo un tanto aislada del mundo. Y así fue hasta los tiempos del avión.
No es de extrañar pues que para un joven inquieto, indisciplinado, y brioso como Félix la ciudad le resultara estrecha y buscara desde muy temprana edad bajar al río para buscar el mar: simplemente por sus venas bullía la sangre fenicia, la que habían traído de las costas sirias a estas tierras los Zurayk, descendientes directos de los más grandes navegantes de la antigüedad, los que hicieron de los cielos estrellados las infalibles brújulas con las que recorrieron a sus anchas el Mediterráneo. A la edad de trece años y ante la pérdida inminente del tercero de bachillerato, el futuro capitán se fugó de su casa con algunos amigos y fue a dar a El Banco, puerto fluvial sobre el Magdalena, en busca de nuevos horizontes. La aventura duró muy poco, ante la alarma de sus padres, un pariente lo ubicó y lo envió de regreso a Ocaña.
De nada sirvieron las reprimendas y los castigos de rigor, la educación formal que impartían en el colegio nacional José Eusebio Caro —ocañero y padre de Miguel Antonio Caro— no era para él. Ni aun apelando a las triquiñuelas usuales para pasar los exámenes aprobaba los años. La razón era poderosa: sus ojos, para envidia del vate León de Greiff, ya habían conocido el mar.
Dicen que las aves se orientan en sus migraciones por los campos electromagnéticos de la Tierra, y de noche por las estrellas. Sus picos contienen pequeñas partículas de hierro que responden a la atracción que ejercen esos campos permitiéndoles volar con rumbos fijos. Félix había estado de vacaciones en Barranquilla en casa de un tío materno, quien, ante su impaciencia, y tan pronto pudo, lo llevó a Puerto Colombia. Allí contempló absorto el ancho mar, aspiró la brisa salitrosa del Caribe que lo envolvió todo, y era como si desde siempre lo hubiera estado esperando; entonces sintió que en las venas los glóbulos fenicios de su sangre bulleron como nunca lo habían hecho. Solo se calmarían cuando él volviera a estar al nivel de las olas.
Así fue. En 1949, a la edad de quince años, Félix Alberto Jaime Zurek, decidido a ser marino por encima de cualquier consideración, aun contra la voluntad de sus resignados padres, se embarcó en uno de los últimos viajes de las jaulas colgantes y se fue para Barranquilla. Allí fue aceptado en la Escuela de Maquinistas y Grumetes, que desde 1944 funcionaba en la vía 40 en las antiguas instalaciones de la Scadta, en lo que se llamaría la Base Naval de Entrenamiento ARC Barranquilla.
El curso lo iniciaron alrededor de 120 grumetes, en su mayoría santandereanos, entre ellos 15 paisanos de Félix atraídos por la publicidad que la Armada había hecho por las calles de Ocaña. Al principio, el entrenamiento resultó más duro y exigente de lo que habían pensado, de ahí que a las pocas semanas comenzaron las deserciones. Con el paso de los días casi todos los amigos de Félix se habían fugado de las instalaciones de la Base; él también lo pensó, y así se lo hizo saber a su mamá, con la esperanza de que ella lo alentara volver a casa. Se equivocó, su madre le recordó que él se había ido contra su voluntad y la de su padre, que estaba en una escuela de formación de hombres y no en un convento de monjitas de la caridad, y fue tajante: “Si usted quiere volarse es cuestión suya, pero las puertas de la casa están cerradas”. Ni modo…
Superados los traumas de los primeros meses, pronto se sintió a gusto en las aulas y más con la vida en la Escuela. Definitivamente era lo suyo. Lleno de la vitalidad propia de la juventud, no pasó mucho tiempo antes de empezar a destacarse como un gran atleta y maratonista, varias veces campeón de regatas en los festejos que organizaba la Armada en Barranquilla, y hasta sparring de boxeadores profesionales que pasaban por la ciudad, como el venezolano “Chicharrita” Medina, de quien Muhammad Alí aprendió el arte de la fanfarronería. En 1954 se ganó la maratón que se realizaba en Cartagena, una de las más promocionadas en el país. Su desempeño académico como suboficial tampoco pasó desapercibido para sus superiores, quienes le encargaron varios cursos de instrucción básica a los grumetes que recién entraban a la Escuela.
Tras diez años de aplicados estudios y diligentes servicios en la Armada, y gracias a una legislación especial de estado de sitio que le permitió contabilizar doblemente los años de servicio en las fuerzas militares, Félix se pensionó en 1959 ¡a la temprana edad de 25 años! Así, con toda la vida por delante y sin mayores compromisos, el joven marino salió a la calle a buscar oficio. Fue administrador del casino de Avianca en el viejo aeropuerto de Soledad; vendedor de una de las empresas otrora insignes de Barranquilla, Café Almendra Tropical; y hasta de zapatos de la célebre marca Grulla. Sin embargo, antes que pensar en dedicarse por completo a otros oficios en tierra, su verdadera vocación la mantenía intacta: sacándole tiempo al tiempo, tomó varios cursos de complementación de marina mercante en la Escuela Naval de Cadetes “Almirante Padilla” de Cartagena, obteniendo la licencia que lo facultaba ser ayudante de navegación del capitán de un barco. Fue entonces cuando aprendió a orientarse por las estrellas, para poder elaborar el mapa que le permite a cualquier capitán saber ubicar con precisión dónde está su nave y qué derrotero seguir.
El capitán de altura
Fue a mediados de 1969 —justo en los días en que desde Cabo Cañaveral partió hacia la luna la nave espacial Apolo 11—, cuando Félix inició en Cartagena el curso de capitán de altura. De año y medio de duración, el curso es extremadamente riguroso y exigente. Se requiere cumplir previamente numerosos requisitos académicos, así como varios años de navegación. La formación comprende cursos avanzados de náutica, transporte marítimo, legislación comercial, manejo de incendios, disposiciones sanitarias, manejo de botes de supervivencia, entre otros, que tienen como objetivo dotar al capitán de una serie de conocimientos, técnicas y pericias, indispensables para navegar embarcaciones mercantes de gran calado por largas rutas en mar abierto.
La principal y más importante destreza que se espera de un capitán, sin embargo, no está en los libros, no se enseña en las aulas, ni se aprende en ellas; es innata, se tiene o no se tiene, y se despliega ante las exigencias que implica el manejo de un barco, esto es, ejercer con firmeza y sabiduría el mando sobre la tripulación, sobre los hombres que la constituyen: los marineros. Son estos los que, obedeciendo las órdenes del capitán, mueven los mecanismos que hacen navegar a un barco, y lo tienen que hacer bien pues el mar es implacable, no da margen de error. Y el que así lo hagan depende, en buena parte, del talante del capitán. Esa sería la gran prueba de fuego que tendría en adelante el ahora capitán Félix Alberto Jaime Zurek, alias el ‘Turco’ Zurek.
Durante un par de años Félix se desempeñó como primer oficial de abordo en los barcos de la compañía estatal Alcalis de Colombia, transportando sal de Manaure, La Guajira, a la planta de Mamonal en Cartagena. Aunque era una navegación de cabotaje que seguía la línea costera, fue la escuela necesaria para que Félix tuviera muy pronto, bajo su total responsabilidad, el mando de un barco como capitán de altura. Para entonces ya era padre de cuatro hijos —Jorge Alberto, Félix Enrique, Raúl Fernando y Javier Alfredo— fruto de su matrimonio con Ana Pérez, con quien se había casado el 24 de julio de 1963 en Sincelejo, día de la Armada Nacional en homenaje a la batalla de Maracaibo de 1823.
La Guajira, Santa Marta, Cartagena, San Andrés, Cuba, Jamaica… algunos de los puertos que por décadas hicieron parte del periplo marino de Zurek. Foto: Unsplash.
Comienza una nueva aventura en el mar
Los barcos petroleros “Etna” y “Neymaru” fueron los primeros que Félix al timón condujo a puerto seguro, antes de entrar a trabajar con la agencia Contramar para navegar en la ruta Barranquilla – San Andrés – Providencia – Cartagena – Barranquilla. Por varios años Félix estuvo surcando el Caribe al mando de diferentes buques mercantiles —“Fe y Esperanza”, “Contramar II”, entre otros– en una travesía usualmente difícil que lo fueron curtiendo como un auténtico lobo de mar. Ante los innumerables imprevistos de todo orden que se presentaban en alta mar, el ‘Turco’ Zurek fue desplegando una singular pericia al timón, un absoluto control de sí mismo, y un especial don de mando que le fueron ganando el respeto, la admiración y el cariño entre el gremio de marineros y armadores. “Comienza una nueva aventura en el mar” era la consigna que les decía a las tripulaciones una vez zarpaban y llegaban a aguas profundas.
Luego de prestar sus servicios a la empresa Contramar, Félix se vinculó a Marítimas Internacionales donde quedó al mando de los mercantes “Don Julio” y “Don Alejo”, con los que navegó por muchos años. Posteriormente pasó a Marítimas Eslait a navegar en la ruta Cartagena – Tampa – Miami – Cartagena.
Quienes estuvieron navegando en esos años bajo sus órdenes destacan el impecable profesionalismo con el que asumía sus deberes como capitán; orgulloso de su condición como tal, compartía generosamente sus conocimientos náuticos con la tripulación, a quienes instruía cada vez que se presentaba la oportunidad. Asimismo, siempre hacía gala de buen humor y le gustaba gastarles chanzas a los marineros novatos a manera de bienvenida a bordo, en especial con los ajíes picantes de los que era un gran fanático. Aguardaba siempre con emoción estar en alta mar a mediados de agosto y de diciembre para contemplar extasiado el paso por el firmamento nocturno de Las Perseidas y Las Gemínidas con sus séquitos de estrellas fugaces.
Exigente con la alimentación, solía ir a la cocina para meter la cuchara en su preparación y asegurarse de que la calidad de la comida fuera la mejor. En alguna ocasión, pese a insistirle al armador la urgencia de mejorar el estado de los generadores y los cuartos fríos de la nave a su mando, debió zarpar sin que su petición fuera atendida con la consecuencia de que a los pocos días de navegación los refrigeradores se dañaron y con ellos toda la comida a bordo. Durante dos días debieron comer solo arroz y huevo, y próximos a su destino final, Tampa, ordenó hacer una enorme torta con doscientos huevos que quedaban antes de que se dañaran por completo. Una vez en ese puerto sus gestiones para reparar el cuarto frío fueron infructuosas y ante el apremio de tener que regresar cuanto antes a Cartagena, se fue al mercado local a comprar animales vivos: veinte gallinas, un carnero, un cerdo, y otros alimentos no perecederos. Ante el desconcierto y disgusto del cocinero, Félix se colocó el delantal y prácticamente también hizo de chef durante el trayecto de vuelta. La tripulación quedó muy complacida no solo por la exquisitez de sus platos sino, ante todo, por su frescura.
Otro día, en la ruta hacia Miami y frente a las costas de Cuba, el timón del barco en que navegaban se desprendió quedando por completo a la deriva. Pronto llegó la guardia costera cubana a su rescate evitando que la nave encallara o se estrellara contra las salientes del litoral. La pala del timón se había perdido, lo que impedía volver a navegar; por fortuna, en el pañol de proa había un viejo timón que podía ser adaptado para superar la emergencia. Félix no vaciló en ponerse el overol de mecánico y dirigió a los cubanos —auténticos magos en el arte de la reparación— en la complicada tarea de instalarlo adecuadamente. Así fue, el barco pudo continuar su ruta sin problemas, pero ahora con unas cuantas botellas de buen ron cubano a bordo y otras tantas cajas de exquisitos habanos.
No menos azaroso fue el percance que debió enfrentar una borrascosa noche a poca distancia de Puerto Cortés, en la costa Caribe de Honduras. Navegaban en medio de un mar tormentoso halando un bongo de remolque cuando este se hundió, amenazando arrastrar consigo el barco bajo su mando a las profundidades. El pánico se apoderó de la tripulación pues el mal tiempo empeoraba cada vez más. Eran alrededor de las 2:00 a.m., el mar bramaba furioso, el fuerte oleaje zarandeaba la embarcación que se iluminaba por los rayos que caían por doquier… ante el inminente naufragio varios marineros solo atinaron aferrarse a las camándulas que llevaban en su pecho y encomendarse a la Virgen del Carmen. El ‘Turco’ Zurek, sin embargo, no perdió la serenidad, haciendo gala de toda su experiencia y destreza ante una situación de vida o muerte, supo capotear el temporal. Logró calmar a la tripulación y, en una maniobra arriesgada, ordenó soltar las guayas del bongo que se fue a pique. Liberado de ese lastre pudo estabilizar nuevamente el barco y continuar la navegación en medio de la tormenta hasta llegar a aguas más calmas.
La pericia para atracar y desatracar los barcos en los muelles que el ‘Turco’ Zurek desarrolló en esos años, se hizo famosa en los puertos donde llegaba. Cuando el personal en tierra se enteraba de su próximo arribo, lo aguardaban expectante para presenciar la maniobra que habría de ejecutar al timón. Tenía, y le tenían tanta confianza al mando de los barcos, que le permitían entrar y salir sin necesidad de un piloto o práctico que lo asistiera.
Cada viaje era una aventura nueva, lleno de avatares imprevistos que ponían permanentemente a prueba su capacidad de manejo de crisis, de los cuales siempre salía airoso. Seguro de sí mismo, sin llegar a ser temerario, le gustaban los retos y los desafíos. Era feliz navegando, su conversación era amena, sazonada con innumerables anécdotas; cordial y afectuoso con los marineros, siempre establecía con ellos una estrecha camaradería. Sabía además muchos trucos de magia con que los entretenía en las largas travesías. En una entrevista postrera que le hicieron en su natal Ocaña en noviembre de 2019, le preguntaron si le había gustado el mar, lo pensó un momento y respondió: “…pues yo no creo que es tanto que le guste el mar a uno, porque es duro, pero yo creo que es esa armonía que hay en los buques entre el capitán y toda la tripulación, el saber que se va a hundir este buque y nos vamos a ir todos…”
Una de las travesías que el capitán Félix recordaba con más orgullo era la que había hecho desde Bilbao, España, a Cartagena, al mando de “El Aprendiz”, un barco donado por el gobierno japonés al SENA para la instrucción de sus estudiantes. Fue el viaje sin escalas más largo que hizo en vida, dieciséis días cruzando el Atlántico hasta atracar sin contratiempos en los muelles de la Armada en el Caribe colombiano.
Después de navegar por muchos años con buques mercantes de diferentes armadores, Félix se vinculó a la agencia Transmarítima del Caribe, empresa perteneciente a Cementos del Caribe del grupo Argos, para conducir barcos graneleros a todo lo largo y ancho del gran Caribe, tanto insular como continental. “Granelero I”, II, y III, “Margranel”, “Taganga”, “Carrizal” y “Caribe Trader”, entre otros, fueron los nombres de los barcos que tuvo bajo su mando. Arena, yeso, y cemento eran las cargas regulares que llevaba y traía por todas las Antillas. La pericia para atracar y desatracar los barcos en los muelles que el ‘Turco’ Zurek desarrolló en esos años, se hizo famosa en los puertos donde llegaba. Cuando el personal en tierra se enteraba de su próximo arribo, lo aguardaban expectante para presenciar la maniobra que habría de ejecutar al timón. Tenía, y le tenían tanta confianza al mando de los barcos, que le permitían entrar y salir sin necesidad de un piloto o práctico que lo asistiera.
Y fue al mando del remolcador de altura “Taganga”, en que el ‘Turco’ Zurek vivió no pocas aventuras como el material que transportaba: unas de cal y otras de arena.
¡Piratas a bordo!
El 12 de octubre de 1995, luego de varios días de agitada navegación desde Cartagena, el remolcador “Taganga” bajo su mando atracó en los muelles de Kingston, Jamaica, poco antes de las 5:00 p.m. Remolcaba la barcaza OTC31 con capacidad de almacenamiento de 5.000 toneladas, que debían cargar de yeso. Lo acompañaba su hijo Félix Jr. como segundo oficial a bordo. Surtidos los trámites de rigor, las autoridades locales destinaron como guarda de seguridad de la nave a un escuálido muchacho que solo tenía como arma de dotación un cuchillo. Confiados en que no se presentaría ningún incidente, nadie reparó en esos detalles.
Como buenos marineros que se respetaban, y fieles a una tradición que se pierde en los comienzos de los tiempos, la mayor parte de la tripulación una vez se repuso de la travesía bajó a tierra en busca de jaleo y amores fugaces. A bordo solo quedaron Félix Jr, el jefe de máquinas, el cocinero, el contramaestre, y el capitán Félix en su propia cabina.
Dormían plácidamente al vaivén de las aguas mansas, cuando al filo de la 1:00 a.m. Félix Jr. sintió que lo jalaban con furia de una pierna y lo tiraban al piso de su camarote –se hallaba en el segundo nivel de una litera. Un robusto hombre vestido en traje de fatiga, y con un pasamontaña cubriéndole el rostro, lo apuntaba con una ametralladora mini Uzi. “Where is the money?… the money” le gritaba en un rudo inglés que Félix Jr. apenas entendía. Como no respondía recibió un culatazo en el estómago, trató de decirle entonces que debían ir donde el capitán.
Cuando se dirigían a la cabina de su papá, Félix Jr vio que cinco sujetos desvalijaban por completo el remolcador. Una vez frente a la cabina, tocó la puerta advirtiéndole que los asaltaban. Al instante recibió un feroz puñetazo en el rostro de quien lo escoltaba, que de una fuerte patada abrió la puerta arrojando al capitán Félix al suelo. De rodillas fueron increpados por un nuevo asaltante, que los apuntaba con una pistola 9 mm, por la “money”. Ante la negativa de un envalentonado Félix, lo amarraron, al igual que a su hijo y el contramaestre, y le propinaron un violento culatazo que le partió la frente; solo así, y ante las súplicas de su hijo, les indicó la caja fuerte donde guardaban los dineros para los gastos normales del viaje, una suma entre US $ 5.000 y 8.000. Con un hacha contra incendios la rompieron y se llevaron todo lo que había, incluyendo sus pasaportes y demás documentación, junto con el resto del botín que sus secuaces habían saqueado mientras estuvieron a bordo.
Con los equipos de comunicación destrozados solo pudieron informar del asalto mediante un radio portátil. De nada sirvieron la denuncia de los hechos, las autoridades que llegaron a investigarlos dijeron que esos incidentes eran normales en Kingston, tomaron algunas huellas dactilares y prometieron adelantar las pesquisas del caso y con las mismas se fueron… Tan pronto cargó las 5.000 toneladas de yeso, el malherido capitán del “Taganga” regresó cuanto antes a Cartagena.
Foto: Elvis Amaya. Unsplash.
El rescate del Divino Niño
Fue al mando también del remolcador “Taganga” donde tuvo quizás la experiencia más conmovedora que vivió en todos sus años de navegación. Un buen día, luego de una agotadora travesía justo desde Jamaica, arribó a Cartagena alrededor de las 6:00 p.m. con la firme intención de llegar directo a la cama a descansar. No acababa de desembarcar, sin embargo, cuando recibió la orden de volver a zarpar pues había ocurrido un siniestro a más de 200 millas náuticas del puerto: un barco con bandera venezolana que transportaba cemento se había ido a pique y su tripulación se hallaba perdida en el mar.
Después de reabastecerse de combustible, el ‘Turco’ Zurek al mando del “Taganga” se unió al filo de la medianoche a la búsqueda de los náufragos que ya adelantaban en el área guardacostas colombianos y norteamericanos. Por más de tres horas, y en medio de la oscuridad, el “Taganga” escudriñó infructuosamente las aguas donde podían hallarse algunos sobrevivientes. A las 4:00 a.m. recibieron la orden de regresar a Cartagena y dar por terminada la búsqueda. No obstante, Félix decidió continuarla unas horas más. A las 6:30, y cuando la claridad de la mañana lo permitió, ordenó realizar un ejercicio de “hombre al agua” con una estiba (pequeña plataforma de madera donde se coloca la carga de un barco) que había divisado en lontananza el primer oficial de a bordo.
Cuando se dirigían hacia la estiba, el gran Félix se percató de que había alguien agarrado a ella, ¡se trataba efectivamente de un náufrago!; quien, al darse cuenta de que iban por él, se despojó del salvavidas que llevaba puesto y empezó a nadar desesperado hacia el “Taganga”. Esto pudo dar al traste con su rescate pues corrió el peligro de ser succionado por la maniobra del remolcador, por ello le gritaron que dejara de nadar, le lanzaron un nuevo salvavidas pudiendo subirlo a bordo sano y salvo.
Una vez en cubierta lo condujeron a la sala de máquinas para que se aclimatara y evitar la hipotermia. Al cabo de un tiempo empezó a recuperarse y a contar los pormenores de lo que le había ocurrido. En medio del relato alguien de la tripulación le enfatizó que había sido gracias a Dios que estaba a salvo, fue entonces cuando confesó ser ateo, pero la experiencia vivida lo había convencido de su existencia. Contó, además, que en las angustiosas horas en que estuvo a la deriva, un hermoso niño lo acompañó todo el tiempo animándolo permanentemente a no desfallecer, que varias veces vio el “Taganga” pasar cerca y gritar con todas sus fuerzas sin ser escuchado, hasta que lo vieron…
Horas más tarde, ya recobrado por completo, lo llevaron al comedor de la tripulación. Tan pronto entró y vio una imagen del Divino Niño colgada en una de las paredes del recinto, exclamó emocionado… ¡pero si ese es el chamo que estaba conmigo en la estiba!
***
No todo fue viento en popa en la vida del capitán Félix. En julio de 1996 sufrió la experiencia más triste y dolorosa que puede experimentar un padre: la muerte de un hijo. Jorge Alberto, su primogénito, falleció en Barranquilla a la edad de 31 años de un cáncer en el cerebro. Por mucho tiempo Félix sintió que había encallado, no tenía fuerzas sino para ir al cementerio a llorar al pie de la tumba de su hijo…
Durante algunos años más, el ‘Turco’ Zurek estuvo navegando por las islas del Caribe al mando del barco “El Porvenir”. Varios reveses económicos, sin embargo, llevaron a la quiebra a sus armadores quedando botado en tierra. No obstante, y como parte del pago de sus prestaciones, Félix aceptó recibir en especie una lancha varada en Tolú, la “Carmentea”, que esperaba urgente una completa reparación para poder salir nuevamente al mar. A ese puerto en el golfo de Morrosquillo fue a dar entonces nuestro capitán con la ilusión de ser muy pronto el dueño de su propia embarcación. No hubo caso, a pesar de la cuantiosa inversión que le hizo la “Carmentea” nunca volvió a batirse en las olas del mar. Félix tampoco volvería estar al mando de una embarcación…
El ‘Turco’ Zurek, fotografiado en vida.
Caribe Star, uno de los barcos en los que sirvió como capitán.
La parábola migratoria de un salmón
Es sabido que los salmones nacen en aguas dulces, lejos del mar; allá bajan y crecen y, una vez adultos, vuelven a remontar las aguas de los ríos donde nacieron, y a media que más se acercan a la muerte su piel se torna rojiza.
Con la frustración de no poder botar la “Carmentea” al mar, Félix puso rumbo hacia Santa Marta. Ahí cumplió ochenta años de vida, con la novedad de empezar a aquejarlo los primeros síntomas de EPOC —enfermedad pulmonar obstructiva crónica— debido quizás a haber transportado por tanto tiempo cemento y cal. Comenzó entonces a viajar con frecuencia a Ocaña donde pasaba largas temporadas en casa de sus tías paternas. Después de la muerte de quien había sido su compañera sentimental en los últimos años, Félix decidió regresar definitivamente a su ciudad natal. Para entonces el color de su piel tenía un ligero tinte rojizo, como la tienen los buenos marinos y los auténticos lobos de mar.
Félix se estableció en Ocaña, entrado en los ochenta conservaba su jovialidad, su buen humor y talante. Visitaba casi a diario la casa de sus tías, participaba con regularidad en las tertulias informales que se reunían en la plaza central de la ciudad. De buenas a primera empezó a llamarme cada tanto, me preguntaba cuándo iba por Ocaña para que conversáramos. Y el motivo se presentó justo a comienzos de octubre del año antepasado, 2019, con ocasión del cumpleaños 95 de Ilva Jaime Quintero, su tía paterna, mi madrina. Andaba de blue jeans y dicharachero como siempre, conversamos de la entrevista que le haría…
En los primeros meses de 2020 seguimos hablando con frecuencia. Ya avanzada la tiranía de la COVID-19, le pregunté un día cómo se las arreglaba para sobrellevar la reclusión forzada, me dijo que no tenía problema pues estaba acostumbrado a estar por largas temporadas en la cabina de mando de los barcos. Cierto, pero ya estaba también acostumbrado a las cortas travesías que hacía a diario en su Ocaña natal y el confinamiento empezó a pasarle factura, su decaimiento se hizo evidente. Lo llamé en varias ocasiones y al no recibir respuesta indagué con su hermana Carola, quien me dijo que estaba hospitalizado por problemas de obstrucción intestinal. Fue él, sin embargo, quien me llamó y me comentó de su indisposición, lo alenté hablándole de la entrevista que teníamos que hacer. Genio y figura, cuando se fue agravando llamaba a sus hermanas para que fueran alistando los trajes negros… Falleció el 16 de julio, en plena pandemia, sus restos fueron cremados con todas las limitaciones del caso sin la presencia de sus familiares más cercanos y reposan en un sencillo nicho en el cementerio de Ocaña.
Compungido, hablé con sus hermanas Carola y Cecilia, y su hermano Hugo.
Cecilia me envió el perfil que de sí mismo tenía en su Facebook:
- NO hables de frío si jamás navegaste en invierno.
- NO hables de miedo si jamás enfrentaste marejadas en la oscuridad del mar.
- NO hables de alegría si jamás volviste a casa después de casi un mes navegando.
- NO hables de penas si jamás tuviste que dejar a tu familia por la inmensidad del mar.
- NO hables de belleza si jamás navegaste bajo las estrellas.
- NO hables de trabajo duro si jamás fuiste tripulante…
Gustavo Bell Lemus
Historiador, abogado y político barranquillero. Se ha desempeñado en su carrera pública como Gobernador del Atlántico,Vicepresidente de Colombia y Embajador en Cuba durante los diálogos de paz con las FARC en La Habana.