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En México, donde hubo más de 2.000 feminicidios, segmentos feministas se desplegaron masivamente en las calles.

Este año que termina podría considerarse una especie de metáfora para el movimiento de las mujeres. Avances revolucionarios, la certeza de que el tema es imparable, por un lado. Y aún así, de manera simultánea, todas las retóricas reaccionarias, la misoginia enquistada, las fuerzas conservadoras y reaccionarias que, ansiosas, y en vano, intentan tumbarlo.

Una niña mira una pantalla. Está mirando a una mujer morena y sonriente, vestida de traje blanco, que habla desde un podio, banderas en azul, rojo y blanco detrás de su silueta iluminada. Es la primera vez que una niña puede mirar a la vicepresidenta de los Estados Unidos. Una mujer negra, hija de inmigrantes. En la historia de las mujeres, lo que parece una simple imagen puede ser un atisbo revolucionario.

En una tradición occidental que dictó largamente que el mundo se dividía en sujetos masculinos activos y objetos femeninos pasivos, la categoría mujer también se ha construido a través de representaciones visuales. Un desglose rápido.

En esa tradición a los varones se les dijo que su identidad provendría primordialmente de sus oficios y actividades; mientras que a las mujeres se les adoctrinó a concebirse a través de su mera imagen, y también, —en línea con un llamado a la complacencia—, sólo como esposas y madres. En esa fabricación binaria, mucho operó para que las mujeres fuesen objetos especulares plácidos, dóciles y silentes, designados para una mirada masculina activa. Fueron haciéndose mujeres en circunstancias que les prescribían por ser mujeres simplemente, que no permitían que sus identidades incluyeran también los oficios, la vida pública, el conocimiento, toda forma de poder. Así que esa aparición, histórica, de la primera vicepresidenta estadounidense no es sólo una imagen —es una ruta de posibilidades. Una transformación de paradigma. Es un espejo donde las niñas pueden mirarse, lo que pueden emular, aquello a lo que puedan parecerse, aquello que pueden aspirar a ser. Por eso, en la historia de las mujeres, la representación es revolucionaria. Porque el vestigio de la exclusión estructural marca que aún en muchos campos la presencia femenina, novedosa, siga estableciéndose.

Y sin embargo, la misma niña podría ver, en esa misma pantalla, que en Antioquia, un varón asesinó a su hija de poco más de un año. Que la madre en esa ecuación, al escindirse de la relación, señaló en repetidas ocasiones episodios de violencia física a entidades legales. Podría ver que en Ibagué, una niña de apenas diez años fue violada una y otra vez hasta quedar embarazada, y que, en medio de mecanismos de ocultamiento, fue forzada a ser madre. 

Nadie puede desconocer que en el espíritu de la época uno de los lema indiscutibles es el avance para las mujeres, el foco sobre las mujeres, la politización de los asuntos de mujeres. Y que al mismo tiempo, de manera simultánea, observamos cómo opera la presencia de todas las oscuridades que contienen ese avance.

Lo que la niña podría comprender, rápidamente, es que no son episodios aislados. Que el horror en ambos casos no es excepcional. ¿Cómo explicarle a una niña pequeña que el sistema legal desoye a las mujeres que recurren a sus mecanismos? ¿Cómo explicarle que la mayoría de las heridas que reciben las mujeres, permanecen en la impunidad? ¿Cómo explicarle que las estadísticas han revelado ampliamente que son muchos los casos donde las niñas y las mujeres son laceradas sexualmente en sus propias casas, por varones que hacen parte de esa esfera donde en teoría deben estar resguardadas?

Nuestro tiempo está marcado por esta tensión justamente. Nadie puede desconocer que en el espíritu de la época uno de los lema indiscutibles es el avance para las mujeres, el foco sobre las mujeres, la politización de los asuntos de mujeres. Y que al mismo tiempo, de manera simultánea, observamos cómo opera la presencia de todas las oscuridades que contienen ese avance.

La palabra feminismo tiñe el radar público desde hace unos años. Pero como ha sucedido casi siempre históricamente, es un término que genera tanta ansiedad social que con frecuencia se le trata como una palabra sucia. Es común que se distorsione o que se le apliquen definiciones falsificadas para deslegitimarla. Feminismo es un término que surge precisamente para darle nombre a esa realidad histórica, de más de cinco mil años, donde se codificó a la mujer —y a todo lo asociado a lo femenino— como algo repudiable. Culpable. Condenable. Algo que no amerita consideración humana. Feminismo es una palabra maltratada porque la misoginia que heredamos y que nos envuelve, de manera inconsciente muchas veces, está entrenada para sentir una gran ansiedad ante el prospecto de que las mujeres sean libres e iguales.

Estas tensiones fueron reflejadas en el 2020.

No puede ser leído como algo gratuito que a comienzos de este año saliera justamente El tiempo de las amazonas, la novela póstuma de Marvel Moreno. Más de dos décadas estuvo suprimido el manuscrito, bajo el yugo de un ex marido que decidió, con argumentaciones movedizas y endebles, que las páginas no debían conocerse. El inicio de esa novela permite vislumbrar algo de sus posibles motivos. Moreno es la ancestra y el faro de un linaje de mujeres que en el Caribe colombiano conocen, hasta la médula, lo que ella supo verbalizar como nadie. Que la novela saliera —además, luego de un performance feminista por el colectivo Las Amazonas, en Barranquilla— que evocara tanto un sentido de temporalidad como a esa figura mítica e histórica femenina, parecía una especie de presagio o al menos una oportuna sincronía.

En el continente latinoamericano, el movimiento de las mujeres rugió a lo largo del año. En México —donde hubo más de 2.000 feminicidios— segmentos feministas se desplegaron nuevamente, masivamente, en las calles. También ocuparon forzadamente espacios institucionales, como la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ese tipo de expresión, subversiva, confrontacional, con frecuencia es la herida femenina que se expresa en estallidos de ira. Pero a las mujeres no se les permite la ira. Los medios son expertos en usar esas expresiones, que a veces chocan o incomodan, para definir lo que es el feminismo en su totalidad. Usan la parte como el todo para en últimas demostrar, como se pretende desde las caricaturas que se le hacían a las sufragistas, de pintar a las feministas como mujeres desquiciadas, odia-hombres, pretenciosas, risibles, iracundas, exageradas. El fervor de la rebeldía en las subversiones políticas masculinas pueden generar esas ansiedades pero no en el nivel en que sí las suscita cuando son mujeres quienes la practican. Con frecuencia, se suele comentar más la cualidad de esas expresiones que el por qué, o de dónde nacen. Por eso, vale la pena preguntarse, ¿cuándo va a incomodar más la palabra feminicidio que feminismo?

La racionalidad fabricada como una gran característica de lo asociado a la masculinidad adora lo fáctico, las cifras, los conocimientos positivistas. Y sin embargo, las cifras no parecen bastarle. Porque una de las cosas que también quedó en evidencia este año es que, pese a muchos avances fulgurantes y esperanzadores, la misoginia está tan enquistada, tan adentro de nuestros entendimientos del mundo, que sigue siendo más persistente la necesidad de desoír la voz femenina, de verla como desquiciada, exagerada, irreal, artificiosa. A las mujeres las matan. Mentira, dicen. Falso, responden, reactivos. Porque el 2020 también puso en evidencia la forma en que persisten las retóricas anti-libertad, que ganaron confianza gracias a la derechización del poder en distintos lugares del mundo. Por eso la derrota de Donald Trump era importante, porque su llegada al poder no podía desligarse de los mecanismos de misoginia de la que él fue un gran vehículo.

En el mundo varios reportes indicaron que los países que mejor abordaron la pandemia son liderados por mujeres. Eso nos habla sobre la feminización del poder, y lo que puede significar en paradigmas de mando. Nos habla sobre cómo aquellas cualidades codificadas como “femeninas”, como la empatía y la confianza en el conocimiento experto, permiten redefinir formas patriarcales de poder.

Tracemos brochazos amplios. En Chile —donde en 2019 tuvimos algunas de las expresiones más estremecedoras de protesta— siguió la expresión álgida de las mujeres en las calles. En la Argentina, de donde ha destilado el movimiento del pañuelo verde, símbolo nítido de la lucha por los derechos reproductivos, el Congreso de Diputados alumbró una esperanza al legalizar la interrupción del embarazo, dejando ahora el tema en manos del Senado. El festín en las calles fue otra metáfora de este año. Esa efervescencia que ya nada para, que tiene a millares de mujeres juntas, expresivas y conscientes. En Colombia, las mujeres también hablaron. Primero cuando dos periodistas recopilaron ocho testimonios de violencia sexual contra el cineasta Ciro Guerra. Luego, cuando más mujeres hablaron y se pronunciaron en contra de patrones sistemáticos agenciados por el cronista célebre y celebrado Alberto Salcedo Ramos. Lo que eso refleja es que el tiempo para mecanismos de ocultamiento en la sistematicidad de la violencia sexual se acabó. Y que las mujeres ya no están dispuestas a permanecer calladas. Cuando una habla, la otra se siente acompañada, cuando una plantea lo vivido y la otra se ve allí, también puede sentirse impulsada a hablar. Otra vez, la representación, si bien imperfecta, puede ser revolucionaria. La mezquindad de ambos varones habla también sobre cómo la misoginia insiste en desoír la voz femenina y en deshumanizar las experiencias que las mujeres narran. Pero en Colombia también, esperanza: la paridad política fue aprobada en el Senado.

En el mundo varios reportes indicaron que los países que mejor abordaron la pandemia son liderados por mujeres. Eso nos habla sobre la feminización del poder, y lo que puede significar en paradigmas de mando. Nos habla sobre cómo aquellas cualidades codificadas como “femeninas”, como la empatía y la confianza en el conocimiento experto, permiten redefinir formas patriarcales de poder. En Estados Unidos murió una de las leyendas de la revolución feminista, Ruth Bader Ginsburg. Las fuerzas reaccionarias intentaron pronto sustituirla con una de esas mujeres que nos muestra cómo la misoginia puede ser interiorizada por las mismas mujeres también. Porque, efectivamente, desoladoramente, la retórica anti-feminista no es exclusiva de varones ansiosos y asustadizos, la misoginia es un código perceptivo amplio, ubicuo, que aún guía muchas de las formas en que se percibe a las mujeres y a lo femenino.

De allí también que ciertos segmentos dogmáticos que se proclaman feministas tengan tan interiorizados mecanismos patriarcales, que terminen replicando retóricas que pueden ser atribuidas a esos otros segmentos reaccionarios de los conservatismos que sienten pavor ante la diversidad humana. Como la transfobia virulenta que también vimos este año. Uno de los mitos más comunes para deslegitimar el feminismo es la forma en que se representa su pluralidad. Para desestabilizar al movimiento de las mujeres se insiste en ver su multiplicidad como algo negativo, cuando realmente es una característica ineludible en un movimiento que, en esencia, busca libertad e igualdad, a todo nivel, para los sexos, pero que al aterrizar en la vasta textura de la vida humana, se complejiza.

Toda la violencia desoladora que aún nos envuelve tradujo, en Colombia, en casi doscientos feminicidios. La pandemia también puso en evidencia que una de las revoluciones que está por darse sucede en la esfera doméstica, donde las mujeres viven violencia de varones con quienes conviven, donde además mucho del esfuerzo doméstico y el cuidado siguen recayendo predominantemente sobre mujeres que no son remuneradas o a quienes se les exige encargarse de ello por ser mujeres. La masculinidad cuidadora sigue siendo otra revolución pendiente.

Así que este año fue eso, una especie de metáfora. La oscuridad que busca contener, la ansiedad social heredada ante el prospecto de que las mujeres tengan vidas autónomas, gobiernen su propio cuerpo, existan en libertad e igualdad. Y también los chispazos, los resplandores. Sabemos que están incómodos. Pero sabemos que la incomodidad tiene que volverse un hábito. Porque pese a todo, en medio de las sombras, ustedes lo saben: al movimiento de las mujeres ya no lo detiene nada.

Vanessa Rosales A.

Cartagenera. Escritora. Es crítica cultural especializada en historia y teoría de la estética y la moda desde la perspectiva feminista. Es autora del libro Mujeres Vestidas. Tiene un podcast llamado de manera similar (Mujer Vestida). Su segundo libro se titula Mujer incómoda. @vanessarosales_