Margarita Garcia

Foto: Hubls Tavern. Unsplash.

Pensamos y sabemos muy poco, de ahí que necesitemos pensar mejor y saber más. Esta faceta de la ignorancia puede ser una fuerza educativa y una fuente de saber.

Jamás hemos dependido tanto de los intermediarios de la información. Todo el tiempo nuestro conocimiento está en manos de los pregoneros modernos y a quienes la sociedad cataloga como doctos. Nuestro saber sobre el mundo no sigue necesariamente el rastro de la verdad, sino de la autoridad.

Una autoridad y un mosaico de poderes que influyen en nuestra manera de pensar con unas ideas, las cuales están embebidas de intereses, sesgos y grandes lagunas en el saber disponible. Para nuestra desgracia, la información que recibimos de los intermediarios tiene una buena dosis de ignorancia. 

A lo que se suma que los destinatarios de la información no gastan energía, ni invierten tiempo en verificar qué tan cierto es lo que les dicen los demás. Parece que prefieren que otros piensen por ellos para reducir al máximo el esfuerzo mental a la hora de buscar, seleccionar y filtrar la información.

Esta mentalidad perezosa y condescendiente echa a perder la vitalidad de la actividad mental, cierra la mente a nuevas ideas, refuerza las creencias personales, y allana el camino para que las personas acumulen información de forma acrítica y actúen de forma temeraria, seducidos por cánticos de sirenas. 

La sabiduría popular retrata muy bien esta patología de nuestro tiempo con el refrán burlesco “la ignorancia es atrevida”, toda una crítica a quien opina de todo sin tener idea de nada, al que crea un mundo fantasioso en el que la ignorancia reina, o a aquel que construye su vida sobre premisas falsas.

Con razón, muchos se preguntan: ¿cómo se puede enfrentar con éxito esta ignorancia atrevida que tiene atrapada en sus garras a buena parte de nuestra sociedad? ¿Cómo hacer para que la información que crece a un ritmo exponencial no nos convierta en criaturas cada vez más ignorantes?

La respuesta a esta pregunta la dio hace muchísimo tiempo Sócrates, cuando le hizo ver a la gente de su época que todo se puede ignorar, excepto la propia ignorancia, porque solo cuando reconocemos la ignorancia podemos transformar la relación que tenemos con lo que pensamos y sabemos. 

¿Cómo se puede enfrentar con éxito esta ignorancia atrevida que tiene atrapada en sus garras a buena parte de nuestra sociedad? ¿Cómo hacer para que la información que crece a un ritmo exponencial no nos convierta en criaturas cada vez más ignorantes?

Este es un paso crucial para cuestionarnos a nosotros mismos y reconsiderar algunas de las cosas en que creemos. Empezando por aceptar que pensamos y sabemos muy poco y necesitamos pensar mejor y saber más. Por eso, esta cara de la ignorancia es una fuerza educativa y una fuente de saber.

Esta es una verdad que merece ser aceptada y acogida por una sociedad que se sofoca en un mar de información repleto de medias verdades y todo tipo de mentiras. Solo así las personas pueden asumir una actitud más cautelosa y prudente con su propio saber, y con el saber que llega de los demás.  

Parece claro, pues, que solamente la persona que es capaz de reconocer su propia ignorancia puede establecer una relación profunda con el saber. Relación que se expresa en la práctica en la voluntad de aprender, de crecer auténticamente y expandir el conocimiento de sí mismo y de todo lo que le rodea.  

No cabe duda de que Ortega y Gasset tenía razón cuando afirmó que: “No hay nada más fecundo que la ignorancia consciente de sí misma”.

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Julio Antonio Martín Gallego

Magíster en educación, Especialista en filosofía contemporánea e Ingeniero Mecánico de la Universidad del Norte. Investigador y consultor especializado en procesos de cambio educativo y aprendizaje organizacional.