Margarita Garcia

Jürgen Habermas, filósofo y sociólogo alemán. Ilustración: The partially examined life.

Tanto el Estado liberal como la democracia deliberativa que lo sustenta atraviesan tiempos difíciles e inciertos. No le faltan motivos, entonces, al filósofo alemán para sentir que las causas por las que luchó toda su vida están en riesgo de desaparecer.

Quizás no hay una frase más desalentadora acerca de la crisis del mundo contemporáneo, que la expresada a comienzos de este año por el filósofo alemán Jürgen Habermas en una entrevista con un profesor de historia de la cultura de la Universidad de Berlín: «Actualmente, todo aquello a lo que había dedicado mi vida se está perdiendo paso a paso».

Habermas es considerado como uno de los filósofos contemporáneos más influyentes en Occidente. Desde sus primeros años como miembro notable de la Escuela de Fráncfort, a mediados de la década de 1950, hasta su debate en 2004 con el entonces cardenal Joseph Ratzinger –futuro Papa Benedicto XVI– sobre la relación entre la fe y la razón, y sus recientes reflexiones sobre Europa y la guerra en Ucrania, su pensamiento siempre se ha mantenido vigente a lo largo de su prolongada vida, que en junio próximo llegará a los 95 años. 

La razón principal por la que Habermas sigue siendo un pensador relevante se debe, sin duda, a su inquebrantable compromiso de abordar el mundo actual y sus principales problemas desde la filosofía y otras disciplinas de las ciencias sociales, tales como la Sociología, la Ciencia Política, la Historia y la Lingüística. 

Esta interdisciplinariedad le permitió aproximarse con mayor profundidad a los principales desafíos surgidos en el contexto de la Guerra Fría y la reconstrucción de Europa. No obstante, a diferencia de los fundadores de aquella Escuela, quienes se vieron sumidos en un pesimismo tras el Holocausto respecto a la capacidad civilizadora de la modernidad, Habermas se distanció de ellos al adoptar una postura más optimista. Para él, la modernidad aún representa un proyecto inacabado, susceptible de emancipar al ser humano a través de lo que él identifica como la «razón comunicativa».

Y esta razón –plantea el filósofo– se debe manifestar en un espacio público, entendiendo este no como un lugar físico, sino en la discusión abierta y objetiva entre los ciudadanos de una sociedad con argumentos sólidos. De esa discusión democrática deben surgir los fundamentos normativos que regirán tanto la vida social de los individuos, como los alcances y límites de la acción del Estado.

Para Habermas, solo el Estado liberal puede garantizar la existencia de ese espacio público de discusión. Es ese Estado el que reconoce la libertad de expresión como un derecho fundamental e inalienable de los ciudadanos, condición sine qua non para el debate de las ideas. Debate en el que se persiguen los consensos mínimos que deben cohesionar a una sociedad.

Consecuente con esos planteamientos, Habermas dedicó todos sus esfuerzos intelectuales a la defensa del Estado liberal y de la democracia deliberativa. Y lo hizo no solo desde la academia, sino también desde la política y los medios de comunicación. Libró duras batallas contra los movimientos rebeldes extremistas de finales de los años sesenta, que tildó de infantiles, y estuvo siempre presto a denunciar las amenazas contra las libertades básicas que hacen posible la democracia. Su prolífica producción editorial en defensa de la Ilustración, la razón, la ética, la comunicación, es el mejor testimonio de su entrega incondicional a la causa de la emancipación humana, cuyas ataduras impiden su plena realización. 

Es difícil encontrar ciertamente en el espectro de los grandes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX y de las décadas que van de este siglo, quien le haya aportado tantos y tan lúcidos ensayos a la defensa del Estado liberal, las libertades políticas y la democracia, como el nonagenario profesor oriundo de Düsseldorf.   

Para Habermas, todo aquello a lo que dedicó su vida como filósofo e intelectual “se está perdiendo paso a paso”. ¿Exagerada su apreciación? Tal vez, pero una rápida mirada a lo que está aconteciendo, al menos en Occidente, le podría estar dando la razón. 

Causa entonces desazón conocer el abatimiento moral en el que se halla sumido Habermas por estos días. Según sus palabras, todo aquello a lo que dedicó su vida como filósofo e intelectual “se está perdiendo paso a paso”. ¿Exagerada su apreciación? Tal vez, pero una rápida mirada a lo que está aconteciendo, al menos en Occidente, le podría estar dando la razón. 

Por un lado –señala Habermas– Estados Unidos sufre de parálisis institucional, exacerbada por los profundos antagonismos entre sus partidos políticos, que cada vez resultan más irreconciliables. Además, la ambigüedad de su política exterior en varias regiones del mundo y la posibilidad de un retorno de Donald Trump a la Casa Blanca son factores que debilitan su papel como defensores de la democracia y del Estado liberal. De seguro las imágenes del asalto al Congreso el 7 de enero de 2021 debieron ser devastadoras para Habermas.  

Por otro lado, la situación en el viejo continente no es menos preocupante. El sueño de la Unión Europea, por el que tanto luchó Habermas, enfrenta hoy dos amenazas reales e inminentes. Dentro de sus fronteras, el resurgimiento de los nacionalismos de extrema derecha luce imparable en varios de los países que la integran, lo que pone en peligro la vigencia de las libertades políticas. Y fuera de ellas, los tanques y misiles de Putin siguen representando una constante amenaza en sus cercanías, generando una preocupación adicional por el futuro de la democracia en el continente. “Europa, mortal, puede morir”, acaba de advertir Emmanuel Macron en la emblemática Universidad de La Sorbona en París,

En lo que respecta a la democracia deliberativa, esto es al uso público de la razón argumentativa, las cosas no parecen estar mejores en tiempos de la posverdad. La proliferación y abuso de las redes sociales, las fake news y la inteligencia artificial, que distorsionan la “razón comunicativa” haciendo prevalecer las pasiones; el insulto, la descalificación y hasta el odio de quienes participan en ellas amenazan con desterrar la discusión razonada con la que se deben abordar los principales temas públicos de toda sociedad. 

No cabe duda pues de que tanto el Estado liberal como la democracia deliberativa que lo sustenta atraviesan tiempos difíciles e inciertos. No le faltan motivos, entonces, al sabio anciano de la tribu para sentir que las causas por las que luchó toda su vida están en peligro de desaparecer.

***

No es necesario observar el acontecer internacional para comprender y hasta compartir la desazón que hoy se apodera de Habermas. Una rápida mirada por el país nos muestra que esa realidad no nos es ajena ni extraña. En los proyectos de país y de ciudad que se promueven se echa de menos una mayor discusión pública razonada, más espacios de deliberación democrática que permitan la búsqueda de consensos en torno a las políticas públicas más urgentes, o de la inversión del gasto en determinadas obras. 

Hay una anécdota muy ilustrativa de la importancia que Habermas le concede a la discusión. En alguna ocasión un alumno quiso interrumpir la que sostenían sobre un ensayo académico, y le dijo: “Discutir es más importante que comer”. 

Aquí podríamos decir: “Discutir es más importante que decretar”.      

Querido lector: la experiencia de disfrutar de nuestros contenidos es gratuita, libre de publicidad y cookies. Apoya nuestro periodismo compartiendo nuestros artículos en redes sociales y ayúdanos a que Contexto llegue a más personas.

Gustavo Bell Lemus

Historiador, abogado y político barranquillero. Se ha desempeñado en su carrera pública como Gobernador del Atlántico,Vicepresidente de Colombia y Embajador en Cuba durante los diálogos de paz con las FARC en La Habana.