La Séptima papeleta fue una iniciativa surgida de un movimiento estudiantil que promovió la introducción de una papeleta electoral adicional a las seis oficiales, en las elecciones de marzo de 1990, a fin de promover la convocatoria de una Asamblea Constituyente en Colombia.
Hace 30 años un movimiento estudiantil sería protagonista del cambio institucional más importante de Colombia en más de un siglo: la promulgación de la Constitución de 1991. ¿Puede el espíritu de esta Carta Magna ser hoy la vacuna para un país polarizado, golpeado económicamente y con una herida social profundizada por la desigualdad y la pobreza?
Bien se ha dicho que el siglo terminó en 1989. Los acontecimientos ocurridos hace tres décadas tanto a nivel global como local señalaron la identidad de una generación cuyas pautas de actuación pública tuvieron nuevos puntos de referencia.
La caída del muro de Berlín, la disolución de la URSS, el estudiante chino frente a los tanques de Tiananmén, los gritos de ciudadanía de las nuevas generaciones en las plazas de Europa del Este y en general la derrota definitiva del comunismo son hitos que marcan la historia de una generación. En Colombia, el magnicidio de Luis Carlos Galán y la sangrienta campaña electoral de comienzos de los noventa, desencadenan una serie de acciones lideradas por la generación de la séptima papeleta o de la Constituyente. Arrancó con la marcha de decenas de miles de estudiantes a la tumba de Galán el 25 de agosto —conocida como la Marcha del Silencio—, las mesas de trabajo en las universidades, la propuesta estudiantil de reforma constitucional, la convocatoria de la Asamblea Constituyente y el proceso constituyente que logra la promulgación de la Constitución de 1991.
La Constitución de 1991 nos ha inspirado y obligado trabajar con ímpetu para transformar la dura realidad que padecen millones de colombianos, agobiados por la inequidad, la injusticia, la violencia y la intolerancia. Ciudadanos que esperan que el Estado lo incluya en las soluciones y los rescate del olvido. Por ello, actuamos convencidos de que el mayor acto de civilidad es promover la carta de derechos, defendiendo la democracia, rechazando el autoritarismo, encendiendo las alarmas ante el populismo, promoviendo la participación ciudadana y las veedurías ciudadanas en la lucha frontal contra la corrupción que mata más que la violencia. La defensa del mandato constitucional nos obliga a repudiar cualquier forma de arbitrariedad y violencia.
La Séptima papeleta logró que Colombia pasara la página de una Constitución con más de 100 años de antigüedad.
Esos jóvenes, inicialmente universitarios y luego convertidos en una sola voz de jóvenes rurales y urbanos, de todos los niveles sociales e ideologías, marcaron la historia con la fuerza de las ideas y su hastío de la violencia armada que protagonizaban guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. Ese movimiento irrepetible hizo posible lo imposible y dejó en el pasado la Constitución centenaria de Nuñez y Caro, un libro escrito con ideas centralistas, autoritarias, rígidas, confesionales que permitieron que el país fuera gobernado durante décadas bajo la férula del artículo 121 del estado de sitio, lo que cerró las puertas de la democracia y dio origen al alzamiento armado y el desprecio por el respeto de los derechos humanos. Es por ello, que la Constitución de 1991 es la carta de navegación de un país que ha buscado todos los caminos para vivir en paz, libre de violencias, autoritarismos, caudillismos y populismos.
Esta primera generación de la globalización política protagonizó el más grande consenso político que se reflejó en el texto de la Carta Política. Una generación que no confunde las elecciones con la democracia y pone al Estado democrático de Derecho como la premisa fundamental del desarrollo económico y social. Que cree que los frenos y contrapesos del sistema no son un impedimento para gobernar sino la base de la responsabilidad pública y la rendición de cuentas. Que recupera para el Estado su capacidad de acción frente a sus responsabilidades básicas, entre ellas, la justicia y la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como punto de partida para derrotar el terrorismo. Que cuestiona la preponderancia de un poder ejecutivo ilimitado y del autoritarismo como herramienta de manejo económico al tiempo que concibe la lucha contra la desigualdad no como un desafío técnico sino como un gran reto político ajeno al populismo y a la demagogia. Que cree en legislaturas y partidos políticos fuertes, poderes judiciales independientes y órganos de fiscalización eficaces. Una generación dispuesta a jugársela por la cultura de los derechos que ha hecho carrera en Colombia en estas tres últimas décadas bajo la guardia de una Corte Constitucional que debe continuar como un modelo que rebasa fronteras.
Ese movimiento irrepetible hizo posible lo imposible y dejó en el pasado la Constitución centenaria de Nuñez y Caro, un libro escrito con ideas centralistas, autoritarias, rígidas, confesionales que permitieron que el país fuera gobernado durante décadas bajo la férula del artículo 121 del estado de sitio, lo que cerró las puertas de la democracia.
En un época sin internet ni los avances tecnológicos de hoy, el movimiento estudiantil de la séptima papeleta se convirtió en el fenómeno de transformación institucional más importante de nuestra vida republicana. Resulta ineludible recordar hoy lo que expuse como Constituyente en 1991: “La presencia de la juventud, de las nuevas generaciones de colombianos en esta Asamblea, está precedida por la inquebrantable e imperecedera convicción en los nuevos principios democráticos que habrán de imponer una Colombia justa y pacífica. El inicio del derrumbe de nuestro muro de Berlín arrancó con la “Marcha del Silencio” que arribó al Cementerio Central el 25 de agosto de 1989. Ese día, miles de jóvenes lloramos no sólo la sangre de nuestros muertos sino la estupidez de nuestra indiferencia. Mi generación, una posterior a la denominada “Generación del Frente Nacional” tuvo que descubrir que las instituciones estaban sucumbiendo como nunca antes en la historia reciente de la patria; que las esperanzas de renovación calan ante las balas asesinas de los traficantes de la muerte; que la ramplona inmoralidad en el actuar de nuestros dirigentes y su imperdonable indolencia, los había llevado a aplazar permanentemente la solución de reformar y sanear las instituciones, como si temieran obrar el bien; …” (Gaceta Constitucional No. 50, lunes 15 de abril de 1991, p. 10).
La Constitución del 91 marcaría un histórico cambio institucional en Colombia. Desde 1886 no se redactaba una nueva Constitución.
Ese compromiso vital con la defensa de lo público y la capacidad de soñar para cambiar el presente y hacer posible un mejor futuro quedó plasmado en la “Carta a los jóvenes”, que publicamos el pasado 27 de abril de 2017, como un legado a las nuevas generaciones para que transformen el siglo XXI, y enfrenten la irracionalidad de los violentos y los corruptos. “Esa Carta Política ha sido un árbol con raíces profundas que ha resistido la tala de quienes quisieran volver al pasado y desconocer las conquistas democráticas… No dejen de luchar pacíficamente por sus ideas, ni abandonen nunca el barco de la defensa de la Constitución, la democracia y la defensa de la vida. La polarización es una enfermedad que no tiene porqué infectarlos. Hoy la lucha armada es el pasado, la transformación democrática de la nación es el futuro”.
La Constitución sigue siendo un texto joven que, sin embargo, ha dejado profundas huellas. Son muchos los análisis recurrentes que se hacen a su impacto en la vida de la Nación. La Corte Constitucional, la Fiscalía General de la Nación, la Defensoría del Pueblo y el Consejo Superior de la Judicatura, la autonomía del Banco Central, forman parte de la institucionalidad que nació de la Constitución de 1991, que significaron un gran avance democrático. A ese legado se suman la tutela, la carta de derechos, el reconocimiento de Colombia como un estado laico, la instauración de la democracia participativa, la descentralización, la equidad de género y la defensa del medio ambiente, y el reconocimiento de las minorías. Instituciones todas que transformaron radicalmente el Estado y la sociedad colombiana.
La Constitución de 1991 reconoció la multiculturalidad en Colombia y abogó por un Estado menos autoritario y centralista, y más sintonizado con la protección de los Derechos Humanos.
La Constitución de 1991 es la carta de navegación que nos impedirá caer en las tempestades del autoritarismo y el populismo, los dos grandes males que acechan nuestra democracia en tiempos de pandemia. La gran asignatura pendiente es cumplirla en su integridad como garantía de que el país no cruce los caminos ya andados de profundas convulsiones armadas, y que la conflictividad social encuentre respuesta institucional mediante el diálogo social y el respeto a los derechos humanos. Ese fue el espíritu de 1991 que hoy serviría de vacuna a un país fracturado políticamente, golpeado económicamente y con una herida social profundizada por la desigualdad y la pobreza.
Treinta años después, vale preguntarse si el compromiso que nació frente a la tumba de Galán hoy se materializa en el cumplimiento y el desarrollo del espíritu de la Constitución del 91. Un nuevo aniversario de promulgación de la Carta Política es una gran oportunidad para pensar en voz alta en la necesidad de construir un nuevo y profundo consenso político y social, no para reformar la Carta, ni pensar en nuevas aventuras constituyentes, sino para cumplir a cabalidad la ruta para vivir en paz que un 4 de julio de 1991 firmamos con fe ante los ojos del mundo, quienes nos atrevimos a creer en un futuro sin violencia, sin exclusión, con equidad y justicia social.
Fernando Carrillo Flórez
Abogado y socioeconomista de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Máster en Leyes y Finanzas Públicas de la Universidad de Harvard y Máster en Administración y en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la misma universidad. Fue uno de los promotores del movimiento estudiantil de la Séptima Papeleta que hizo posible la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 1991. Ha ejercido, entre otros, los siguientes cargos: Ministro de Justicia, Ministro del Interior, Procurador general de la nación, Embajador de Colombia en España, Director de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, y representante del BID en París y Brasil.