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Visitar Barrio Abajo, un viaje al pasado barranquillero. Foto: Semana.

Por espacio de más de 30 años el escritor y periodista barranquillero Alfonso Fuenmayor, uno de los integrantes del Grupo de Barranquilla, estuvo vinculado al diario “El Heraldo” de esta ciudad. “Contexto” reproduce una de sus columnas “Aire del día”, sobre el tradicional barrio barranquillero.

Hay sectores de la ciudad –bien escasos, ciertamente– que conservan casi intacta la expresión y el espíritu de la vieja Barranquilla, en donde una persona, viniendo de presuntuosos barrios residenciales, se sumerge de pronto en una atmósfera distinta, quizá insospechada, diríase de sosiego, como si la vida ahí se hubiera quedado repentinamente quieta, en una especie de espasmo.

Seguramente donde esta impresión es más nítida, de contornos más definidos, es en el Barrio Abajo porque ahí la implacable “pica demoledora del progreso” no ha hecho muchos estragos. Por esos lados es posible recorrer cuadras y cuadras cuya modesta fisonomía no ha cambiado en cincuenta o cien años. A veces se descubre, ya en la escala de lo sorprendente, ennoblecida por una especie de pátina, una residencia con los declamatorios vestigios de un antiguo esplendor, mansiones que denuncian a gritos una disparatada opulencia.

Cuna de respetables familias, ahí en sus buenos tiempos vivían los tripulantes de esos buques que ahora sólo navegan en las apacibles aguas del recuerdo, los curtidos trabajadores del ferrocarril que entregaba sus últimos suspiros en la Estación Montoya, y había una crecida colonia venezolana formada por perseguidos de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Y había “dancings” que entonces se llamaban maliciosamente “academias de baile” cuyas llamativas luces nocturnas se extinguían horas y horas después de aparecer disueltas en la infalible luz del día. Y había un sastre antillano que se llamaba Henry Ford, y había un peluquero de Yokohama.

Cuna de respetables familias, en el Barrio Abajo en sus buenos tiempos vivían los tripulantes de esos buques que ahora sólo navegan en las apacibles aguas del recuerdo.

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Alfonso Fuenmayor, una vida dedicada a las letras y el periodismo.

En el Barrio Abajo las calles no se designan con la moderna nomenclatura. Los antiguos nombres se conservan sin agresividad. Se dice la calle de la Alondra, de la Primavera, de las Palmas, del Roble, de la Aduana. Y esas calles, con muy raras excepciones, siguen siendo ahora tan intransitables para los vehículos como lo fueron en los tiempos en que por el callejón de la Luz pasaba alegre el tranvía de mulas, embriagado por los rítmicos trallazos del auriga. Y –todavía– hay una casona de dos pisos, a la que aún se le llama “La Nube Blanca” como la tahona que allí existió y que por la madrugada le daba los buenos días a los vecinos con el honrado aroma que despide el pan al salir del horno.

Los urbanistas, que nada respetan, hablan ahora de “remodelar” el Barrio Abajo. Aunque la expresión, muy en boga, adolece de obvia ambigüedad; de todos modos por ella se entiende que van a transformarlo, seguramente a convertirlo en una de esas uniformes urbanizaciones que vienen a ser campamentos de la más desesperante y despersonalizada monotonía.

Una vez a la puerta de una peluquería del Barrio Abajo, mientras el barbero barría un montón de pelo rubio que yacía en el suelo, Alejandro Obregón –y es de esperar que todos sepan de quién se trata– le dijo al autor de estas líneas: “Es imperdonable que no hayan hecho de este barrio una especie de Montmartre”.

Ojalá que en esto piensen los urbanistas que han tomado a pecho la remodelación del Barrio Abajo.

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Alfonso Fuenmayor

(Barranquilla, 23 de marzo de 1917 – 20 de septiembre de 1994). Alfonso Fuenmayor era hijo de José Félix Fuenmayor, escritor de la primera novela urbana en Colombia, Cosme. Fuenmayor fue columnista de El Heraldo y el desaparecido Diario del Caribe y conformó el famoso Grupo de Barranquilla con Alvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas Cantillo, Alejandro Obregón y Gabo, que se reunía en La Cueva durante los años 40 y 50. A finales de los años sesenta llegó al Diario del Caribe, del cual fue director hasta 1983. Algunos de sus crónicas y artículos sobre Barranquilla, publicados en este diario, y posteriormente reproducidas en el Magazín Dominical de El Espectador, le valieron el Premio Nacional de Periodismo en 1977. Después pasó a trabajar con el Grupo Santo Domingo en el área de publicaciones.