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Maradona en el histórico Mundial de 1986, gambeteando frente a seis jugadores de la escuadra belga.

Perfil de un astro del fútbol tan telúrico como celestial.

Lo primero que leí sobre la muerte de Diego Armando Maradona fue un tuit, no sé de quién, explicando que el futbolista argentino tuvo años gloriosos, en especial 1986, pero que de ahí en adelante se fue diluyendo entre acusaciones de abuso sexual, consumo de drogas y evasión de impuestos. Leí también que fue amigo de Hugo Chávez y Fidel Castro, a quien tenía tatuado en la pierna izquierda. Incluso vi un video de un niño kazajo sin piernas que soñaba con taparle un gol; el día que se conocieron, Maradona le hizo un golazo al niño y lo celebró a gritos con las manos levantadas al cielo. Desde hace algunos años había perdido ese fuego con el que insultaba periodistas, defendía amigos o hacía enemigos. Se le veía lento de cuerpo y de pensamiento, distante del Maradona que alguna vez apodaron Barrilete cósmico. Pasó su último año de vida como director técnico de Gimnasia y Esgrima, viajaba de estadio en estadio recibiendo homenajes de hinchas que se supone eran sus rivales, sentado en un sillón de rey hecho a su medida. Argentina, sin saberlo, estaba despidiendo a su patriarca.

Muerto Maradona, sus restos están siendo tasados. La larga discusión sobre quién era mejor, si Pelé o él, parece de repente un asunto menor. Y no digamos la comparación con Messi. El único reparo que se le hace a su genio proviene de sí mismo: le faltó constancia, dicen, para mantenerse en la cima por más años, sin drogas, dopaje, líos familiares, demandas por acoso o reconocimiento de paternidad. En resumen, que a Maradona le hubiera ido mejor en la vida si hubiera renunciado a ser Maradona.

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Argentina, campeona del Mundial de México 86. Maradona, a pocos meses de cumplir 26 años, toca el cielo.

A Maradona le cantaron como a ningún otro. En Spotify las canciones con su nombre rondan el centenar. Todas, como intuyó Borges, hablan de su virtud para darle la vuelta a la adversidad, e incluso para encontrar algún tipo de sentido o dignidad en la derrota. En un país como Argentina, que fabrica ídolos en cantidades industriales, la figura de Maradona está a la altura del Gardel, Evita o el Ché.

EL BARRILETE CÓSMICO

El ascenso de Maradona tiene el rigor del melodrama futbolero. Comenzó desde abajo, jugando con sus amigos en las canchas de tierra de Villa Fiorito en la Provincia de Buenos Aires. “Si debo definir con una sola palabra a Villa Fiorito, el barrio donde nací y crecí, digo lucha. En Fiorito, si se podía comer se comía y si no, no”, escribió en su autobiografía. En Maradona cabe aquello de que él salió del barrio, pero el barrio nunca salió de él.

Debutó como profesional el 20 de octubre de 1976 con la camiseta de Argentinos Juniors, diez días antes de cumplir 16 años. Los hinchas no se sorprendieron al verlo en la cancha: Maradona tenía años haciendo malabares con el balón para entretenerlos durante el entretiempo. Cinco años después el club le quedaba pequeño: había sido el máximo goleador tres años seguidos, pero muy lejos del campeonato. Se fue a Boca Juniors, donde le bastó un año para salir campeón, convertirse en el máximo ídolo del club y hacer que los argentinos abrigaran la esperanza de volver a ganar la Copa Mundial de Fútbol.

Después, Barcelona. El club catalán pagó 1.200 millones de pesetas, 8.5 millones de dólares, una barbaridad para la época. Los dos años que estuvo ahí le sirvieron más bien para forjar su imagen de hombre indisciplinado, belicoso y consumidor de cocaína: “Allí en Barcelona arranca mi relación con la droga y de la peor manera: cuando uno entra, en realidad quiere decir que no y termina escuchándose decir sí. Porque crees que la vas a dominar, que vas a zafar… y después se te complica”. Jugó 58 partidos, marcó 38 goles y ganó la Copa del Rey, pero se le recuerda por sus salidas nocturnas, por sufrir durante tres meses de una hepatitis que supuestamente ocultaba una venérea, y por una lesión criminal en el tobillo que le propinó Andoni Goikoetxea, con quien se tranzó a patadas cuatro meses después en su regreso a las canchas, frente a los ojos de los reyes de España.

Barcelona no lo esperó más. En 1984 lo vendieron al Napoli italiano, un equipo mediocre que luchaba por no perder la categoría. Prácticamente solo, con un ejército de compañeros leales que le profesaban una fe ciega, consiguió dos ligas nacionales y una Copa UEFA. Resucitó al equipo y resucitó él. En Nápoles vivió sus años más gloriosos, pleno de forma, imparable.

Así llegó al Mundial de México, en 1986. Quería la revancha tras el discreto Mundial de 1982, donde jugó 5 partidos, hizo 2 goles y su equipo fue eliminado por Brasil. En México, con cada partido, parecía no tener freno. Es famosa una foto suya de espaldas, controlando el balón con la zurda, con seis jugadores belgas frente a él intentando detenerlo. Era inútil. Frente a Inglaterra, en cuartos de final, Maradona hizo dos goles a los que el tiempo les dio nombre propio: La mano de Dios y el Gol del Siglo. El primero una trampa y el segundo la gloria, como si con cada uno pretendiera narrar su vida contradictoria.

 

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El astro argentino rumbo a una prueba antidoping en el Mundial U.S.A 94 en la que daría positivo a cinco sustancias con efectos estimulantes.

MÁS GRANDE QUE BORGES

Cuenta el poeta Roberto Alifano que un día, caminando junto a Borges por la avenida Corrientes, un hincha subido a un camión reconoció al maestro y le gritó: “¡Borges, sos más grande que Maradona!”. “Estaría bien si lo gritaran en Estocolmo —le dijo a Alifano—, tal vez podría influir en los académicos suecos”. La broma veloz que hace Borges con el elogio del hincha expresa otra hipérbole: solo alguien como Maradona es capaz de cambiar el destino.

A Maradona le cantaron como a ningún otro. En Spotify las canciones con su nombre rondan el centenar. Todas, como intuyó Borges, hablan de su virtud para darle la vuelta a la adversidad, e incluso para encontrar algún tipo de sentido o dignidad en la derrota. En un país como Argentina, que fabrica ídolos en cantidades industriales, la figura de Maradona está a la altura del Gardel, Evita o el Ché.

 

NO ME IMPORTA EN QUÉ LÍO SE META MARADONA

En 2014, su esposa Rocío Oliva lo denunció por agresiones físicas. Hay un video donde se ve cómo la insulta y luego la golpea. Se supo de fiestas sexuales con menores de edad. Tuvo cinco hijos con distintas parejas, aunque pueden ser cuatro o seis más. A uno de ellos, Diego, lo reconoció 29 años después de nacer.

Ídolos como él rara vez son cuestionados en público. Las pocas veces que ocurrió se defendió diciendo que sus parejas querían sacarle dinero o que la droga lo volvía un zombi. En los últimos años aceptó de manera tangencial sus culpas y pidió perdón de forma abstracta, como los niños que se excusan con sus madres sin saber muy bien qué hicieron.

Como murió el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, hay quienes vieron cierta justicia poética en el hecho. Su muerte plantea algunos cuestionamientos sobre cómo tratar ídolos con prontuario, sin hacerse los ciegos frente a la barbarie o caer en el argumento pandito de separar la obra del artista.

En su última entrevista, Maradona se preguntó si la gente lo seguiría queriendo, si seguirían sintiendo lo mismo por él. Más que estrellas, los ídolos se asemejan a espejos: la forma en que viven no es más que la expresión de las vidas de otros que, ahí sí, carecen de talento. La fila y las aglomeraciones de seguidores alrededor de la Casa Rosada, donde fue velado su cuerpo, dan cuenta del fervor del pueblo argentino por su ídolo. Pero si Maradona se lo pregunta, es justo también que nos lo preguntemos nosotros: ¿vamos a seguir sintiendo lo mismo por él?

Fabian Buelvas

Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Ha escrito para El Malpensante, El Heraldo y Corónica. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. Es profesor de Psicología en la Universidad del Norte.