Margarita Garcia

Ilustración: Opipop. Flickr.

Me pregunto cuántos damnificados vamos dejando a nuestro paso sin siquiera darnos cuenta o acaso recordarlo. Uno se acuerda más de los traumas que le han ocasionado, que los daños causados a los demás.

En el colegio fui autor de dos descalabros: uno en Kínder cuando tenía cinco años y otro en quinto de primaria cuando cumplí diez. El primero no lo recuerdo; mi mamá me cuenta que volví del colegio con la decisión de no regresar jamás y ella tuvo que ir a hablar con la profesora. Le contó a esta lo que yo había dicho y le preguntó si algún compañero me estaba golpeando. La profesora le aclaró que el único golpeado había sido un compañero mío por una piedra que a mí se me había ocurrido lanzar hacia arriba.

El segundo descalabro sí lo recuerdo. Estaba con mis compañeros de clase jugando fútbol en el patio del colegio cuando el balón se quedó atascado en las ramas de una acacia. Para recuperarlo, mis compañeros y yo comenzamos a lanzarle los frutos de ese árbol. Al gastarme los que tenía alrededor, agarré lo primero que encontré a la mano. La piedra trazó una parábola perfecta, esquivó todas las ramas y fue directo a la frente de un compañero. Fernando soltó un grito desgarrador que retumbó en todo el colegio y que nos dejó a todos en silencio. La sangre comenzó a manar como de una tubería rota. Fue la primera vez que vi tanta sangre junta. Pensaba que le había destrozado el cerebro. Un trabajador del colegio lo cargó y se lo llevó por un corredor hasta la enfermería. Fernando no dejaba de chillar. Pensábamos que se iba a desangrar, que ni siquiera iba a llegar vivo a la enfermería.

El cortejo creció a medida que corríamos a la enfermería. Yo también seguí hipnotizado la caravana, como si la liderara el flautista de la desgracia. El trabajador se metió con Fernando en la enfermería y yo regresé por el mismo corredor. Todos los niños se apartaban a mi paso, murmurando: “Ese fue el que disparó la piedra”. Me señalaban como a un criminal. Regresé al lugar del crimen y ya no aguanté más. Rompí a llorar. Un compañero de clases, Antonio, pasó un brazo sobre mis hombros y me consoló. “Lo más probable es que no se muera, tranquilo”.

Más tarde, Fernando llegó al curso con una camiseta nueva de Educación Física y una venda con gasa en la sien. Nos mostró orgulloso la herida, como un trofeo de guerra.

Todos los niños se apartaban a mi paso, murmurando: “Ese fue el que disparó la piedra”. Me señalaban como a un criminal. Regresé al lugar del crimen y ya no aguanté más. Rompí a llorar.

Unos años después, un día en que Fernando llegó con el pelo a rape, advertí otra cicatriz del lado contrario de su frente. En broma subrayé que yo solo era artífice de una y él aclaró que la otra se la había hecho un niño en Kínder. Tragué saliva. Recordé enseguida la anécdota que me contaba mi madre. Nunca se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que ambas pedradas hubiesen tenido el mismo destinatario. Al volver a casa, revisé mi primer anuario del colegio. Fernando era uno de los pocos compañeros que ya entonces estudiaba conmigo en el mismo grupo. Debo ser el único niño que ha descalabrado dos veces al mismo condiscípulo. Posiblemente él siempre supo que yo había sido su primer victimario, pero prefirió no decirlo a nadie para no importunarme o para no darles razones a los demás de molestarme.

Me pregunto cuántos damnificados vamos dejando a nuestro paso sin siquiera darnos cuenta o acaso recordarlo. Uno se acuerda más de los traumas que le han ocasionado, que los daños causados a los demás. Nos acordamos mucho más de los golpes que nos han dado y las ofensas que nos han infligido, y solemos lanzar al olvido a las personas que han soportado con paciencia nuestros errores y defectos, nuestros desmanes y torpezas.

De hecho, hoy no mantengo ningún contacto con Fernando; me dicen que se mudó a otra ciudad… Supongo que no quiso tentar de nuevo a la suerte viviendo tan cerca de mí, a una pedrada de distancia. Seguro prefiere evitar otro golpe literal del azar.

Paul Brito

Escritor barranquillero. Su libro Restos orgánicos de un mundo anterior fue publicado por editorial Seix Barral (Planeta).