Cumbiambero. Foto. Carlos Capella. Tomada del libro Carnaval de Barranquilla. La fiesta sin fin.
Barranquilla alcanzó a celebrar su Carnaval para semanas después entrar en cuarentena. ¿Cómo vive la pandemia una sociedad cuya alma es alérgica al apocalipsis y proclive a la felicidad?
Si en diciembre del año pasado alguien me hubiera mostrado a través de un portal o algo por el estilo cómo se vería el mundo al cabo de unos meses, me habría asustado mucho: las calles desiertas, los comercios cerrados y la poca gente en las calles cubierta con tapabocas. Cualquiera habría pensado que una guerra biológica se había desatado, que había llegado el fin del mundo, hasta aquí llegamos.
Pero me estoy adelantando. En aquel momento vivíamos aún la época prepandémica. Éramos felices e irresponsables y no lo sabíamos. Sufríamos una gripa cada seis meses, a veces dos en medio año; era el precio que debíamos pagar por darnos las manos, besarnos las mejillas y revolcarnos en el mismo carnaval.
Tengo un cuadro en mi estudio que muestra a varias parejas de cumbiamberos danzando y cantando a cuatro vientos en plena Batalla de Flores, unos enfrente de otros, con los mentones levantados como para apuntar mejor las goticas de saliva. Ahora, en la pandemia, hablamos casi sin mirarnos, con el mentón en el pecho como quien lame solo sus heridas. Los tapabocas parecen bozales para perros rabiosos: en eso nos hemos convertido, en amenazas ambulantes. De hecho, el otro día estaba en una tienda y me sentía seguro mientras no había otro cliente en el establecimiento. De pronto me encontré con otro en el pasillo y nos miramos con recelo. Me sentía en una película del Oeste. Las mascarillas reforzaban nuestra apariencia de forajidos. Volví a casa derrotado.
Esa aprensión, esa distancia social, en una ciudad como Barranquilla es traumática, despectiva. Me viene a la mente una frase que escuchaba mucho en España: “La confianza da asco”. En el Caribe pasa lo contrario. La distancia es lo que nos repulsa. Al igual que los aguacates, nos conservamos mejor estando juntos y más si estamos revueltos; separados nos podrimos fácilmente. Crecemos tratando como familiares a todo el mundo; nos llamamos primo, hermano, compadre, y no es extraño que en verdad seamos familiares en algún grado de consanguineidad. Tenemos la facilidad de romper el hielo desde el primer saludo y la tendencia a tomar las cosas con calma y no muy en serio.
Esa aprensión, esa distancia social, en una ciudad como Barranquilla es traumática, despectiva. Me viene a la mente una frase que escuchaba mucho en España: “La confianza da asco”. En el Caribe pasa lo contrario. La distancia es lo que nos repulsa.
García Márquez decía en una entrevista que en Barranquilla “va el presidente y lo atienden el primer día pero al tercero ya ni le fían” y Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite sostiene que en el Caribe nunca ocurriría el Apocalipsis, “por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico”. Si en el mercado de Barranquilla o en el Paseo Bolívar, por ejemplo, llegara a aparecer alguna vez el arcángel Gabriel para anunciar el Fin del Mundo, muy seguramente alguien le quitaría la trompeta para tocar un merengue de moda.
Pero no es que nunca vaya a suceder el Apocalipsis en el Caribe (en Cien años de soledad, nuestra biblia caribeña, está muy bien narrado); no es que seamos inmunes a las tragedias o a las desgracias. No, lo que pasa es que, como dice el argentino César Aira que en el fondo es caribeño, el Fin del Mundo ocurre a diario, “nos acompaña todos los días, está sucediendo imperceptiblemente en cada pequeño hecho que pasa, en el azar de los hechos y los pensamientos”. La muerte no nos asusta, o sí, pero no salimos corriendo. O si corremos, no tardamos en reírnos de nosotros mismos.
Hace varios meses, al comienzo de la cuarentena, estaba haciendo cola a las puertas de una farmacia con la intención de pedir unos medicamentos para mi esposa. Había mucha gente en la fila con mascarillas empapadas en sudor y la paranoia de estar cerca de algún contagiado, cuando pasó el típico abuelo caribeño con guayabera, pantalón de lino y zapatos de cuero sin medias. Hablaba por celular sin mascarilla con ese galillo de flauta de millo y la desenvoltura de guacamayo gozón que parecen tener todos nuestros abuelos, y justo cuando pasaba por la aglomeración, subió la voz: “Imagínate, no me querían soltar en el aeropuerto, después de 15 horas de viaje desde Milán”. Era la época en que Italia parecía el epicentro del virus. La gente se apartó como si fuera el Diablo en persona, dos hombres se arrojaron al sardinel como si fuera una trinchera, pero enseguida comprendieron que era una broma y la carcajada fue general. Solo faltó que nos abrazáramos.
Cuando murió mi madre, que ha sido para mí lo más cercano al fin del mundo, Barranquilla me hizo sentir menos huérfano. Es la ciudad ideal para quien lo ha perdido todo, para quien ha sufrido su propio apocalipsis (¿qué apocalipsis no es personal y qué muerte no es individual?). En Barranquilla te quedan al menos los robles amarillos, el vendedor de frutas, el portero del edificio, la vecina chismosa. En cualquier esquina se siente uno en la casa de la abuela, rodeado de tías y primos. Es también una ciudad que le ha permitido a mucha gente volver a empezar. Desde el desplazado de los Santanderes, hasta el judío que llegó huyendo de la guerra o el arabe que lo hizo de la pobreza. Pero aquí no solo encontraron la salvación de la carne sino también del alma.
“¿Qué es una sociedad que no tiene otro valor que la supervivencia?”, reflexiona el filósofo italiano Giorgio Agamben a propósito de la pandemia. El barranquillero lo entiende como una exclamación, como un golpe de gaita en mitad de la noche y se identifica con ella. En Barranquilla se vive no solo para sobrevivir sino también para el gozo. El carnaval es precisamente un homenaje a esa consigna, y más específicamente su danza principal, con el Garabato desafiando y derrotando a la muerte a punta de baile.
Cortejo fúnebre de Joselito Carnaval con sus ‘viudas’. Foto: Carlos Capella. Tomada del libro Carnaval de Barranquilla. La fiesta sin fin.
Recuerdo una noche en que cumplía 90 años la abuela de un amigo. No dejó de bailar toda la noche. Le daban aguardiente, se llevaba el buche a la boca, se enjuagaba la garganta y lo botaba después de saborearlo. “El médico me prohibió beber”, nos explicaba con gravedad provocando la risa de todos. A medianoche llegó un anciano con sombrero de paja, guayabera y sandalias trespuntás. Era su hermano menor y venía de su pueblo natal. La abuela de mi amigo lo llevó a una habitación y cerró la puerta. Mi amigo bajó el sonido de los parlantes, porque sospechó que eran malas noticias. Al cabo de unos minutos, la abuela salió del cuarto, despachó al hermano como si fuera un vendedor ambulante o un testigo de Jehová, y exclamó: “Ajá, ¿y quién se murió aquí? ¡Que suene la música!” y agarró al primero que encontró para seguir bailando. Al día siguiente nos enteramos de que había muerto su hermano mayor (esa era la noticia que le traía el otro hermano), pero ella no había querido dañar la fiesta. “¿Para qué? –dijo frunciendo las cejas–. Si el que se murió fue él, no yo”.
Y no es que no seamos solidarios y no es que no tengamos empatía, al contrario: hacemos lo que harían los muertos en nuestra misma situación, si los vivos fueran ellos. Ver las cosas al revés tiene su gracia. Con la pandemia se redujo un 35 por ciento la emisión de gases de efecto invernadero y por lo tanto se retrasó un poco el otro apocalipsis que se viene anunciando desde hace más tiempo. Un microorganismo ha logrado lo que no han hecho todas las potencias del mundo: frenar un poco el calentamiento global y la catástrofe correspondiente. El planeta ahora puede respirar un poco mejor y nosotros nos sentiríamos aliviados, de no ser porque otra bestia apocalíptica nos respira en la oreja, con muchas cabezas y coronas tal como la describe la Biblia. Mi mamá exclamaría: si no es una vaina es otra. Cuando yo le recomendaba que tomara menos café, ingiriera menos azúcar y comiera menos grasa, ella arrugaba la cara y me soltaba impertérrita: “De alguna cosa se tiene que morir uno, ¿no?”.
En un artículo reciente, la escritora india Arundhati Roy comparaba la pandemia con un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente, y no en el sentido de que muchos contagiados la atraviesan directo a la muerte, sino porque para ella, históricamente, las pandemias han llevado a los seres humanos a pasar la página y alejarse de un mundo caduco, insostenible, hacia uno necesariamente nuevo: “Podemos optar por cruzarlo arrastrando tras nosotros las carcasas de nuestro prejuicio y odio, nuestra avaricia, nuestros bancos de datos e ideas muertas, nuestros ríos muertos y cielos llenos de humo. O podemos atravesarlo caminando ligeros, con escaso equipaje, listos para imaginar otro mundo. Y listos para luchar por él”.
La escritora india Arundhati Roy comparaba la pandemia con un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente, y no en el sentido de que muchos contagiados la atraviesan directo a la muerte, sino porque para ella, históricamente, las pandemias han llevado a los seres humanos a pasar la página y alejarse de un mundo caduco, insostenible, hacia uno necesariamente nuevo.
De alguna forma es lo que hace el barranquillero cada año con el carnaval: se libera de cargas innecesarias (las cumbiamberas llevan apenas el fuego de la vela y las ingrávidas polleras como alas) e instaura un portal, un boquete en la realidad; le inserta intersticios a la inercia, agrieta y sabotea sus estructuras encallecidas, les da plasticidad y soluciones de continuidad. A eso se refieren los barranquilleros cuando hablan de romper las caderas y por eso la Marimonda es capaz de articular su cuerpo en más huesos de los que tiene. Solo así pueden encontrar nuevos movimientos y caminos, nuevos ritmos y horizontes. “El tiempo es creación o es nada en absoluto”, decía con alma caribeña el científico ruso Ilya Prigoine; por algo Antonio Benítez Rojo se basa en él para describir el Caribe en La isla que se repite. El tiempo es reinvención o apenas pura repetición que se contagia a sí misma, como el virus.
No hay que ser experto en etimología para darse cuenta de que pandemia significa: el demonio se ha instalado en todas partes. Pero el carnaval no lo excluye de la fiesta, lo invita a bailar, le restriega maicena en el rostro, le agarra las nalgas. Y lo mismo hace con la Muerte: le pierde el respeto, lo desafía bailando y lo levanta a garabato, pero ya derrotada la invita a beber aguardiente hasta que amanezca o hasta que el cuerpo aguante.
Paul Brito
Escritor barranquillero. Su último libro, Restos orgánicos de un mundo anterior, será próximamente publicado por editorial Seix Barral (Planeta).