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Foto: Britannica.

El escritor barranquillero fue recientemente publicado en la última edición de la revista literaria norteamericana Southwest Review, publicación fundada en 1915 y por cuyas páginas han pasado grandes nombres como Arthur Miller, Allen Ginsberg y Orhan Pamuk. Con el título de Twilight Showing: Four horror shorts –traducción al inglés  de George Henson y Michelle Mirabella–, Contexto comparte con sus lectores los relatos en su idioma original.

Cinelandia, Centro de Ciudad Bastarda, 31 de octubre de 1987.

Un sombrero mágico

Hace días llegó el paquete, solo hasta hoy decidí abrirlo. Era una caja de unos cincuenta centímetros de ancho por cincuenta de alto. Aunque suponía su contenido, me negaba a abrirla; me negaba a creer que ahora poseía algo que perteneció a El Mago, algo tan íntimo como su sombrero.

Por tu expresión intuyo que deseas saber dónde lo conseguí. Te cuento:  lo adquirí en una subasta virtual en la que remataron varias de sus pertenencias. Aunque lo que más deseaba era su capa, el sombrero fue lo único que se ajustó a mi presupuesto.

No hay mucho que decir sobre El Mago, se hizo famoso de la noche a la mañana en la Ciudad Bastarda cuando en una fiesta infantil, luego de haber divertido a todos con sus “torpes y aburridos trucos de magia” (eso dijo el único sobreviviente) masacró a casi todos los niños asistentes. Las cabezas y miembros de los pequeños quedaron repartidos ante el gran salón de fiesta mientras sus padres roncaban en los rincones gracias al somnífero que El Mago había dispuesto en sus bebidas.

Lo atraparon a los días: fue sorprendido en un garaje clandestino mientras partía a una mujer por la mitad.

El día que extraje el sombrero de la caja me sentí decepcionado, aunque hecho en terciopelo, tenía agujerillos en la base. Lo primero que hice fue medírmelo ante el espejo y después ponérselo en la cabeza al maniquí que atesoro en mi cuarto. Todo iba bien hasta hace una semana, cuando empezaron a aparecer en la casa conejos muertos.

El lunes pasado, al despertar, vi que el sombrero del Mago estaba en el piso, y a pocos metros un conejo blanco reposaba tibio pero muerto. No le di importancia, creí que podía haberse colado por algún hueco de la casa. El martes por la noche al regresar del trabajo encontré otro, casi a la entrada de la puerta; pude ver cómo se sacudía violentamente hasta quedar rígido como un pedazo de cerámica. Extrañamente, ese día encontré el sombrero sobre mi cama. Pero lo que ocurrió ayer todavía me tiene con los nervios de punta: tratando de ordenar el cuarto tropecé por accidente el maniquí y el sombrero del Mago cayó al suelo, rodó unos cuantos metros y entonces ocurrió: como por arte de magia, conejos de diversos colores y tamaños emergieron del interior del sombrero, corrían enloquecidos de un lugar a otro, luego convulsionaban y morían en cualquier parte. Fueron casi cuarenta animales muertos que debí enterrar esa noche en el patio.

¿Qué pasa? ¿Por qué me miras de esa manera? ¿Crees que miento? ¿Por qué tendría que inventarme una historia como esa? Si quieres me quito el sombrero ahora mismo para que veas de lo que hablo.

El hombre se acercó y puso el sombrero sobre el regazo de la mujer que reposaba en una silla, atada y amordazada; ella temblaba como un animalito aprisionado en una caja. Del interior del sombrero algo empezaba a emerger.

Nunca en los extraños 

No hay duda que F es una mujer un poco torpe y bastante nerviosa, esto último se hace evidente hasta en el más mínimo detalle de su proceder. Por ejemplo; cuando habla en público da la impresión que un buen número de frágiles porcelanas se fuesen a venir abajo en cada trastabilleo de su discurso.

Por lo general, F evita subir sola a un taxi o ser la última en abandonar los pasillos de la universidad en donde dicta la cátedra X, es por ello que no vive sola; un par de gatos grises son sus huéspedes permanentes; así que, antes de volver a casa hace una escala obligada en el supermercado para comprar la dote semanal de los golosos mininos.

Evita mirar al sujeto que viene tras ella por uno de los corredores y quien no es más que un desgarbado acomodador de paquetes que pasa a su lado sin siquiera notarla.

Antes de llegar a la caja hace una pausa para comer algo, un sánduche de espinaca y algo de té negro para ser exactos. Toma asiento y coloca los paquetes sobre la mesa. Evita hacer contacto visual con alguien, pero como siempre, la señorita F presupone que alguien desde algún punto la está mirando. Sus ojos se encuentran con los de un sujeto de barba quien le sonríe brevemente. Ella de inmediato esquiva la mirada. Abre una revista que ya estaba sobre la mesa. Pero algo le hace volver a mirar hasta donde el hombre se encuentra, pero ya no está allí. Recoge con afán los paquetes, va hasta la caja registradora y paga. Con paso rápido se apresura hacia al parqueadero en busca de su auto.

Se mete la mano en el bolsillo del saco pero cae en cuenta que no trae las llaves del carro encima. Abre el bolso casi temblando y escarba en busca de las llaves. Una mano toca su hombro. Los paquetes se caen al suelo.

—Tome, las olvidó sobre la mesa —dice el hombre de barba.

Se siente más calmada al entrar al parqueadero de su edificio. Se mira en el espejo retrovisor antes de bajarse. Pensó que lucía más pálida de lo habitual.

 Al girar la llave de su apartamento lo primero que murmura la nerviosa señorita F es: “¿Hay alguien en casa?”, pero no encuentra más respuesta que unas manos que saltan en la oscuridad y empiezan a asfixiarla.

Portada de la edición número 4, volumen 108 de la revista literaria Southwest Review

Ventriloquia Muda

El ventrílocuo ha muerto. Su Mujer —contradiciendo el último deseo de su esposo— decidió no meter a «Fausto» en el ataúd; aquel muñeco que tanta gloria le dio al ventrílocuo mientras estuvo vivo. Decidió que se quedaría con ella.

“Mira mi amor, lo que me he encontrado en un contenedor de basura”. La mujer recordó aquel diciembre de 1986.

—¿Un muñeco de madera? —dijo ella en ese momento.

—Él nos sacará de está pésima situación, ya verás.

Retiró la mirada de Fausto y la dirigió hasta el ataúd donde reposaba su marido. El olor dulzón de las coronas funerarias le revolvió el estómago. Volvió la mirada a Fausto y regresó a aquella noche fría y decembrina:

—¿Y cómo nos sacará de la ruina ese monigote? —le dijo ella entre risas.

—Pues fácil, me convertiré en ventrílocuo, tan célebre como el mismísimo Edgar Bergen.

Al principio todo parecía una broma del destino. Pero el hombre estaba decidido. Volvió a mirar las películas de Bergen, practicaba ante al espejo día y noche. A veces frente a su esposa, quien lo miraba con desconcierto y lástima.

*

Como un gesto romántico, la mujer acercó la marioneta hasta la ventanilla del ataúd para que le diera un último vistazo al que había sido su dueño, aunque en sus rutinas por tantas veredas polvorientas del país durante más de 30 años, Fausto siempre le llamó “amo”.

—¡Hasta nunca, hijo de puta!

Una voz aguda y macabra pareció salir del fondo del muñeco, la concurrencia en el funeral quedó en silencio.

—Fuiste el peor padre y marido de todos, —dijo Fausto. Luego giró su cabeza de madera y miró directo a los ojos de la mujer que lo cargaba.

—Me gusta mi nueva voz —fue lo último que dijo el muñeco. La Mujer esbozó una sonrisa, ese fue el único instante de aquel raro momento en que sus labios se movieron.

Birds

Ya se estaba acostumbrando a estar solo. Era el día de su cumpleaños y no había recibido visita alguna, ni una sola llamada. Tampoco le hacía falta, aunque rara vez la recordaba a ella y algo similar a la nostalgia lo invadía. Así que hoy lo mejor era salir de su encierro e ir a esa bella tienda de aves en donde se quedaba por horas mirando un Txetle corazón de fuego. 

Salió con lo que llevaba puesto y entró a la tienda en búsqueda del pequeño emplumado. El pajarillo también se quedaba mirándolo por largos minutos . 

Nadie parecía notarlo. Ni el dependiente de la tienda se percataba de la inusual escena: un hombre y un pájaro mirándose fijamente uno al otro. A veces se animaba y le hablaba a la avecilla:

—Ya debes andar cansado de esa jaula. Aunque no te ves molesto, te has acostumbrado al encierro, a lo mejor eso está mal para algo como tú.

—Tal vez tienes razón.

Era la primera vez que el pájaro le contestaba. No se sorprendió de tal cosa. Había leído en algún tratado de aves que los Txetles corazón de fuego tenían tal capacidad. Pero también sabía lo que eso significaba y para nada se sobresaltó, algo intuía sobre lo que le venía sucediendo desde hacía años. Se resignó de inmediato.

—¿Estás asustado? —preguntó el Txetle corazón de fuego.

—No.

—Lo siento, en verdad. Pero creo que ya era hora de que lo supieras. ¿Qué piensas hacer ahora? Indagó el ave.

—Nada.

—Qué tal si abres la jaula —propuso.

—¿Eso deseas?

—Sí.

—Ábresela—dijo una mujer de ojos pálidos que salió de la nada.

—Sí, hazlo —comentó un niño de piel amarillenta que venía de la mano de la mujer.

—Está bien —dijo él.

De improviso la jaula se quedó sin pájaro. Solo unas plumas rojas como sangre quedaron flotando en el aire. El dependiente de la tienda de aves se llevó las manos a la cabeza, su ave más costosa había escapado como si nada. La mítica ave que le vendió aquel raro sujeto que le aseguro que poseía poderes sobrenaturales (y que incluso, podía hablar con los muertos) ahora se había ido para siempre.

Suspiró resignadamente y se le hizo extraño que a esa hora de la mañana no hubiera llegado ni un solo cliente.

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John Better

Poeta y escritor barranquillero autor, entre otros, de los libros China White (2006), Locas de Felicidad (2009) y las novelas A la caz(s)a del Chico Espantapájaros (2016) y Limbo (2020).