Los presidentes Gustavo Petro y Luiz Inácio Lula da Silva se dan la mano durante una reunión en Brasil. Ambos mandatarios encarnan la nueva ola de gobiernos de izquierda en Latinoamérica. Foto: El País.
¿Es para el presidente Petro la revolución el “coco” con el que le gusta asustar al establecimiento?
Una de las consecuencias de que Gustavo Petro haya “llegado tarde” al poder (12 años después de Mujica, casi 20 después de Lula y Kirchner, 47 después de Allende) es que aún no ha asimilado que la Revolución con mayúscula fracasó a finales del siglo XX y por lo tanto, parece no haber comprendido los efectos de lo que ocurrió en el mundo entre 1989 y 1991 con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. Su reiterada nostalgia de que sobrevenga una gran revolución que cambie a la sociedad así lo confirma.
Con ello no estoy sugiriendo que su identidad política se defina por haber sido guerrillero, como sostiene la derecha más recalcitrante. De hecho, he sostenido que su programa de gobierno es reformista más que revolucionario. Sin embargo, su alma parece dividida entre una perspectiva reformista basada en políticas sociales y una nostalgia revolucionaria setentera que, dicho sea de paso, comparten algunos integrantes del Pacto Histórico: a la senadora Esperanza Hernández la seduce la Revolución cubana, al embajador León Fredy Muñoz la sandinista, y Gustavo Bolívar no ha ocultado su admiración por Camilo Torres y el Che Guevara. Valga aclarar también que algunos críticos del Presidente toman sus alusiones polémicas en su peor versión y acusan recibo de las mismas como confirmación de sus ocultas pretensiones chavistas. Es decir, le aplican a Petro los mismos recursos retóricos que este usaba cuando era senador o alcalde y graduaba de “mafiosos” o “paramilitares” a sus malquerientes.
Más allá de eso, es un hecho que Petro se mueve frecuentemente en una línea argumentativa en la que deja entrever que la Revolución aún es posible. Lo hizo cuando se posesionó e hizo un homenaje a la espada de Bolívar. Lo hizo en enero cuando visitó Chile y en el Palacio de La Moneda recordó su pasado como guerrillero y lo enmarcó en una época en la cual tomar las armas en América Latina fue una necesidad. Lo hizo el 1 de mayo cuando dijo que en Colombia habría una revolución si se impedían sus reformas. Lo hizo en su reciente visita a Alemania cuando se refirió a la caída del Muro de Berlín como un momento que desarticuló a las fuerzas obreras y progresistas.
Y lo ha hecho de nuevo indirectamente en la resolución 194 de 2023 al reconocer al ELN como una “organización armada rebelde” y le ha ordenado a las autoridades del Gobierno nacional que los guerrilleros sean tratados “de modo respetuoso”. Algunos sostienen que se trata de una concesión retórica sin mayores consecuencias justificada por el proceso de paz en curso. Sin embargo, la guerra contra la insurgencia siempre se ha librado también en el terreno de las palabras, por lo cual, concederle legitimidad al “derecho de rebelión” que los elenos llevan casi seis décadas invocando como justificación de su opción violenta justo en el momento en que quedan muchas dudas de si esta negociación va en serio y cuando las guerrillas latinoamericanas hacen parte de los libros de historia, contribuye innecesariamente a mantener vivo el mito revolucionario y debilita la confianza en la democracia como marco institucional de cambios sociales.
El Presidente nunca aclara cómo, cuándo ni dónde sería la revolución. Luego, podría tratarse de un lugar común o un recurso retórico de quien se formó al amparo de la izquierda del socialismo real.
Estas dos almas distan de ser una cuestión meramente discursiva, pues mientras de un lado el Pacto Histórico insiste en representar una agenda progresista caracterizada por la lucha contra el cambio climático y por la equidad y la inclusión, de otro lado, las repetidas referencias al mito revolucionario de Petro & Cía los sitúan en la estela del viejo socialismo que anhela la toma del Palacio de Invierno más que la consecución de grandes acuerdos políticos que instauren políticas socialdemócratas. ¿Cómo se explica la convivencia de estas dos almas en el corazón del progresismo colombiano?
Para saberlo, hay que intentar desentrañar los coqueteos revolucionarios de Petro. Allí hay dos aspectos recurrentes. Primero, que el Presidente nunca aclara cómo, cuándo ni dónde sería la revolución. Luego, podría tratarse de un lugar común o un recurso retórico de quien se formó al amparo de la izquierda del socialismo real y en su juventud suscribió un sancocho ideológico propio de los del M-19. En ese contexto, sus alusiones se enmarcan en el mito, en la idea según la cual la revolución es un cambio radical que trae la realización de la igualdad y la emancipación de los oprimidos. Y en efecto, algunas referencias que cité hay que leerlas dentro de un llamado a profundizar la democracia, a empoderar al pueblo y a castigar a las élites, es decir, no tienen el alcance desinstitucionalizador que le endilga cierta oposición histérica. Y segundo, sus alusiones revolucionarias son sinuosas, tangenciales y crípticas, es decir, no estamos ante una reencarnación de Fidel o Chávez capaz de predicar durante horas describiendo el mundo idílico post-revolucionario. A Petro le basta con referirse a la revolución como acontecimiento culmen, como panacea, y por eso mismo, sus alusiones adquieren las características de un significante vacío. O para decirlo en criollo: es el “coco” con el que le gusta asustar al establecimiento.
Pero como las palabras tienen poder, hay que advertir que sus coqueteos revolucionarios son propios de una izquierda romántica, demagógica y versera anclada en el mito revolucionario que sigue encontrando en la violencia sufrida su tótem victimizante y en la paz su significante omniabarcante. Es decir, está muy cerca de las revoluciones fallidas del siglo XX y muy lejos de las reformas socialdemócratas exitosas del siglo XXI. Ni más, ni menos.
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Iván Garzón Vallejo
Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su último libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Editorial Crítica, 2022). @igarzonvallejo