Ilustración: Lisa News.
Nuestro país tiene una larga tradición democrática pocas veces interrumpida por dictaduras militares o rupturas de la elección popular. ¿Hay razones para pensar en un golpe de Estado en Colombia?
En los días previos a la posesión de Gustavo Petro como Presidente de la República tuve una cena en la embajada de un país latinoamericano y el tema central giró en torno a la posibilidad de un golpe militar para impedir el acceso al primer gobierno de izquierda en la historia del país. Frente a quienes plantearon que había una posibilidad real de una intervención militar, yo argumenté que la ausencia de una tradición golpista en Colombia se iba a mantener incólume.
Mi postura se basaba no solamente en las escasísimas intervenciones militares que ha conocido Colombia, sino en el cambio de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, que ha dejado de apoyar los golpes militares como un mecanismo recurrente para consolidar la “Pax Americana”. Al respecto, tenía en mi memoria las visitas que realizaron muchas personas influyentes al embajador Myles Frechette para obtener el aval de Washington para tumbar al presidente Ernesto Samper y conformar un gobierno cívico-militar, y el rechazo rotundo de Frechette a estas pretensiones golpistas.
De hecho, desde hace ya mucho tiempo los golpes militares no son el pan de cada día en América Latina, a diferencia, por ejemplo, del continente africano, en donde en los últimos años estamos observando con preocupación una nueva y fuerte oleada de intervenciones militares que han afectado a cinco naciones: Malí, Chad, Guinea, Sudán y Burkina Faso.
Los tres últimos golpes militares exitosos en nuestra región fueron en Paraguay, Honduras y, aunque haya muchas dudas al respecto, en Bolivia. El primero tuvo lugar entre el 2 y el 3 de febrero de 1989 cuando el general Andrés Rodríguez Pedotti destituyó a su consuegro, el general Alfredo Stroessner, poniendo punto final a 35 años del Stronato, como fue denominado este gobierno infame en Paraguay. El segundo fue el 28 de junio de 2009 cuando el presidente Manuel Zelaya fue derrocado y expulsado de Honduras por las Fuerzas Armadas, atendiendo órdenes de la Corte Suprema de Justicia. En este caso, Roberto Micheletti, entonces presidente del Congreso Nacional, asumió el cargo como sucesor de facto. Y, finalmente, en gracia de discusión, el desplazamiento del poder de Evo Morales y la asunción al poder de Jeanine Áñez, el 12 de noviembre de 2019.
Aún cuando cause sorpresa, Colombia ha sido, después de Costa Rica, el país que ha tenido menos gobiernos militares en América Latina.
En nuestro país los gobiernos de inspiración militar o cívico-militar se pueden contar con los dedos de la mano. La frase reproducida en el diario de República Dominicana El Nacional el 7 de marzo de 1974 y atribuida a un oficial comentando la detención temporal del principal candidato de la oposición para las elecciones presidenciales de 1974: “La Constitución es una cosa; los militares somos otra”, tiene, sin duda, altísima probabilidad de ser cierta en muchos países y en muchos momentos de la historia de América Latina, pero no en Colombia.
En el siglo XIX se produjo el golpe de Estado del general José María Melo, quien ejerció brevemente el poder entre el 17 de abril y el 4 de diciembre de 1854, es decir, escasos ocho meses. Y en el siglo XX solo tuvimos el gobierno del General Gustavo Rojas Pinilla y su sucesor, la Junta Militar de Gobierno, entre el 13 de junio de 1953 y el 7 de agosto de 1958, es decir, alrededor de cinco años. En comparación, solo Alfredo Stroessner en Paraguay gobernó 35 eternos años entre 1954 y 1989 y Augusto Pinochet estuvo ejerciendo el poder 17 años en Chile entre 1973 y 1990.
Es más. Colombia fue al lado de México, Costa Rica y Venezuela una de las cuatro naciones que escaparon a los golpes militares que se sucedieron en América Latina tras la Revolución Cubana el 1 de enero de 1959 y el ingreso pleno de la región en la Guerra Fría.
Si bien desde el inicio del Frente Nacional se produjeron una multitud de pronunciamientos de altos mandos militares que la prensa gráficamente denominó las “noches de los generales” o el “ruido de sables”, y en los cuales oficiales de alto rango mostraron públicamente su malestar con las políticas de uno u otro gobierno –generalmente en relación con el manejo del orden público–, todas estas crisis se resolvieron sin que hubiese una ruptura institucional. Alberto Ruiz Novoa, Guillermo Pinzón Caicedo, Álvaro Valencia Tovar, Gabriel Puyana García, Fernando Landazábal Reyes y muchos otros más tarde, tuvieron duros enfrentamientos con el Presidente de turno pero en ningún caso hubo un intento golpista.
A mi modo de ver, un factor clave que explica este hecho histórico –en una época marcada en América Latina por gobiernos militares por doquier–, va en total contravía de las lecturas dominantes en Colombia: mi tesis es que al igual que en otras pocas naciones de la región, la nefasta Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN) y su correlato, la idea de un “enemigo interno” y el rol estratégico de las Fuerzas Armadas como factor de contención a la amenaza comunista mediante el control directo del Estado, no fue el eje doctrinario en nuestro país. Por el contrario, en Colombia predominó una “generación desarrollista” en las Fuerzas Militares en los años sesenta y setenta, la cual sostuvo una visión fundada en la necesidad de ganarse el “corazón y la mente” de la población campesina mediante la acción cívico-militar para impedir la propagación de los grupos guerrilleros, no en su aniquilamiento total. Es decir, en Colombia las FFMM se inspiraron en la escuela inglesa de contrainsurgencia.
Aún cuando cause sorpresa, Colombia ha sido, después de Costa Rica, el país que ha tenido menos gobiernos militares en América Latina.
Mientras que en otras naciones del continente teóricos militares como el general brasilero Golbery do Couto e Silva hablaban de la necesidad de aniquilar el “enemigo interno”, en Colombia el general Alberto Ruiz Novoa es retirado de su cargo como ministro de Guerra en 1965 por el presidente Guillermo León Valencia, por hablar en una famosa cena en el Hotel Tequendama de la necesidad de un “cambio de estructuras” para contrarrestar el auge de los movimientos revolucionarios.
Ciertamente, con la expedición en 1978 del Estatuto de Seguridad por parte de la administración de Julio César Turbay Ayala, la cúpula militar de la época introdujo en Colombia elementos de esa nefasta doctrina que por diversas razones y con avances y retrocesos no tomó nunca vuelo en el país. Basta mencionar que con el nombramiento del general Fernando Landazabal Reyes como ministro de Guerra en 1982 por parte del presidente Belisario Betancur, volvió a renacer la “escuela desarrollista”. Es más, Betancur habría de poner el acento de su gobierno en la solución negociada al conflicto armado interno, iniciando el largo camino de búsqueda de la paz mediante el diálogo con los grupos insurgentes que se mantendría, con altibajos, en todos los gobiernos siguientes hasta el día de hoy.
Al respecto, en mis largas conversaciones con los oficiales de las Fuerzas Militares que tuvieron altos cargos de mando en aquellos años, ninguno reconoce que la Doctrina de Seguridad Nacional y la idea de un “enemigo interno” haya hecho parte de su formación en la Escuela Superior de Guerra. Incluso, es interesante constatar que en el documento-guía de la política de seguridad y defensa del polémico gobierno de Álvaro Uribe Vélez, expresamente se rechaza esta doctrina como contraria a los valores democráticos que rigen en el país: “La Seguridad Democrática se diferencia de las concepciones de seguridad profesadas por regímenes autoritarios, partidarios de la hegemonía ideológica y la exclusión política. Este Gobierno no hace suyas concepciones de otras épocas como la ‘Seguridad Nacional’ en América Latina, que partía de considerar a un grupo ideológico o partido político como ‘enemigo interno’. Nosotros predicamos que todos son bienvenidos en la democracia. La oposición, los que disientan de las ideas del Gobierno o de su partido, serán protegidos con el mismo cuidado que los amigos o partidarios del Gobierno”. (Presidencia de la República – Ministerio de Defensa Nacional, Política de Defensa y Seguridad Democrática, Bogotá, 2003).
Hoy podemos afirmar que el distanciamiento en el ejercicio directo del poder por parte de las Fuerzas Militares constituye un legado histórico de nuestro país que, bajo ninguna circunstancia, se debe debilitar.
Las últimas tensiones públicas entre un mandatario electo y un alto oficial tuvieron lugar a mediados de este año, cuando Gustavo Petro ya había resultado ganador en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y el comandante del Ejército, Eduardo Zapateiro, dio antes y después de su solicitud de retiro, el 22 de julio de 2022, declaraciones bastante altisonantes. Sin embargo, en una entrevista con revista Semana, el general Zapateiro respondió de manera enfática frente a la pregunta de un posible un golpe de Estado en Colombia: “Jamás, nunca, eso es muy mal visto ya en el mundo y creo que no está en el pensamiento, la mente, el alma y el corazón de todos los colombianos y menos entre nosotros los militares. Somos respetuosos de la Constitución y la Ley”.
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Eduardo Pizarro Leongómez
Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.