El peso de la burocracia estatal en Colombia resulta lesivo para los ciudadanos, quienes día a día son testigos de un Estado ineficaz que no atiende sus más mínimos reclamos.
Para muchos colombianos tener que lidiar con el Estado, incluso para los trámites más sencillos, es un viacrucis sin fin. Tres testimonios de personas del común que han padecido el virus de la “tramitología” se suman a las voces que claman por un Estado más eficaz.
Relatos salvajes es el título de una película argentina de 2014 que recoge varias historias independientes, un tanto tragicómicas, que tienen en común episodios de violencia desatada que lleva a los protagonistas a perder el control y viceversa: gente que pierde el control y explota violentamente. Una de ellas, protagonizada por Ricardo Darín, muestra cómo un ciudadano pierde la paciencia al recibir una multa de tránsito, que él considera injusta, y cuando intenta reclamar se encuentra con un burócrata sordo. Y estalla en ira.
Día a día, en Colombia ocurren situaciones que darían para una segunda parte de la cinta. Acá van tres de ellas. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
MiVacuna: un virus que no se actualiza
Mateo se vacunó contra la COVID-19 entre junio y julio de 2021 en Bogotá. Con dos dosis de Pfizer creyó haberse librado del coronavirus. De lo que no se había librado es de la desidia de su EPS y de la ineficacia del Ministerio de Salud y de la Secretaría Distrital de Salud. En diciembre, su certificado digital aún no estaba cargado en MiVacuna, la app que el gobierno implementó al comienzo del proceso de vacunación y cuya ineficacia solo es comparable a CoronaApp y Medellín me cuida, para no ser exhaustivos.
Al día siguiente de que el Ministro de Salud anunciara que los QR estaban disponibles en la aplicación, Mateo notó que el suyo no, pero pensó que el sistema estaba congestionado y sería cuestión de días. Pero cuando no pudo hacer un viaje internacional porque al país al que iba no le bastaba para homologársela un papelito escrito a mano, empezó a padecer las consecuencias de no tener el código QR. El mismo que hoy tiene cualquier cafetería de barrio para su menú.
Decidió entonces enviarle un correo a su EPS pidiéndole, comedidamente, que informaran al MinSalud de la vacuna. Por las dudas, adjuntó la foto del carné, por si se les hubiera refundido el registro. Por teléfono le informaron que ello ocurriría en 5 días hábiles. Pasaron 10, 15 y nada. Envío una queja al Ministerio. No hubo respuesta. Decidió llamar al MinSalud directamente. “Las EPS dicen que el problema somos nosotros, pero no es así, le recomiendo que se ponga en contacto con la Secretaría de Salud. Ellos sí los pueden presionar. Además, las EPS tienen 24 horas para subirlas, hay dos decretos que lo exigen así”, le dijo un bienintencionado muchacho que atendía el call center a las 8am. Días después llegó la respuesta de la Secretaría: que remitirían la solicitud al Ministerio. Cuando el Ministerio respondió, pidió los datos de la cédula para “poder validar”. Y así. Ping pong.
Por fin, una tercera llamada a la EPS le dio la solución: “señor, podría enviar otro correo a esta dirección que le voy a dar, pero yo le recomiendo que vaya a lugar donde se vacunó y pida que le suban su vacuna”. Fue. Aquel día, un señor mal sentado en una esquina miraba un computador y murmuraba: “la página está caída, hay que esperar”. Mateo hizo una fila que, página caída mediante, duró el mismo tiempo que le tomó vacunarse, sin contar lo que tardó en ir hasta allá y volver. Al día siguiente tenía su certificado digital. Siete correos después, cinco llamadas después, seis meses después. Incontables iras después, también.
En medio de todo, dio gracias al Dios de los burócratas: se enteró que una amiga suya se vacunó en octubre en Estados Unidos, con Pfizer también, qué tal que no, y cuatro meses después no había logrado que cargaran su vacuna. También ha hecho llamadas, enviado correos, ha ido a la EPS y no ha habido poder humano que haga que MinSalud se apiade. Un buen día, alguien le sugirió descargar el QR desde el condado del estado donde se la pusieron. Googleó el asunto, llegó a VaxYes, una empresa privada que lo gestiona, llenó un formulario y en 2 minutos y pagando un dólar y medio obtuvo el QR que en Colombia le llegará, quizás, antes de la próxima pandemia.
La DIAN: implacable para cobrar, impasible para certificar
A mediados de 2021, Tomás dictó una conferencia en una universidad española. Tiempo después, le pidieron un documento para terminar de gestionar el pago: un certificado de residencia fiscal en Colombia. Escribió a la DIAN y lo solicitó. Le citaron una norma, y le dijeron que no podían dárselo porque lo había pedido hace poco. Pero fue hace más de un año, les aclaró. Ahora necesito que esté actualizado, les escribió. Que no. Que antes de 4 meses no podían expedirlo de nuevo, así lo indicaba un parágrafo que le transcribieron. Él no lo podía creer: en la misma cadena de correos constaba que habían pasado más de 12 meses. Perdió varios días en este intercambio. Cuando ya se había resignado, algo se le iluminó y entendió que su problema fue no pedirlo como corresponde: certificado de residencia fiscal en Colombia por el año fiscal gravable 2021.
Lo hizo. Pero ahí empezó otra tortura. Que había que hacer la solicitud online. La diligenció. La página prometía expedirlo en 15 días hábiles. Pasaron 20, 25, 30 y nada. Escribió y le respondieron: que qué pena, que “el único documento fiable con el cual se puede demostrar la entrada y salida del territorio nacional es con el certificado de movimientos migratorios que expide la entidad autorizada para estos fines, siendo esta, la Unidad Administrativa Especial de Migración Colombia”, respondió un funcionario anónimo que firma “Buzón de certificados”. Es decir, el Estado parece asumir que quien pide un certificado de que paga impuestos en Colombia debe ser una suerte de Jeff Bezos criollo, luego, Migración debe certificar que solo ha salido del país de vacaciones.
Preguntó, sin éxito, si Migración Colombia tenía algún término para responder o si operaba un silencio administrativo. Que no. Que estaban esperando. Que por fin de año se retrasan estos términos, lo consolaron.
Y recibió un consejo: “si usted lo desea puede de manera personal realizar la solicitud de certificado de movimientos migratorios y cuando tenga el documento lo puede adjuntar a este buzón de correo electrónico”. Es decir, hágalo usted mismo. Se indignó. Y cambió el comedido: “por favor, tengo urgencia de ese documento” por un: “No me parece correcto que los ciudadanos asuman las consecuencias de las demoras de las entidades oficiales. Es insólito que no opere un silencio administrativo para un caso como estos o que la DIAN no tenga un plazo para resolver una consulta interinstitucional. Si yo no les pago a Ustedes el día que se vencen mis obligaciones, al día siguiente me empiezan a cobrar los intereses más altos del mercado hasta que lo haga. Entretanto, llevo 2 meses esperando un simple certificado y aún no lo recibo. Es el colmo”.
Hoy, Tomás se debate entre hacerle un derecho de petición a Migración Colombia, entutelar a la DIAN, o empezar a hacerle una novena a San Judas Tadeo, el santo de las causas perdidas.
Es necesario que tanto los candidatos a la presidencia y el congreso propongan soluciones al problema de la ineficiencia del Estado, de sus paquidérmicas leyes que le complican la vida a la gente y de las incontables ‘corbatas’ con las que se pagan favores políticos y engrosan las entidades públicas.
El SIGEP y el SECOP: la pesadilla de los contratistas del Estado
A mediados de diciembre de 2021, a Alejandra se le terminó el contrato con una entidad del Estado. Sabía que vendría más de un mes sin recibir sueldo, y está de más decir, no tuvo vacaciones, prima ni cesantías, a pesar de que trabajó casi todo el año. Pero estaba confiada: aunque le habían dicho que la ley de garantías entraba a regir el 28 de enero y ya no se podría contratar a nadie más, “el 23 todos deben estar contratados”, le aseguró la responsable de la contratación a finales de noviembre.
El 4 de enero envió los veinticinco (25, leyó bien) documentos que le pidieron para renovarle el contrato, incluida la constancia no estar incluida en la “Lista Clinton” y el diploma de bachiller (Alejandra tiene Doctorado). Como no recibía ninguna noticia, el 23 hizo una llamada para preguntar: no le dieron razón. Que había que esperar, le dijeron. El 26 envió un WhatsApp al responsable administrativo y la dejó en visto. Tuvo un mal presentimiento, pero la suerte estaba echada: sus papeles estaban en regla, o al menos, eso le dieron a entender.
El domingo 30 se armó de valor y le preguntó por su contrato a la misma persona que dos meses atrás le había dado como un hecho su contratación: “el viernes pregunté por tu contrato y me dijeron que no iba a salir. Sé que en la entidad ha habido muchos cambios”. El porqué era un misterio. Nunca nadie le dijo nada. Simplemente su contrato se desvaneció en aquellos días como un castillo de arena en la orilla del mar.
Trabajar para el Estado como contratista había sido para Alejandra lo más parecido a un partido de la selección Colombia: frío, sin alma y con resultados predecibles. Además, los jefes rotaban cual carrusel, el envío de las cuentas de cobro, la seguridad social y la ARL (¿qué riesgo profesional puede correr alguien que trabaja desde su casa?) tenían fecha de entrega, pero los pagos no: llegaban a fin de mes, aunque usualmente, el siguiente mes. Y así.
Pero que nadie se hiciera responsable de la decisión que alguien había tomado en la entidad y no se la hubieran comunicado oportunamente fue la cereza del pastel. Al menos le habrían evitado desperdiciar dos días de su vida descargando certificados, llenando formularios y lidiando con el SIGEP II y el SECOP.
¡Es el Estado, estúpido!
La actual campaña a la Presidencia y al Congreso está girando en torno a la dialéctica continuismo o cambio. Si las opciones alternativas que dicen representar varios candidatos quieren encontrar una gramática que llegue a los ciudadanos, deben empezar por tomarse en serio el problema de la ineficiencia del Estado, de sus paquidérmicas leyes que le complican la vida a la gente y de las incontables ‘corbatas’ con las que se pagan favores políticos y engrosan las entidades públicas. Y proponer soluciones.
Pero, sobre todo, deberían comprometerse en cambiar la manera persistente como se maltrata al ciudadano, las respuestas prefabricadas de quienes atienden los canales de atención, y esa idea tan indigna como frecuente de que, si usted quiere algo acá, tiene que llamar, escribir, ir hasta allá, e insistir una y otra vez. Como pidiéndole limosna a un Estado que se sostiene, parece que lo olvidan, con nuestros impuestos. Y entre tanto, los vivos de turno exprimen el erario con sus mañas e influencias y cuando los descubren, el funcionario público de turno se victimiza, no asume ninguna responsabilidad y anuncia más leyes.
Algunos diagnósticos de nuestra historia política han abusado de la tesis de que existen condiciones objetivas y estructurales que explican la violencia, la desigualdad, la corrupción y la ineficacia del Estado. Pero es indudable que hay muchas razones estructurales para que el Estado funcione como funciona, no es únicamente cuestión de voluntad política de los gobernantes de turno, y sus disfuncionalidades no solo son consecuencia de la corrupción de este contratista o de aquel cartel.
No hay gobierno, por bueno que sea, que pueda sobresalir en medio de un Estado que no controla eficientemente, que no hace cumplir sus leyes y que trata al ejército de contratistas que le sirven con el desdén que se les reserva a los contradictores políticos.
El sentimiento difuso de ira, resentimiento y frustración que sienten hoy muchos ciudadanos tiene mucho que ver con el trato irrespetuoso que reciben cada vez que terminan engullidos por las fauces del frío Leviatán. La dignidad tendría que ser la costumbre.
Iván Garzón Vallejo
Investigador asociado de la Universidad Autónoma de Chile. Su libro más reciente es: “Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano” (Ariel, 2020). @igarzonvallejo