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El 5 de junio de 1967, hace 55 años, la primera edición de “Cien años de soledad” se publicaba en Buenos Aires, Argentina, por la editorial Sudamericana.

“Cien años de soledad” llegó para satisfacer una necesidad humana ancestral: el insaciable apetito por el relato interesante y enigmático que se apropia de la realidad y la proyecta cargada de suspenso y significación.

En el quinto piso y medio de su edad, Cien años de soledad sigue siendo un libro inagotable que se abre como una caja mágica de la cual se desprenden innumerables prodigios, desapercibidos o imperceptibles en lecturas anteriores, y la metáfora viva de Macondo, abierta a múltiples interpretaciones y rica en sugerencias, que continúa develando la otra cara de la realidad colombiana y latinoamericana. El simbolismo de Macondo permite a García Márquez no sólo trascender el esquematismo de la alegoría, sino, al mismo tiempo, liberarse del lastre del realismo social y sicológico del siglo XIX, mediante el ejercicio deliberado de la imaginación como eje de la creación literaria. De allí que los estudiosos hayan visto en la novela una especie de Biblia de la América latina con su génesis y su apocalipsis, abarcando los exódos y las plagas pestilentes de los prepotentes e ineptos políticos nacionales y el imperialismo económico.

En un continente descuadernado por la violencia y su eterno presente de penuria y depredación, debidos a la inepcia de sus gobernantes y a la falta de solidaridad de sus habitantes resignados a una historia de sucesivos e incesantes fracasos, la novela llegó hace 55 años para llenar un vacío: la ausencia de una memoria común, de un texto que tejiera un espacio apto para el encuentro de nuestras afinidades y la superación lúcida de las diferencias, un ámbito habitable, una casa de puertas abiertas con sus espejos y sus hamacas y sus acordeones trashumantes.

Cuando la novela latinoamericana tenía incómodos a sus lectores con la heterodoxia narrativa del boom – los laberintos verbales, los juegos con el tiempo, la fragmentación del espacio, la multiplicidad de perspectivas y la acumulación de alusiones eruditas en diversos idiomas, entre otros rasgos-, Cien años de soledad llegó para satisfacer una necesidad humana ancestral: el insaciable apetito por el relato interesante y enigmático que, dotado de una íntima coherencia (sin hilos sueltos) y un poder de convicción irresistible, se apropia de la realidad y la proyecta cargada de suspenso y significación.

No sobra señalar que ese suspenso de la novela no solo se da al nivel de las acciones, sino asimismo en cada frase. Es tal la elaboración verbal de García Márquez que cada página nos sorprende con sus aciertos, sobre todo, en el terreno de la adjetivación, lo que le confiere al texto una gran plasticidad para que el lector imagine con precisión los sucesos. La riqueza del lenguaje, la belleza y la felicidad del estilo, la sensorialidad de las descripciones de lo más cotidiano logran, a menudo, un efecto de extrañamiento al mostrarle al lector de manera asombrosa lo más común –los imanes, la pianola, una lupa, la cola cartilaginosa de un cerdo, un bloque de hielo, una dentadura postiza en un vaso– como algo nunca visto.

En un continente descuadernado por la violencia y su eterno presente de penuria y depredación, debidos a la inepcia de sus gobernantes y a la falta de solidaridad de sus habitantes resignados a una historia de sucesivos e incesantes fracasos, la novela llegó hace 55 años para llenar un vacío: la ausencia de una memoria común.

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Portada original de la primera edición de la novela cumbre de Gabriel García Márquez.

Razones de su éxito

Entre las múltiples razones que han contribuido al éxito de la novela cabe destacar el veredicto favorable del lector asaz agradecido con la cortesía de la claridad de esa novela que, como en la tradición oral de los cuentos de la abuela o los antiguos cantos juglarescos, retoma el asombro, el hechizo, la magia primitiva y placentera de la narración, en la que la imaginación recupera sus poderes demiúrgicos.

Muy ligada a la razón anterior, cabe resaltar la afirmación de la cultura popular, la actitud carnavalesca frente al mundo, los toques cómicos por medio de la exageración y el humor satírico que cuestionan el mundo oficial y el poder, los códigos sociales, el lenguaje literario, los tabúes el cuerpo y el sexo como medio eficaz para aproximarse a zonas claves de la condición humana. Al postular la literatura como el mejor invento para burlarse de la gente, la novela propina un golpe certero a la gravedad, el trascendentalismo, la pesantez y la retórica, tan habituales en la literatura colombiana.

En sus casi cuatro centenares de páginas, una virtud capital de Cien años de soledad es el dinamismo del relato resultante de las tensiones entre lo real y lo imaginario, la vida y la muerte, lo comunicable y lo inefable, el pasado y el futuro, lo local y lo universal, lo individual y lo colectivo, lo histórico y lo legendario, lo cotidiano y lo mítico, el tiempo lineal y el circular, y el diálogo, sin complejos, y la voluntad de hallar una síntesis entre autores y obras, a veces antitéticos, como Homero y Sófocles, La Biblia y Las mil y una noches, Rabelais y Cervantes, La Celestina y El Lazarillo, las crónicas de la conquista y la poesía del Siglo de Oro, Thomas Mann y Faulkner, Kafka y Camus, Huxley y Capote, Borges y Rulfo, Rómulo Gallegos y Hemingway, Asturias y Cortázar, Fuentes y Carpentier, Joyce y Virginia Woolf, Luis Carlos López y José Félix Fuenmayor, Ramón Vinyes y Clemente Zabala, Álvaro Cepeda y Héctor Rojas Herazo, Nathaniel Hawthorne y Elena Garro.

Cien años de soledad constituye, a su vez, una síntesis de géneros narrativos: la poesía épica, la novela de caballerías, las crónica de viajes y de la conquista, el cuento oral, la novela de aventuras, el cuento literario, la novela realista, el cuadro de costumbres del siglo XIX, la poesía simbolista, los mitos bíblicos y grecolatinos y las leyendas históricas latinoamericanas. No obstante, la novela va más allá de la incorporación de numerosos mitos universales como el eterno retorno, la expulsión del paraíso, la Arcadia, el árbol de la vida, la madre arquetípica, la pareja fundacional, el pecado original, el hijo pródigo, el judío errante y la guerra entre hermanos, y logra integrarlos con el pensar mítico de los aborígenes americanos, que borra las fronteras entre lo real y lo imaginario.

De ese diálogo permanente con diversas tradiciones literarias, integrado con la recreación minuciosa en la novela de los rituales de la vida cotidiana (la visita de novios, el velorio, la iniciación sexual, los trajines de la casa, los protocolos del luto, la primera borrachera, las pilatunas escolares), surge otro rasgo sobresaliente de la novela, su universalidad, la cual ha permitido la identificación de los lectores de diversas nacionalidades con su galería de personajes masculinos y femeninos y el influjo de la obra en numerosos escritores nacionales y extranjeros.

Tras la aparente sencillez de novela tradicional, derivada de una narración lineal con un narrador omnisciente que cuenta, con mínimos diálogos, en un tono imperturbable, sucesos increíbles, Cien años de soledad es una novela de ruptura que pasa por encima de las convenciones del realismo naturalista y de la novela sicológica. Al integrar la tradición realista de la novela de la tierra y la novela de protesta social, con la narrativa de vanguardia de William Faulkner, James Joyce y Virginia Woolf, García Márquez cuestionó el canon regionalista dominante en Latinoamérica y la tradición literaria colombiana, sumisa a las modas foráneas, de espaldas a la nación y desconectada de la historia.

Ariel Castillo Mier

Licenciado en Filología e Idiomas de la Universidad del Atlántico, magíster en Letras Iberoamericanas en la UNAM, de México, y doctorado en Letras Hispánicas en El Colegio de México. Profesor de la Universidad del Atlántico.