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Integrantes de una danza de Congo, aporte de los cabildos negros que en época de la colonia se celebraban en Cartagena de Indias. Foto: Carnaval de Barranquilla.

“Nada es mejor que un barranquillero, salvo un barranquillero en carnaval”, afirma Juan Gossaín en este breve y carnavalesco ensayo publicado en el libro Carnaval de Barranquilla. La fiesta sin fin.

Los filósofos suelen decir que lo único que nos hace iguales a todos los hombres es la muerte. Discrepo. Alguna vez escribí que el Carnaval de Barranquilla es la verdadera tabla rasa que mide a la gente sin hacer distinciones: con un disfraz de capuchón encima, son idénticos el amo y el siervo, el patrón y su empleado, la distinguida dama que va al gimnasio del Country Club y su cocinera gorda que no hace ejercicios, o el descendiente de esclavos africanos y el de los pioneros alemanes que inventaron la aviación.

Si en algo se parecen el carnaval y la muerte, para que sigamos echando filosofía, es en que ambos son exactos al juego del ajedrez: terminada la partida, el rey y los peones vuelven a la misma caja. Pero en Barranquilla el muerto es Joselito Carnaval, rey de la fábula colectiva, que estira la pata el último día, el martes, y sus viudas, pintarrajeadas, con chalinas de luto, olorosas a ron de monte y con lágrimas de cocodrilo, lo lloran a grito pelado en mitad de la calle. Lo despiden con alaridos desgarradores hasta el año entrante. Un consejo, entre paréntesis, para los inexpertos en misterios carnavalescos: cuando vayan al Carnaval, ni se les ocurra levantar la tapa del humilde ataúd de Joselito, por mucho que les insistan y los sonsaquen. A lo mejor les saca un ojo. O a lo peor. Yo sé por qué lo digo.

Recomiendo que tampoco se les ocurra la desgraciada idea de dárselas de gramáticos o de intelectuales con esas gentes tan imaginativas y graciosas. No aclaren nada, no digan nada, y si abren la boca que sea para tomarse un trago. Salud. O para reírse. 

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Cumbiamberos en tránsito festivo en un desfile de Carnaval. Foto: Sputnik News.

Lo digo porque cierta vez, en medio de la gran mascarada de la Batalla de Flores, entre cumbiambas y banderas de raso, desfilaba una comparsa bajo el plomo derretido de un sol de sábado abrileño en la Vía 40. Harapientos, desnutridos, piojosos, pero con unos horribles fusiles de palo, llevaban en hombros un pedazo de helicóptero hecho de cartón. Era una parodia risueña del mazacote de miseria y violencia que han padecido los colombianos. En lo alto del helicóptero, con letras de brocha gorda, habían escrito “FAC. Fuerzas Ambrientas de Colombia”. Puse mi mejor cara de académico de la lengua –pendejo que es uno–, bajé hasta ellos y le dije a su capitán:

—Perdone usted, pero hambre se escribe con h.

El hombre, con una voz fingida de inocente, me contestó:

—Ya lo sé, mi hermano. Pero es que teníamos tanta hambre que nos comimos la h.

Me sentí como una cucaracha en el baile de las gallinas. Esa tarde aprendí la más importante de todas las lecciones de filosofía carnestoléndica: la vida no está hecha de severidades y rigores, sino de una profunda bacanería, de burlarse de las penurias, de saber que si no tuviera sueños ni utopías la vida no sería más que un largo ensayo para la muerte. La vida, en fin, es como el carnaval. Debería ser como el carnaval. 

En Barranquilla, tal como ocurría en la antigua Roma, conservan las tradiciones del carnaval con tanta fidelidad que hasta la fecha reservada para su celebración es exacta e invariable: entre los primeros cristianos del imperio, que se escondían en las catacumbas, llamaban carnaval al jolgorio que se desataba como un torbellino cuarenta días antes de la Semana Santa y que terminaba el día anterior del miércoles de Ceniza, cuando empieza la cuaresma. 

La propia palabra carnaval significa eso: carne levare, quitar la carne o suspenderla. Se acabaron los abusos de la carne porque ahora viene la pasión de Cristo. Pasó la fiesta enloquecida, muchachos, y ha llegado el instante del recogimiento. Es la sabiduría antigua de divertirse antes de entrar en la sobriedad. 

Así es el carnaval auténtico. En medio de la barahúnda, son iguales el Presidente de la nación y los fondillos del hombre que baila un trompo.

Nada es mejor que un barranquillero, salvo un barranquillero en carnaval. El presidente Carlos Lleras Restrepo, uno de los hombres más serios y juiciosos que he visto en mi vida, me contó con una sonrisa de complicidad lo que le ocurrió en el Carnaval. Lo habían invitado en su carácter de jefe del gobierno y lo sentaron, naturalmente, en la primera fila del palco de personalidades.

De repente se acercó a él un personaje legendario que parecía inofensivo, el hombre que hacía bailar el trompo sobre el pavimento de la avenida. 

—Con su permiso, señor Presidente, y con su venia –le dijo, en tono de solemnidad–, me gustaría mostrarle mi espectáculo.

—Adelante –lo autorizó Lleras, que no sabía ni sospechaba que el pantalón del hombre estaba descosido desde el final de la bragueta hasta la espalda.

Enrolló la pita en la espiga del trompo de guayacán. Lo lanzó al suelo. El Presidente observaba con absoluta concentración. El trompo bailaba sin parar, serenito. El hombre miraba al Presidente y el Presidente miró al hombre.

—¿Y esa es toda la gracia? –le preguntó.

—No –contestó con aires de triunfo–. En la política, como en la vida, señor Presidente, la gracia no está en bailar el trompo, sino en saberlo coger en la uña.

—Se agachó a recogerlo –me contaba el Presidente– y usted no se imagina lo que vi en ese momento.

Así es el carnaval auténtico. En medio de la barahúnda, son iguales el Presidente de la nación y los fondillos del hombre que baila un trompo. La gracia consiste en saberlo coger. Al trompo del Carnaval, quiero decir, y no a lo que guardaba el fondillo de aquel hombre.

Con el permiso de ustedes, y con su venia, me concedo finalmente la libertad de ser vanidoso. Espero que este arrebato sea momentáneo, porque ya se sabe que el orgullo es pecaminoso, aunque sea en Carnaval.

El año pasado me concedieron la condecoración de honor del Carnaval, el gorro de colorines del Congo Grande, nada menos, tachonado de espejos y con sus largas ínfulas vapuleadas por el viento que soplaba esa noche en la plaza de la Aduana. Generosa que es la gente como Carla Celia. De qué me asombro, si son barranquilleros.

Lo conservo en el lugar más sagrado de mi casa, en una urna con clave de caja fuerte y vidrios blindados para evitar que venga el fantasma de Joselito y me lo robe. Una amiga que llegó de Bogotá me hizo las consabidas preguntas: ¿qué es eso, qué significado tiene, de qué está hecho? Se las respondí una por una.

—¿Y por qué lo guardas con tantos cuidados? –me dijo, por último

—Lo tratas como si fuera un honor.

—Porque lo es –le respondí–. Es como si en el Vaticano me hubieran otorgado la medalla de la Hostia de Oro.

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Juan Gossaín

Escritor y periodista colombiano. Se desempeñó desde 1984 hasta 2010 como Director Nacional de Noticias RCN. Es autor, entre otras  de las obras de ficción y no ficción.  La mala hierba (1981), La balada de María Abdala (2003), La memoria del alcatraz (2015) y Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje (2018).

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