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Ilustración: Flickr, Internet Archive Book Images – Guillermo Solano.

En Acento, la sección cultural de Contexto, un cuento del escritor Fabián Buelvas.

Para Camilo Rodríguez

Dos perros han estado siguiéndonos desde que comenzamos a caminar por Juárez. Pensé que los perderíamos en Balderas, pero el animal de calle tiene maña. Cruzaron el semáforo en rojo y nos alcanzaron.

Ezra y una mujer van delante de nosotros. Jorge y Luisa, detrás de los perros, siguen del otro lado de la avenida.

Pepe se ríe y me dice que los enamorados nunca tienen afán.

Después continúa hablando de Varsovia.

Ya no recuerdo qué decía, han pasado dos años desde aquella caminata. Vamos para Bucardón, en Donato Guerra, al lanzamiento de un libro. Tanto que es capaz de guardar la memoria y la mía se fija en el nombre de un bar. Es la noche del jueves 18 de octubre de 2018, lo sé porque la editorial conserva un post del evento en su cuenta de Instagram. Deben ser como las 7:00 p. m.

Aquella noche hacía frío, creo. Me veo a mí mismo con una chaqueta gris de cuello alto que me traje de Barranquilla, o tal vez tenía puesta una sudadera de jerga negra con rayas naranja que compré días antes en Real de Catorce. Pepe habla de Varsovia y a mí me parece que él es una buena persona. Pequeño, siempre sonriente, te tranquilizas de solo verlo. Él no lo sabe, por supuesto, la gente bondadosa es incapaz de advertir sus virtudes. Habla, manotea y sonríe, y esa es toda su gloria.

Los perros nos alcanzan. Uno camina a mi lado y otro al lado de Pepe. El mío es gris y lanudo, con una mancha blanca en el lomo. El otro es negro y cojea en una de sus patas delanteras. Pepe sigue hablando de Varsovia y yo asiento con la cabeza. ¿Qué me habrá dicho esa noche, qué sería? Es estudiante de canto, ópera para más señas, quizá me hablaba del Gran Teatro, de su universidad o del Parque Łazienki. Leo en Wikipedia que esos lugares son los más importantes de la ciudad. El perro gris mira hacia el frente, cabeza inmóvil, orejas arriba. Avanza dando saltitos, su lengua seca y rosada se bambolea. Quizá estos perros tienen dueño, pienso, tal vez un taquero o un vigilante de carros de la colonia Centro.

El perro negro sangra. No puede seguir.

—Pepe, mira.

El animal se echa en la acera, lame su pata y aúlla hacia el cielo. Su lamento detiene nuestro paso. El gris se acerca, lo huele y se hace a un lado. Pepe y yo nos quedamos de pie, sin saber qué hacer.

Jorge y Luisa nos alcanzan.

—Zafamos –dice Jorge–, vamos a tomar el metro en Hidalgo.

Se fueron sin reparar en los perros. Los vi cruzar Juárez tomados de la mano, muy juntos, la mirada al piso y los pasos largos. Jorge cubría la cabeza de Luisa con una revista.

Es cierto, llovía.

Más adelante, en Reforma, un Metrobús se detiene en el semáforo, atravesándose entre ellos y yo. Para cuando arranca ya los he perdido de vista.

Pepe saca un paraguas del bolso y protege a los perros. La lluvia es suave, de esa que no termina de mojarte. De la que hace brillar la ropa.

Ezra y la mujer fuman en la esquina de Juárez con Iturbide. Les hacemos señas para que se acerquen, pero no nos ven. Saco mi celular para llamarlo. Mientras marco recuerdo que no tengo saldo. Para qué tener, si en unas semanas me voy del DF.

Hace dos años que regresé a Barranquilla.

—Vámonos –le digo a Pepe.
—Ya levántate, cabrón.

El perro negro nos mira. Se resbala un par de veces en el piso húmedo, pero finalmente logra sostenerse sobre sus tres patas buenas. La pata lastimada ha dejado de sangrar. El gris lame la herida de su compañero.

Dejamos atrás a los perros y nos reunimos con Ezra y la mujer.

—Es aquí no más –dice él, limpiando los lentes con su camiseta–. Vamos por Bucareli.

La mujer usa gafas rojas. Están secas, al igual que su camiseta negra y su pelo rubio, como si la lluvia no hubiera sido con ella. Ezra nos presentó antes de empezar a caminar, pero no recuerdo su nombre.

El perro negro nos mira. Se resbala un par de veces en el piso húmedo, pero finalmente logra sostenerse sobre sus tres patas buenas. La pata lastimada ha dejado de sangrar. El gris lame la herida de su compañero.

Pepe olvida Varsovia y habla de Oaxaca. Allá nació, dice, en un pueblito llamado Quiegolani. Es un gran nombre, lo repito en mi mente para no olvidarlo. Quiegolani, Quiegolani, Quiegolani. De ahí puede salir una buena historia.

La verdad es que no he vuelto a escribir desde que regresé.

En Quiegolani viven menos de mil personas, todos ellos zapotecos. Hablan en su idioma, casi nadie entiende español. Pepe aprendió adolescente, cuando se mudó a la capital. No ha vuelto al pueblo, dice, porque allá no hay nada.

—Nunca hubo nada –aclara–, pero antes me gustaba eso, ajá.

Su familia tiene tierras al este del pueblo, en las faldas de las montañas. Antes sembraban maíz, hasta que en Ciudad de México descubrieron el mezcal y la gente se volvió loca. Los aldeanos tumbaron de prisa el bosque, sembraron agave sobre la tierra yerma y abrieron un camino hasta Yautepec para comercializar. Los hermanos mayores de Pepe eran los encargados de entenderse con los jornaleros y de transportar el mezcal en una Ford F-150 de 1987. El mezcal se llamaba Hacienda y se vendía bien. Un día, de camino a Yautepec, un armadillo se atravesó en el camino (la palabra que usó Pepe fue jueche), quisieron esquivarlo de rapidez pero una F-150 no está para esos trotes. Perdieron el control de la camioneta y rodaron montaña abajo hasta la vera de un arroyo. Después del entierro su padre decidió cambiar el nombre del mezcal. Ahora se llama Los Hermanos Muertos.

—Un día la nada del pueblo empezó a apretarme el pecho y me fui, ajá.

Dentro, Bucardón huele a limón y cigarrillo. El lugar es una especie de basement de película de heroinómanos, intencionalmente pintado de gris, iluminado con luz amarilla para dar la sensación de que todos los que estamos ahí compartimos un horrible secreto. La mujer se separa de nosotros y se dirige a una mesa al lado de la entrada. Presentará el libro junto con dos tipos. Esta noche, el gran terremoto, se llama. Los dos tipos y el escritor son barbudos, uno de ellos es más viejo que el resto. Pepe y yo pedimos cerveza y vamos al fondo del bar. Ezra se queda en la entrada, hablando, todo el mundo parece conocerlo.

—Quiegolani es como Varsovia, ajá –continúa Pepe.
—¿Por qué?

Me mira asombrado, como si le hubiera preguntado una imprudencia.

—Pues… no lo había pensado. Lo sé, pero no sé por qué, ajá.
—…
—De pronto es porque todo el tiempo están pensando en morirse.
—¿Cómo es eso?
—Como si fuera a pasar algo terrible pronto.
—En todos lados es así.
—Pero en mi pueblo y en Varsovia la gente deja sus cosas en orden para que la muerte no los sorprenda.
—Eso ya es más raro.
—Igual se mueren, ajá.

Tomamos dos cervezas más. Quizá tres, qué sé yo. Quisiera tener certeza de aquella noche. Después de Bucardón no recuerdo nada del DF, es como si me hubiera ido de la ciudad al salir del bar. Estuve veinte días más pero fueron un sueño, imágenes inconexas que se chocan, se entrecruzan y jamás se organizan.

Una vez acaba la presentación salgo a tomar aire. Aquí mi último recuerdo:

Afuera, cruzando Donato Guerra, los perros de Juárez mordisquean una bolsa de basura. La bolsa se rompe y aparecen huesos de pollo. Entonces los perros comienzan a pelear hasta que el gris muerde la pata mala del negro. Toma la comida y se va. Su compañero herido se queda chillando al lado de la bolsa de basura.

Pepe sale del bar, sonriente.

—Adentro venden Los Hermanos Muertos –dice.
—¿Pedimos uno?
—Nonono, si vale un chingo. Además en mi departamento tengo. ¿Esos no son los perros de ahorita?
—Ajá.
—Se va a morir ese animal.

En la esquina hay un Seven Eleven. Pepe me pide que lo acompañe a comprar comida para perros.

Fabián Buelvas

Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Ha escrito para El Malpensante, El Heraldo y Corónica. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. Es profesor de Psicología en la Universidad del Norte.