“La biblioteca es el laberinto donde se encuentra el centro del universo, y en sus estantes, la infinita posibilidad de la literatura se refleja en la infinita complejidad del hombre”: Jorge Luis Borges. Foto: La Tercera.
En 1924, tras una larga estadía en Europa, donde había iniciado su carrera literaria, el gran escritor argentino volvió a su ciudad natal y echó nuevamente raíces en ella, lo que constituyó un acontecimiento crucial para él, para su obra y para las letras del mundo.
El martes 3 de febrero de 1914, un adolescente llamado Jorge Luis Borges Acevedo abordó con su familia en el puerto de Buenos Aires el vapor alemán Sierra Nevada y zarpó rumbo a Europa. Al cabo de unas semanas, el barco atracó en Lisboa, de donde los Borges siguieron hacia otras ciudades de otros países, deteniéndose siempre por breves días, hasta instalarse por último en Ginebra. En la plácida y neblinosa ciudad suiza, el joven Borges cursó su bachillerato, tras de lo cual, a principios de septiembre de 1918, él y los suyos se mudaron a Lugano, al sureste de ese mismo país. En mayo de 1919, se trasladaron a España y allí vivieron durante casi dos años: en Palma de Mallorca, en Sevilla, en Madrid. Finalmente, y luego de una permanencia de siete años en total en Europa, regresaron a Buenos Aires en marzo de 1921.
Pero volvieron a Europa en julio de 1923. Esta vez se quedaron sólo por un año, exactamente hasta el 30 de junio de 1924, cuando, partiendo de Lisboa, cruzaron de nuevo el Atlántico en un viaje sin contratiempos, de modo que el sábado 19 de julio ingresaron en el lento Río de la Plata y poco después desembarcaron en Buenos Aires. Fue el retorno definitivo al país natal. Ya nunca más, a lo largo de sus siguientes 61 años de vida, Borges suspendería su residencia en Buenos Aires, salvo cuando, seis meses antes de su deceso, marchó a Ginebra con la expresa finalidad de morir sin asedio ni ruido mediáticos.
Ahora bien: ¿se imaginan ustedes que nunca hubiera regresado a Argentina y que en consecuencia hubiera hecho toda su carrera de escritor en Europa y que acaso sólo al final de su vida, casi nonagenario y nostálgico, hubiera vuelto a su terruño con el único fin de morir y ser enterrado, junto con sus mayores, en el cementerio de la Recoleta? Esa suposición no es infundada y enseguida veremos por qué.
Fue en Europa donde Borges inició seriamente su vida literaria. Empezó componiendo sonetos en inglés y en francés, y abrazó con entusiasmo el expresionismo alemán. El 20 de agosto de 1919, hizo su debut público con un texto en prosa que salió a la luz en un periódico ginebrino; meses más tarde, y siendo ya militante del utraísmo –movimiento vanguardista español–, publicó su primer poema en la revista Grecia, de Sevilla: “Himno del mar” (por el cual fue llamado… ¡el cantor del mar!).
A partir de allí, se convirtió en un intenso colaborador de diarios y revistas españoles, en los más variados géneros: poemas, artículos, prosas poéticas, notas críticas, reseñas, traducciones, manifiestos. Vital, laborioso, el joven Giorgie, como era conocido en la familia, parecía no darle ningún descanso a su pluma de letras microscópicas. Al mismo tiempo, participó por primera vez en tertulias literarias, como las dos madrileñas del café Colonial, presidida por Rafael Cansinos Asséns –una figura que siempre evocaría con el afecto que se le rinde a un maestro–, y la del café Pombo, presidida por Ramón Gómez de la Serna.
En Palma de Mallorca, escribió sus dos primeros libros: uno de poesía, cuyo título iba a ser Los himnos rojos o Los ritmos rojos, que le cantaba a la reciente Revolución bolchevique, y otro de ensayos literarios y políticos, Los naipes del tahúr. Ambos los destruiría al poco tiempo.
La Buenos Aires de 1924, en una estampa del Capitolio de la época. Abajo, Borges a la edad de 25 años. Foto: Period Paper e Historia Hoy.
Habría bastado que el padre del joven escritor hubiera acatado el deseo resuelto de éste y de su hermana para que la hipótesis de un Borges radicado para siempre en Europa se hubiera cumplido. ¿Qué clase de escritor habría sido entonces?
Fue también en ese período europeo donde hizo sus primeras grandes amistades: Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, dos compañeros de aula en Ginebra, ambos de origen judío-polaco, y los poetas ultraístas españoles Adriano del Valle y Jacobo Sureda. Con Abramowicz, del Valle y Sureda mantendría una larga correspondecia entre 1919 y 1928.
Por eso no es de extrañar que a Borges no le gustara la decisión de su padre de regresar a Argentina. “A todos —incluso a Norah [su hermana]— nos desagrada volver a América”, le escribió a Del Valle días antes de embarcarse para el primer regreso. “Espero estar de vuelta en España antes de un año de destierro”. ¡Irse a vivir a Buenos Aires suponía para él un destierro!
Así que, efectivamente, habría bastado que el padre del joven escritor hubiera acatado el deseo resuelto de éste y de su hermana para que la hipótesis de un Borges radicado para siempre en Europa se hubiera cumplido. ¿Qué clase de escritor habría sido entonces? ¿Se hubiera quedado en España, la patria de sus entonces muy admirados Quevedo, Saavedra Fajardo y Torres Villarroel? Por supuesto, de haberlo hecho, sólo habría postergado el retorno a Buenos Aires hasta 1936, año en el que estallaría la guerra civil española y que lo habría obligado a “exiliarse” otra vez en el Sur. Pero ¿por qué no pensar que se hubiera establecido en Inglaterra, la tierra de una rama de sus antepasados paternos, y que incluso hubiera adoptado el inglés como su lengua literaria, ya que era una de sus dos lenguas nativas? En fin, imaginar los detalles de este otro Borges con residencia en Europa daría para una espléndida ucronía que nadie hubiera podido escribir mejor que él mismo.
Lo que sí está claro es que, en todo caso, habría sido un escritor muy distinto del que efectivamente fue. Porque, en la configuración de su ancha literatura, Buenos Aires –cuyo redescubrimiento empezó a hacer en su regreso parcial de 1921 y proseguiría a partir de su regreso definitivo de 1924– constituye un eje esencial, tal como se hace ya evidente en su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), y se afianza y ahonda enseguida en los próximos cinco libros, desde Luna de enfrente (1925) hasta Evaristo Carriego (1930). Ese criollismo porteño suyo, aunque posteriormente asimilado por su erudito universalismo, nunca desaparecería en él y estaría presente hasta en sus últimos libros, con sus elementos entrañables: los arrabales, los almacenes, los patios íntimos, los ponientes de la pampa, el Once, Macedonio Fernández, las milongas…
De ahí que aquel viaje de hace exactamente cien años, mediante el cual dejó Europa y echó nuevamente raíces en la capital argentina, haya sido de veras un acontecimiento crucial para él, para su obra y para las letras del mundo: porque, como él mismo reconocería después, esa ciudad, que entonces creía que era sólo ya su pasado, sería todo su porvenir.
Rusia
La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje
con gallardetes de hurras
mediodías estallan en los ojos
Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kremlin
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente
En el cuerno salvaje de un arco iris
clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas
Jorge Luis Borges, de su primer libro de poemas Los himnos rojos.
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Joaquín Mattos Omar
Santa Marta, Colombia, 1960. Escritor y periodista. En 2010 obtuvo el Premio Simón Bolívar en la categoría de “Mejor artículo cultural de prensa”. Ha publicado las colecciones de poemas Noticia de un hombre (1988), De esta vida nuestra (1998) y Los escombros de los sueños (2011). Su último libro se titula Las viejas heridas y otros poemas (2019).