En la tarde la gigantona es el alma del pueblo. Esta y todas las fotos: Linda Esperanza Aragón.
Desde el Magdalena profundo, un relato visual o más bien una invitación a pueblear y gozar la vida con los habitantes de un corregimiento de nuestra geografía costeña.
Las tradiciones son las pulsaciones de los territorios y Bomba, Magdalena, palpita tan fuerte que estalla de alegría durante sus fiestas anuales celebradas –llueva, truene o relampaguee– en mayo.
Sí, Bomba, así se llama este corregimiento del municipio de Pedraza, una pequeña población del Magdalena rodeada por la ciénaga de Zapayán ubicada en la subregión del río Magdalena. Cada año trato de visitarlo para gozarme sus fiestas y revivir mi infancia. De niña, cuando vivía allí, deseaba que llegara mayo rápido para bailar por los vericuetos y caminos del pueblo.
Al hablarle a las personas de esta tierra a veces se alarman e intrigan por su nombre, preguntan si es una zona peligrosa. Hay quienes lo confunden con Tierra Bomba, Bolívar. Nunca falta el que se ríe del gentilicio y hace chistes: “En caso de incendio llame a los bomberos”. De cualquier manera, les sugiero que viajen para que lo conozcan, especialmente en época de fiesta. Solo puebleando se le conoce las entrañas a los lugares.
Las fiestas de mayo nunca se habían interrumpido, pero en 2020 y 2021 no se llevaron a cabo debido a la pandemia de COVID-19. El silencio y la soledad en las calles reinaron.
La notificación: ¡empezaron las fiestas!
Los porros tradicionales como La Lorenza, La puya del diablo o La espuela del bagre no fallan.
Los juegos y la diversión para los más pequeños no faltan durante las fiestas.
Todavía recuerdan y cuentan que la señora Carmencita, que nada más baila una vez al año, se imaginaba con su pollera en la plaza del pueblo gastándose las suelas de las sandalias. Pío tenía la ropa lista en el escaparate para lucirla por la tarde y sudarla por la noche. Henry añoraba tocar el redoblante y poner a gozar a sus paisanos. “El Negro Chuela” había comprado un congelador para las cervezas y el ron que iba a vender. La gigantona –esa mujer mastodóntica que casi roza el cielo con atuendos de colores vistosos, y que pasean por las calles cada año–, se quedó arrinconada. Y la pandemia consiguió que triunfaran la nostalgia, la quietud en el pueblo y las conversaciones desconsoladas:
—¡Ay!, Dios mío, llévate lejos a ese coronavirus –gritó Bertina mientras fritaba unas arencas.
—Ojalá mande un viento fuerte que se lo lleve –le contestó su hija Concepción, al tiempo que sacaba la yuca caliente de la olla.
—Que se lleve esa vaina, pero que no me apague el fogón –dijo Bertina.
—El nuevo sombrero de caña flecha que me regalaron se va a quedar enganchado en el clavito del cuarto –afirmó Fermín.
—¡Hombe! El próximo mayo se lo estrena y se va a echar buen fresco con ese sombrero pa’ espantar al fogaje –le contestó un vecino.
Bomba pide porro… y tiene porro.
Los niños y sus abuelas salen a las calles a disfrutar las fiestas de mayo.
Los compadres se encuentran en las esquinas y contemplan el desfile de la gigantona.
—Que no se me vaya a desafinar el redoblante con el paso del tiempo –se quejó Henry.
—Tócate algo en el patio, los oídos no están en cuarentena –le respondió Clara, su mamá.
—Y yo que quería bailar ‘La Lorenza’ en la plaza con la pollera roja –sollozó Carmencita.
—Que no se le vayan a dormir las coyunturas porque usted baila es de año en año —ripostó su hija Kelly.
—Mija, si el brío del corazón no se muere, las coyunturas aguantarán –espetó Carmencita.
—¡Quién iba a creer que las cervezas se convertirían en chécheres! De vaina no les ha salido telaraña –gritó “El Negro Chuela” cuando vio repleto el congelador de su cantina.
Ahora no hay nada que las ataje. Al ritmo de porros como ‘La espuela del bagre’ la gente danza en las calles con la gigantona mientras las cervezas liberan a los cuerpos del fogaje caribeño. Los danzantes se olvidan de las penas, las amarguras y las melancolías; y se baila, aunque haya barro. El auténtico guapirreo no falta.
Es verdad: ¡las caderas no echan embustes!
Después del desfile por las calles, los niños se preparan para la carrera de sacos.
Al ritmo de porros como ‘La espuela del bagre’ la gente danza en las calles con la gigantona mientras las cervezas liberan a los cuerpos del fogaje caribeño.
De pueblos aledaños y de ciudades de la región Caribe colombiana como Barranquilla, Santa Marta y Valledupar llegan paisanos y forasteros para disfrutarlas y vivirlas. En medio del jolgorio se escuchan voces que delatan lo que siente el alma:
—Desde hace más de dos décadas, por cosas de la vida, no habíamos podido regresar a nuestro pueblo, pero ya no nos vamos a perder más las fiestas.
Las señoras y los señores no se quejan de la edad:
—¡No necesitamos tener veinte años menos! A nuestra edad no duelen las articulaciones; hay que bailar, la vida es una sola.
Del 21 al 24 de mayo se baila, se canta y se celebra la vida en armonía. Las caderas no desfallecen –ni mienten–. ¿Que si es un lugar peligroso? Sí: hay una guerra de aplausos, meneos, polleras, sombreros y porros tradicionales. Se corre el riesgo de quedar amañado y de saturar al corazón de emociones hasta detonar. Hay tanto calor humano que se incendia el pueblo completo; y, en este caso, los bomberos no apagan el fuego, lo avivan.
Y la vara de premios cierra con broche de oro.
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Linda Esperanza Aragón
Comunicadora social – periodista, fotógrafa documental y especialista en Gerencia de la Comunicación para el Desarrollo Social. Premio Nacional Ernesto McCausland a la Mejor Crónica del Carnaval en la categoría Digital (2024); ganadora del segundo lugar del Premio Nacional de Periodismo Digital – Xilópalo en la categoría Turismo (2023). Ha publicado en las revistas El Estornudo (Cuba), Gatopardo (México) y Hayo Magazine (Canadá); y en los medios colombianos El Espectador, Publicaciones Semana, Cartel Urbano y Laguna Negra.