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Niñas corren a la salida de un colegio en Nueva Venecia, Magdalena, en una foto de Wade Davis.

¿Quiénes acompañan a pie al Pacto Histórico en todo el país? Más allá de los candidatos, este texto muestra un diverso telar humano en busca de una reivindicación histórica.

A principios de abril, ante la inminencia de una jornada electoral que pinta histórica, me surgió una pregunta: ¿quiénes son los que están detrás del grupo que puntea en todas las encuestas (el Pacto Histórico)?, ¿qué anhelan?, ¿a qué le temen en esta jornada?



Decidí entonces empezar a asistir a los eventos que detectara cerca. Así llegué a un grupo, bautizado como Besos por Bogotá, conformado por unas quince personas que recorren la ciudad todos los días haciendo proselitismo, invitando a votar por Gustavo Petro y Francia Márquez. Desde temprano, cada mañana, se arman de afiches, cachuchas, camisetas, banderas y una olla metálica inmensa en la que todas las noches preparan un canelazo para los residentes de los barrios más dispersos de Bogotá; siguiendo esa premisa han llegado a placitas y parques extraviados en Ciudad Bolívar, Rafael Uribe Uribe, Suba y otros tantos lugares situados usualmente en la periferia. 



José Cuesta, un profesor de Ciencia Política y antiguo militante del M-19, que además padeció la época dura de las persecuciones y las torturas a manos de agentes del Estado y paramilitares, es quien comanda cada día esta pequeña cuadrilla de voluntarios. Es un hombre alto y flaco que se siente en su lugar en la vida cuando comparte con los que suelen estar al margen de todo, cosa que comprobé cuando empecé a ver la gente que llega a compartir, cada noche, el canelazo que Cuesta y la célula de voluntarios cargan por toda la ciudad: desplazados, sobrevivientes de masacres, intelectuales, estudiantes, escritores, poetas, feministas, líderes sociales, líderes de opinión,  desempleados, madres, ancianos, náufragos, marginados y pobres.



En la jornada que se desarrolló en La Hoja, un complejo de apartamentos de hormigón construido durante la alcaldía de la Bogotá Humana para víctimas del conflicto, un hombre mayor tomó el micrófono y empezó a hablar: los paramilitares, con notario al lado, le robaron sus 250 hectáreas de tierra en Cimitarra (Santander) y lo obligaron a emprender un éxodo en el que lleva más de 20 años, también desaparecieron a varios de sus amigos. Hoy, y a pesar de que el tiempo cada vez lo distancia más de ése inmenso pedazo de tierra arrebatado, espera volver para rehacer la vida que la violencia le quitó. Luego, un hombre menudo perteneciente a la comunidad afro desplazada de la ribera del río Curvaradó, toma el micrófono y expone sus dudas: para él es claro que este inmenso edificio gris en el que vive ahora nació en la administración del candidato, usualmente perseguido, que hoy lidera las encuestas. Le preocupa el futuro y, como el hombre que habló antes, piensa mucho en la vida que le arrebató el conflicto. 



Mientras todo esto sucede, yo pienso en la magnitud del drama que se ha vivido en el país en las últimas décadas, la aparición repentina de millones de personas que pedían (y siguen pidiendo) ayuda en los semáforos con una cartelera, escrita casi siempre con letra de niño, donde se nombraban a sí mismos con esa palabra que nunca dejó de sonar y terminamos por trivializar: desplazados. 


Según dos informes del Observatorio de los Desplazamientos Internos y el Centro Noruego para los Refugiados, Colombia es el tercer país con mayor número de desplazados internos durante el 2021 (5.2 millones de personas), solo superado por Siria y la República Democrática del Congo.

Es tal la dimensión desconocida del horror, que el número de desplazados en el país, haciendo un ejercicio básico de equivalencia, representa la población sumada de Medellín, Cali y Santa Marta. Algo así como que gran parte de la población de países como Finlandia, Singapur, Dinamarca, o Costa Rica tuvieran que salir con la vida en una maleta huyendo de las balas. Colombia es un país desplazado, de gente que sufre, anoto en mi libreta.

El lado B del Pacto Histórico está tejido de gente que busca hacer historia, a pesar de los dolores o debido a ellos. No se trata tanto de un candidato, sino de los millones de seres humanos que vienen añorando cambios, más allá de la estela de violencia y muerte.

José Cuesta vuelve a tomar el micrófono para responder preguntas, incluidas las de los dos hombres que hablaron hace un rato. Dice que la paz marca la propuesta del Pacto Histórico, que en la nueva Colombia habrá que sentarse con todos los actores de la violencia para concretar un gran acuerdo que nos permita convivir en el mismo espacio, el proceso de paz integral que propone Gustavo Petro y que, entre otras cosas, pretende darle cumplimiento cabal al acuerdo de paz firmado en el gobierno de Juan Manuel Santos.

Después de exponer dudas y temores (también noté que, a estas alturas de la violencia la gente ya no tiene qué más temer) un cantante de salsa hace su aparición, acompañado de un parlante grande. Algunos de los asistentes bailan, otros siguen hablando en pequeños grupos detrás del olor a humo y hojas quemadas que deja el canelazo.

Vuelvo a anotar en mi libreta de apuntes: el lado B del Pacto Histórico está tejido de gente que busca hacer historia, a pesar de los dolores o debido a ellos. No se trata tanto de un candidato, aunque pueda constituir un sólido mascaron de proa, sino de los millones de seres humanos que vienen añorando cambios, la paz, más allá de la estela de violencia y muerte que padecen día a día en esa otra Colombia con la que nos acostumbramos a convivir y que, por eso mismo, no vemos.

Varias preguntas me quedan después de haber estado de cerca viendo este proceso: ¿hasta qué punto hemos considerado que las víctimas son ajenas a nosotros y que su dolor no nos incumbe? ¿Somos una sociedad de gente que se acomoda y que, en medio del arribismo que permea varios sectores sociales, solo piensa en sí misma?, pero también, ¿podrá el Pacto Histórico realizar las transformaciones que tantos colombianos demandan por un Estado más incluyente que de verdad solucione los problemas de la gente?

Cierro mi libreta, se apaga la noche y los voluntarios se van, con Jose, cuesta arriba.

Erick Camargo Duncan

Periodista samario. Sus crónicas y reportajes han sido publicados en revistas y medios como El MalpensanteSemana Historia y Semana rural, y en otros como Revista Global, de República Dominicana y La Cuarta, de Chile. Es colaborador de especiales del diario El Espectador.

 

 

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