Margarita Garcia

La obra en clave de crónica de García Márquez, publicada en 1981.

Un dedo separa la ficción de la realidad. El meñique amputado a Santiago Nassar que le faltó a Gabo en su Crónica de una muerte anunciada.

Quizá el sueño de un lector sea poder desviar a voluntad el curso de los relatos que lee o enmendar el destino contrariado de los personajes que admira. Tener la libertad de añadir de nuestro puño y letra un párrafo nuevo, insospechado, que propicie un encuentro luminoso o extienda una caricia clandestina por unas líneas más de lo permitido. Alargar, por ejemplo, la metamorfosis de Gregorio Samsa hasta verlo revolotear, con un vuelo zumbón de escarabajo inepto, entre las flores muertas del cementerio judío de Praga; hacer que Carpentier retroceda en la selva sobre sus pasos perdidos; arrebatarle todavía a tiempo a Emma Bovary el frasco del arsénico o, en el fragor de las conversaciones últimas, cambiarle a Sócrates la copa dramática de la cicuta por el frescor reconfortante de un tinto de verano.

Qué felicidad sería cabalgar así, como lector andante, por los caminos manchegos que se abren entre líneas, desfacer entuertos literarios, enderezar los rumbos fluviales que conducían sin remedio al mismo corazón de las tinieblas, esquivar una muerte contándole al corazón los latidos al revés o recomponer el virgo irremediablemente roto de los remordimientos de un traidor.

¿Pero se puede hacer eso? Sin duda que se puede. Doy fe de ello. Basta con aprovechar el recodo secreto donde las historias y los deseos se cruzan. Porque cuántas veces la realidad se nos hace creíble a fuerza de parecer mágica y cuántas veces la ficción desborda la estrecha acequia de la letra impresa o nos inunda la vida un naufragio feliz e inesperado. Si al leer les esculpimos instintivamente un rostro a los personajes y asignamos un rumbo en el mapa a los espacios narrados, ¿por qué no reivindicamos más el derecho del lector a intervenir en las historias?

Los dos últimos meses que pasé en tierras colombianas me permitieron nadar en estas costas de la posibilidad abierta y notar en los pies y en el alma el vaivén amarillo de todas las ficciones. Es fácil descubrir, por ejemplo, el sendero astral que conecta las murallas de Cartagena de Indias con la luz intemporal de Cádiz; en Boyacá y en Cundinamarca a uno lo tratan de “su merced”, ¡qué delicia!, como en los entremeses de Lope de Vega; en Sucre-Sucre siguen cantando inquietos los mismos gallos de la misma mañana en que mataron a Santiago Nasar y en Engativá, el árbol de la quina sigue dando sombra al sabio Mutis y bajo esa sombra amable se quedó para siempre su curiosidad de botánico y el asombro perpetuo de todos nosotros por la flora descomunal y obscena de los trópicos.

Portada de la obra del médico y antropólogo forense Juan Valentín Fernández de la Gala, publicada por la Fundación Gabo.

Gabito se tiraba de los pelos cuando Jaime se lo contó, porque la anécdota del dedo bien hubiera añadido un jeme o dos o tres de dramatismo narrativo a su Crónica de una muerte anunciada.

Doy fe de estos puentes amenos que cruzan el río de todas las historias, reales o inventadas. Pero si alguien no logra entender que lo mejor de un relato quizá es lo que queda por contar, si alguien no se cree que es un dedo, apenas un dedo, lo que separa las ficciones de la realidad, les cuento el mismo cuento que me echó a mí Jaime García Márquez. Tras la muerte de Santiago Nasar, estando ya el cadáver en el ataúd y sus familiares velando la mala hora de aquel destino atravesado, unos niños jugaban en la plaza. En los meandros de su juego inocente, encontraron un dedo humano en el callejón de los Munive. Les pareció un rabo de lagartija inerte, perdido en el suelo, entre las banderitas de papel de la resaca de la fiesta. Era un trozo del meñique huérfano de Santiago Nasar. El dedo había sido amputado en mitad de la brega afilada de las puñaladas, cuando el joven trataba de sujetar desesperadamente y a manos limpias las acometidas de los cuchillos. Los niños entregaron a la familia el dedo muerto, con su uña cortada con esmero. Los allegados lo recibieron sin saber muy bien qué hacer con él, sumidos en la propia confusión que causa siempre el fragmento rezagado de un cadáver que nadie se espera. Finalmente, alguien con decisión más resuelta, lo metió en el bolsillo de la camisa con la que habían amortajado al difunto y, ante la vista de todos, una mancha sucia y carmesí empapó el lino blanco y condecoró así la muerte de Santiago con esa medalla póstuma, que fue como la rosa inesperada de un nuevo dolor para su madre.

Y Gabito se tiraba de los pelos cuando Jaime se lo contó, porque la anécdota del dedo bien hubiera añadido un jeme o dos o tres de dramatismo narrativo a su Crónica de una muerte anunciada. La conoció tarde, cuando su novela llevaba ya meses amaneciendo al sol, tras las vitrinas de las librerías. Porque Jaime no lo había de recordar hasta muchos años después, cuando Gabito estaba ya parado ante el pelotón de fusilamiento de su propia fama y su hermano lo supo llevar de la mano a conocer el peso extraordinario y el dolor inmenso que solo puede guardar la pequeñez de un dedo.

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Juan Valentín Fernández de la Gala

Licenciado en Medicina por la Universidad de Sevilla y especialista en Antropología Forense por las universidades de Granada y Complutense de Madrid. Su trabajo como antropólogo se centra en el estudio de los restos óseos procedentes de necrópolis prehistóricas asociadas a megalitos, y otras de época romana y medieval.