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Foto: Jeremy Bishop. Unsplash.

¿Cómo es la vida de un paciente diagnosticado con esta enfermedad? Entre las brumas del recuerdo y una férrea esperanza, la autora de este texto nos ofrece un testimonio en primera persona del mal conocido como “el largo adiós”.

Muy a menudo, no pienso en nada, estoy junto a ella, eso es todo. Para mí está, siempre, su voz. Todo reside en la voz. La muerte es, sobre todo, la ausencia de voz.

—Annie Ernaux, No he salido de mi noche.

Todos hemos olvidado alguna vez el nombre de una persona, dónde dejamos las llaves o si cerramos la puerta después de salir de casa. Estas situaciones son lapsus de memoria ocasionales, pero cuando olvidamos cómo hacer una transacción, usar el teléfono o encontrar el camino a casa estando cerca, es señal de un problema de memoria más grave: algún tipo de demencia o el temido Mal de Alzheimer. Hace ocho años, cuando empecé a percibir cambios en la personalidad de mi madre, los cuales ella silenciosamente también notaba, advertí que estaba perdiendo su memoria.

En ese entonces ella tenía sesenta y ocho años. Luego de unos exámenes de rutina los médicos emitieron un sutil diagnóstico: “Está empezando a sufrir de un tipo de demencia”. Un par de años después del diagnóstico inicial mis padres aún llevaban una vida normal, pero el Alzheimer afecta a toda la familia, revuelve las piezas del dominó familiar, y los obliga a reorganizar sus vidas. Ocho años después, y a medida que mi madre pasó de la niebla del deterioro cognitivo leve al silencio casi absoluto de la enfermedad, a menudo me pregunto: ¿cuánto de mi madre que solía conocer sigue ahí?, ¿qué tanto sabe ella sobre lo que le está pasando?

La vida en libreto del Alzheimer

Llego a visitarla y desde la entrada voy llamándola en voz alta, levanto la vista y sus ojos están abiertos y enfocados en mí, afanosos, con la chispa de quien desea comunicarse. A pesar de que las conversaciones animadas son un recuerdo lejano con ella, la enfermedad puede haber cambiado nuestra realidad pero no nuestra esencia. “El largo adiós”, como le llaman a esta enfermedad, es un adiós robado, un adiós perdido, un adiós fingido, pero a medida que la persona que amas se va dispersando hay una fuerza más poderosa que nos mantiene aferradas. Millones de personas viven con diferentes tipo de demencias y la de mi madre optó por el silencio y la quietud. Ella nunca fue tímida, no se abstuvo de tocar tema alguno, pero una vez comenzó la enfermedad le pregunté qué sentía. No me pudo explicar pero lo único que expresó en palabras fue: “Es que no soy yo. Me siento extraña en mi propio cuerpo”.

A partir de ese momento empecé a tratar de encontrar cosas positivas en el recorrido que nos esperaba, así que aquellas cosas insignificantes que a las mujeres jóvenes y niñas les desagradan o les molestan de sus madres, se desvanecieron completamente para mí. Ella es la gran razón por la que existo y por la que soy; por lo bueno y lo malo en mí. Y no se trata de edulcorar la relación que cada quien haya tenido con su madre, pero por más diferencias que haya habido, hay tiempo de reconciliarse, de poner el contador en cero; hay tiempo para sanar heridas del pasado. Mientras hay vida, hay tiempo.

Mi madre todavía baila y le encanta escuchar música y los felices recuerdos de ella que me inundan me hacen sonreír sin culpa alguna. Aquí todavía está la madre que siempre ha vivido en mi recuerdo.

Durante un tiempo estuve interesada en otras personas, incluso famosos que tenían o habían padecido la enfermedad. Sean Connery, Rosa Parks, Rita Hayworth. Incluso expresidentes como Ronald Reagan o Virgilio Barco. “Tienes que descubrir tu nueva normalidad”, me decía a mí misma casi a diario para aceptar la realidad y acogerla con valentía y amor. Mientras trato de navegar por esa nueva normalidad, cuestiono el significado de los recuerdos: ¿qué es una vida si no puedes recordarla? Los recuerdos familiares no son una construcción de las redes sociales, se hunden mucho más allá en el tiempo. Un sinfín de cajas de fotos reales, donde repasamos los viajes que ella organizaba y los recuerdos de mi casa de la infancia lo confirman. Aquellas manos que nos preparaban la mejor comida o nos cuidaban cuando enfermábamos siguen aquí. Mi madre siempre fue el “alfa” de nuestra familia: era franca, obstinada y protectora. Todavía baila y le encanta escuchar música y los felices recuerdos de ella que me inundan me hacen sonreír sin culpa alguna. Aquí todavía está la madre que siempre ha vivido en mi recuerdo.

Sin embargo hay belleza en este viaje, y rezo para seguir encontrándola. Hay belleza en su paz, en la ternura e inocencia al ver a los niños, en la manera en que se ilumina su cara cuando me ve, aunque le cueste decir mi nombre, o cuando no quiere que me vaya de la casa al visitarla. Sé que con el tiempo vendrá más deterioro y aunque el viaje no ha sido fácil tengo la suerte de estar aquí, de que ella confíe en mí y de que aún pueda escucharla reír.

La miro para despedirme y pienso que es mejor que no tenga conciencia de los días interminables y la rutina adormecedora. Pero sé que lo soporta y pienso que siempre ha sido valiente. Descanso mi cabeza en su hombro al abrazarla y ella levanta su mano y me acaricia el pelo suavemente, sin darse cuenta de que me consuela y me asegura con ello que su vida no es tan dura como parece.

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Cristina Said

Periodista, especialista en Desarrollo Organizacional y Procesos Humanos de la Universidad del Norte.