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Una eventual negociación con el ELN que ceda mucho a este grupo subversivo podría no contar con el apoyo popular.

Sería irónico que las negociaciones con los grupos armados coparan la agenda reformista del gobierno poniendo en segundo plano la discusión sobre los cambios por los que el país mayoritariamente votó.

En la agenda del cambio del nuevo gobierno aterrizó con fuerza, paradójicamente, un tema ya tradicional de la cultura política colombiana: las negociaciones de paz. Y digo aterrizó, no solo por una cuestión de coherencia, pues se sabe, ni más faltaba, que la campaña propone pero el gobierno dispone, sino porque la nueva administración corre el riesgo de que este asunto cope su agenda de reformas y se convierta en una suerte de retorno al pasado, ese pasado en el cual las esperanzas de cambio social estaban centradas en los rendimientos de la negociación con los grupos armados.

Es un hecho que un importante sector del país se suele entusiasmar con los procesos de paz negociada, especialmente el de aquellos que por razones políticas, morales o estratégicas –o las tres– consideran que las negociaciones con los actores armados suponen en todos los casos un costo menor para la sociedad en términos de vidas humanas. Por eso, antes de que, como en el proceso con las Farc (2012-2016), el entusiasmo de los compañeros de ruta de la paz haga ver odiosa cualquier crítica, me voy a permitir formular algunas advertencias preliminares. La primera tiene que ver con las agendas, la segunda con las expectativas y la tercera con las eventuales concesiones.

En cuanto a las agendas, sería irónico que las negociaciones con los grupos armados que se anuncian coparan la agenda reformista del gobierno. No solo por la mencionada vuelta al pasado, sino porque pondría en segundo plano la discusión sobre los cambios por los que el país mayoritariamente votó. Además, se dilapidaría la oportunidad de hablar en serio de algunos problemas estructurales, y no solo de los urgentes. La paz es estructural y urgente, pero no todo lo estructural se condensa en la paz.

Desde 1982 y hasta 2016 –y con la excepción de 2002–, los eventuales procesos de negociación con los grupos armados siempre fueron un problema central en la agenda pública porque los alzados en armas tenían una notoria capacidad de intimidación de la población. También porque fueron hábiles durante las campañas presidenciales con el perverso chantaje que buena parte de la clase política les compró: “si negocian con nosotros, los dejaremos en paz”. No cabe duda que, salvo con la Constitución de 1991, las élites políticas se acostumbraron a lidiar con lo urgente (la paz), y aplazaron lo estructural (las reformas sociales e institucionales). Luego, la “paz total” no debería copar ahora el lugar de las reformas sociales prometidas y legitimadas por una votación histórica. El país cambió su agenda y sus expectativas: el gobierno debe hacérselo entender a sus interlocutores.

Ahora bien, para validar los nuevos intentos de negociación y acogimiento no hay que ser partidario incondicional de los procesos de paz: basta ver que las cifras de violencia son tan elocuentes como escandalosas. Pero hay que advertir que los grupos armados y criminales de ahora no tienen ni de lejos la capacidad que tuvieron las guerrillas y los paras a finales de los años noventa, para citar solamente los peores años de plomo. Por el contrario, las amenazas de ahora son más focalizadas, periféricas y sobre todo, más criminalizadas: el factor político e ideológico brilla por su ausencia. Ello debe servir de advertencia para que el gobierno no le de un estatus político desproporcionado a las negociaciones simultáneas y escalonadas, pues si lo hace, los armados verán en ello la oportunidad de desempolvar sus manuales ideológicos para levantar su maltrecha imagen de señores de la guerra y presentarse como guerreros románticos que representan a sectores excluidos, una cantaleta que el reciente triunfo del Pacto Histórico desvirtuó.

No cabe duda que, salvo con la Constitución de 1991, las élites políticas se acostumbraron a lidiar con lo urgente (la paz), y aplazaron lo estructural (las reformas sociales e institucionales).

En esa línea, las expectativas deben estar en consonancia con la paz que realmente puede lograrse. En un país en el que salen fusiles de las piedras, hace mal el gobierno en anunciar una “paz total”, poniendo de entrada un elemento utópico en la propuesta. Ninguna paz es total porque toda negociación, por exitosa que sea, deja un remanente de combatientes y criminales que persisten en la guerra. Así ha sido en los procesos con las guerrillas, así fue con los paramilitares, así sucedió con los narcos, y así será mientras las economías ilícitas colinden con las economías informales. Luego, no hay que engañarse sobre la dimensión que puede tener el proceso de negociación con el ELN o las disidencias de las Farc, ni el de acogimiento del Clan del Golfo y los grupos de la misma naturaleza.

Pero las expectativas deben moderarse no solo frente al país, sino también frente a los actores armados. Si algo enseñó el proceso de paz con las Farc es que una negociación que deje la sensación de que el Estado cedió mucho a cambio de poco no será apoyada por la ciudadanía. Pero además, ofrecerá la suficiente munición para que un sector político insista hasta el cansancio en una suerte de “utopía retroactiva”, esto es, la negociación que pudo ser pero no fue. Y si algo enseñó el proceso con los paramilitares es que el aparato de justicia (y ni hablar del militar y de la política social) deben estar preparados para afrontar el desafío de evitar el continuo reciclaje criminal.

Finalmente, si la olla está raspada, eso aplica para todos, incluidos los renuentes guerrilleros y criminales. Luego nadie entendería que se hicieran generosas concesiones gubernamentales en época de ajuste fiscal, de hambre y pobreza galopantes, o que se crearan más instituciones transicionales sabiendo que las actuales aún están despegando, o que las negociaciones se eternicen sabiendo que hay un gobierno que no tiene chances de reelección.

Agendas acotadas, con tiempos definidos y adelantadas con pragmatismo y sentido común serían un buen inicio de la paz focalizada y complementaria que se anuncia. Afortunadamente, en nuestra historia política hay mucho de dónde aprender.

Iván Garzón Vallejo

Profesor investigador senior, Universidad Autónoma de Chile. Su más reciente libro es: El pasado entrometido. La memoria histórica como campo de batalla (Crítica, 2022). @igarzonvallejo