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Foto: Revista Anfibia.

El aumento de la confrontación política ha dado paso a un discurso manipulador que busca influir en las ideas y creencias de los ciudadanos.

El filósofo francés Michel Foucault nos invita a poner en duda toda aseveración o, al menos, a preguntarnos qué poder se oculta detrás y, sobre todo, qué persigue. Esta idea no solo hace referencia al saber científico, sino también al discurso que suelen utilizar los políticos.

Por eso Foucault aseveraba que en la política se debe utilizar en todo momento el discurso veraz (parresía), “una manera de hablar en la cual, primeramente, nada se disimula; segundo, en la cual, ni lo falso, ni la opinión, ni la apariencia vienen a mezclarse con lo verdadero” 

Esta forma de hablar se opone a la retórica, que es un discurso velado, adulador y persuasivo, que se enmascara en una serie de metáforas y figuras que ejercen una especie de engaño, pues buscan arrogarse un conocimiento que en realidad no poseen.

Con razón, pues, los antiguos filósofos grecorromanos y connotados pensadores contemporáneos relacionan a la parresía con la ética de la virtud, con la voz que con valentía política se alza contra las injusticias, o con una práctica social de resistencia al poder.

Si esto es así, ¿cómo no aceptar la fuerza ética de un discurso que ilumina el debate democrático, una alocución que utiliza la sinceridad en vez de la persuasión, la crítica en vez de la exaltación, la verdad en vez de la mentira, y el deber moral en vez del interés partidista?

Pues bien, sorprendentemente todo indica que el discurso político actual hace gala precisamente de lo contrario. Mas bien, el aumento de la confrontación política ha dado paso a un discurso manipulador que busca influir en las ideas y creencias de los ciudadanos.   

Un discurso con unas ideas de apariencia exterior seductora, en el que se ofrece información sesgada de la realidad, se divide la sociedad y se culpa a otros con el propósito de arrastrar a los individuos incautos a sus orillas, y obligarlos a vivir su propia esclavitud.

¿Cómo no aceptar la fuerza ética de un discurso que ilumina el debate democrático, una alocución que utiliza la sinceridad en vez de la persuasión, la verdad en vez de la mentira, y el deber moral en vez del interés partidista?

Esta forma de discurso no solo involucra poder, sino que es un verdadero abuso del poder, de dominación. El objetivo de este discurso es afectar el conocimiento y las creencias de los individuos y los grupos sociales, para influir en lo que estos creen, dicen y hacen.

Ante semejante perspectiva el ciudadano cae preso de un nuevo maniqueísmo: debe unirse a los representantes del mundo de luz para luchar contra el mal, que está representado en el opositor. ¿Dónde fue a parar el discurso veraz?, ¿dónde está la verdad?

Seguramente la encontraremos profundamente sepultada en las oscuras arenas de la política, en donde no puede desnudar la realidad del mundo político, ni exponer lo bueno, lo malo y lo feo de sus integrantes; y, mucho menos, abrirles los sentidos a los ciudadanos.

De manera que la única opción que le queda al ciudadano del común es atarse con firmeza al mástil de la verdad y refugiarse en el pensamiento crítico para poder resistir los cánticos de sirena que pretenden dominarlo a su antojo.  

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Julio Antonio Martín Gallego

Magíster en educación, Especialista en filosofía contemporánea e Ingeniero Mecánico de la Universidad del Norte. Investigador y consultor especializado en procesos de cambio educativo y aprendizaje organizacional.