
Yezid Arteta, excomandante de las Farc, exconvicto y miembro del equipo negociador del gobierno con las disidencias de las Farc, publicó en 2024 “Rebelde dentro de los rebeldes”, sus memorias como militante de las Farc.
¿Puede un hombre que se considera a sí mismo como un rebelde someterse durante muchos años a las razones y sinrazones de una guerrilla decadente?
El año pasado Yezid Arteta publicó el primer tomo de sus memorias, dedicado a su larga experiencia como miembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). A mi juicio, se trata de un libro muy importante, por varias razones. En primer lugar, porque se lee con gusto: sus menos de doscientas páginas parecen una novela a propósito de una militancia extrema, desde cuando esta se inició en Barranquilla en 1983 hasta su abrupto final, trece años más tarde, como consecuencia de una herida en combate y de la posterior captura y larga condena en prisión.
La voluntad literaria y el esmero formal del autor son síntoma de distanciamiento y elaboración, lo que, tratándose de una vida tan complicada, es de por sí una proeza. De hecho, Arteta, en lugar de adoptar una narración lineal, construyó todo su libro en torno a un episodio que con el tiempo él mismo ha llegado a leer como la inflexión capital de su destino, un destino concebido como apostolado revolucionario en el seno de una guerrilla marcada por un aterrador desprecio del tiempo y, de modo inevitable también, por la extemporaneidad:
El consejo revolucionario de guerra ha sido el momento supremo de mi vida. El pasaje más adverso y oscuro. El acontecimiento que selló mi vida para siempre. Más que las heridas, las pérdidas o la prisión. Las cosas que más duelen, me dijo una camarada que también pasó por el embudo de la guerrilla y la prisión, son las que vienen de tu propia familia. Las FARC fue[ron] la sucedánea de mi familia sanguínea.
¿Puede un hombre que se considera a sí mismo como un rebelde someterse durante muchos años a las razones y sinrazones de la alta comandancia de un ejército irregular? ¿Es concebible que una naturaleza semejante permanezca en silencio, absteniéndose de cuestionar lo que le resultaba absurdo o inconveniente a propósito del “rumbo de la organización”? Cuando la inconformidad del rebelde dentro de los (sumisos) rebeldes llegó a oídos de Raúl Reyes (uno de los grandes jefes de las FARC), Arteta fue convocado en 1993 para ser juzgado en un consejo revolucionario. Y el rebelde decidió someterse al juicio por honor, y porque, nos recuerda, a la guerrilla se ingresaba hasta la muerte. Resuelto a someterse a la parajusticia fariana, Arteta debió entonces atravesar en forma clandestina durante tres meses media Colombia, mil kilómetros de trabajos y penalidades, desde las montañas de Nariño hasta el Caquetá. Aquellas jornadas se le quedaron grabadas en el alma (recuerda, por ejemplo, el resplandor de las telarañas a la luz de las linternas o el agua del río Orteguaza salpicándole la cara) y en el cuerpo (conserva la cicatriz de once centímetros causada por un palo puntiagudo que le atravesó el brazo durante una de las cabalgatas).
La rebeldía de Arteta fue en fin de cuentas juzgada y castigada. Y esa “desviación”, asumida con la contrición del pecador, constituye la segunda razón por la cual es muy recomendable leer estas memorias de Yezid Arteta. En efecto, la posición del guerrillero réprobo se solapa y termina por confundirse con la del hombre que desde el exilio europeo recuerda y lee la historia de las FARC tras la desmovilización de estas en 2016. Tenía entonces razón, parece decirnos: el movimiento insurreccional en Colombia había echado por un camino errado y ese derrotero explica el fracaso global de la lucha armada en el país.
¿Cuál era exactamente el extravío de las FARC? Para Arteta en esa guerrilla hermética y remota de la década de 1980 coincidían dos tipos humanos eminentemente diferentes: de un lado los cuadros comunistas como él, de origen urbano; del otro, los combatientes campesinos, “chicos y chicas menores de veinticinco años”. Los segundos tenían la sabiduría del colono y les bastaba un machete para sobrevivir durante días en la selva. Los primeros, en tanto, se caracterizaban por su rigidez mental e intelectual y por una paranoia de tipo estalinista que los llevaba a ver “revisionistas” e infiltrados en todas partes: “poseían una pétrea formación ideológica que los volvía inflexibles en situaciones que podían solventarse con algo de sentido común”.
El resultado de la convivencia entre campesinos y militantes radicalizados de izquierda fue una evidente transculturación. Los mandos de extracción citadina se fueron “ruralizando” y militarizando, de modo que cambiaron hábitos, gustos y lenguaje. Por su parte, los jóvenes campesinos adoptaron la particular ideología comunista en su versión fariana.
Este proceso fue el reflejo, nos dice Arteta, de una organización armada que consistía sobre todo una forma de resistencia campesina:
Hasta los años ochenta, el quehacer de los guerrilleros de las FARC se asemejaba al de los viejos predicadores del cristianismo. Visitaban los ranchos de los campesinos llevando en el bolsillo de la guerrera el programa agrario, compartían con los labriegos su medicina y les ayudaban en las faenas agropecuarias. El arquetipo de la guerrillera o guerrillero de la época lucía prendas que lo hacían ver como una figura mitológica, híbrida: mitad militar, mitad civil.
El quiebre se produjo, de acuerdo con Arteta, en 1990, no tanto por el asalto al cuartel general de las FARC que llevó a cabo el ejército de Colombia, cuanto por el cambio de la estrategia militar guerrillera, es decir, por el paso a la ofensiva y, sobre todo, la práctica constante de acciones terroristas, que enumera el propio autor en las memorias que comento: voladura de oleoductos, torres eléctricas, puentes y antenas repetidoras e incineración en las carreteras de cientos de vehículos de carga y de trasporte de pasajeros. Además, las FARC entraron de lleno en el tráfico de drogas y generalizaron el secuestro como actividades de financiación, lo que no solo “afeó la reputación de la agrupación ante la opinión pública”, sino que “contaminó la tabla de valores de algunos mandos, sobre todo en las zonas cocaleras”.
El extravío de las FARC a partir de 1990 coincidió con la muerte de Jacobo Arenas, a quien tantos años después Arteta sigue viendo como un líder político irremplazable. En sus ensoñaciones (bastante caprichosas, a decir verdad), el autor imagina que la presencia de Arenas en las negociaciones del Caguán habría garantizado quizás su feliz desenlace. Esta idea resulta peregrina, porque menosprecia el triunfalismo y la prepotencia de las FARC a finales de siglo, y porque imagina que un solo hombre habría podido, no solo escapar a aquella deriva, sino también detenerla. Pero dicha idea indica, sobre todo, la situación del observador autobiográfico que es Yezid Arteta: su posición a media distancia de militante melancólico.

Portada del libro Rebelde dentro de los rebeldes, publicado por Editorial Icono.
La tercera razón por la que vale la pena leer las memorias de Arteta es porque ofrecen un testimonio raro: los combatientes de las FARC no suelen escribir, y eso se explica porque los más de ellos no tienen la instrucción precisa. Arteta, en cambio, es hijo de una normalista, hizo cuatro años de estudios universitarios y viajó por la Europa comunista y por la Unión Soviética siendo un joven en trance de radicalización.
Arteta insiste en que los jefes de frente como él escapaban a las peores derivas del dogmatismo político por la dura realidad de la guerra y por la fricción constante con la realidad. Y afirma que los altos mandos, resguardados por muchas leguas de selva y múltiples anillos de seguridad, se fueron perdiendo en el laberinto de sus certezas de manual. Fue así como, en palabras de Arteta, las FARC se divorciaron, durante aquella larga marginalidad que habría comenzado en 1990, “de los códigos de un país mayoritariamente urbano”.
La tercera razón por la que vale la pena leer las memorias de Arteta es porque ofrecen un testimonio raro: los combatientes de las FARC no suelen escribir, y eso se explica porque los más de ellos no tienen la instrucción precisa. La minoría que podría hacerlo debe superar una enorme dificultad: tomar distancia de un pasado a la vez militante y castrense, es decir, esencial y paradójicamente conformista y obediente. Arteta, en cambio, es hijo de una normalista, hizo cuatro años de estudios universitarios y viajó por la Europa comunista y por la Unión Soviética siendo un joven en trance de radicalización.
Además, Arteta empezó a alejarse de las certezas de la dirigencia de las FARC aun antes del juicio al que esta lo sometió, y no ha dejado de hacerlo a través de la experiencia de la prisión y el exilio. Este último lo ha obligado a adoptar un sano distanciamiento que da relieve a experiencias ordinarias de la vida en el monte:
Un centinela debía mantenerse quieto como una estatua. Su misión era la de ver, oír y oler en silencio, sin moverse del sitio que le habían asignado. No podía realizar movimientos bruscos con las manos, tales como aplastar de un golpe a un mosquito prendido al pescuezo o rascarse la cabeza. Había que hacerlo lerdamente, en cámara lenta, como si fuera un enfermo catatónico.
Este distanciamiento de Arteta se nota incluso en el lenguaje, pues se dirige a un lector ideal (esto es, no necesariamente colombiano) y por ello entra en explicaciones. Así, cuenta que la panela se produce con el jugo de la caña, y que es indispensable para la vida de campesinos y guerrilleros. También indica que los cuyes son las mismas cobayas, y agrega que se comen en el sur de los Andes colombianos con maíz cocido y ají de aguacate con maní…
Sin embargo (es preciso insistir en ello), este distanciamiento de Arteta no deja de costarle ni de producirle amargura. Hay pasajes muy significativos en el libro al respecto:
¿Valió la pena haber dejado la vida por un sistema que se derrumbó por sí solo? Sí, afirmo sin paliativos. Si hay personas que, por un propósito personal, mueren de soroche o hipotermia intentando llegar a una cima del Himalaya, por qué razón no morir por una causa que en teoría liberaba al hombre de un despiadado sistema de explotación y alienación.
Como las diferencias entre el alpinismo y la lucha armada son evidentes, el símil resulta muy significativo. Se trata quizás de actividades comparables por el esfuerzo físico que implican, por la disciplina y por el sacrificio potencial de la vida. Pero en la viñeta no hay ninguna víctima. Arteta es, a pesar del tiempo transcurrido, un revolucionario que cuenta su vida sin mencionar a los muertos, a los secuestrados o a los cientos de miles de familias destrozadas que dejó la lucha de las FARC. El viejo combatiente se mira en un espejo que disimula hasta la más pequeña gota de sangre y que absorbe sin remordimientos mares de lágrimas.
Hay otro pasaje estremecedor en las memorias de Arteta en lo relativo al sufrido distanciamiento del militante huérfano de su militancia:
Para los iniciados en la idea socialista, cualquier representación vinculada a la cofradía de los comunistas tiende a removerles el pasado. Es mi caso. Las tumbas de los partisanos eslovenos [que lucharon contra la Alemania nazi] me estremecieron por unos instantes. En mi país, comenté a Peter, no hay una sola piedra que recuerde a los cientos de guerrilleros muertos en su ley. No es lo mismo, dijo Peter ajustándose los lentes con el índice; estos partisanos estaban luchando contra un ejército foráneo que invadió su país; ustedes en cambio combatían contra un ejército que tiene la misma lengua y el mismo grado de civilización que el tuyo. Crucé los brazos mientras observaba fijamente los azulísimos ojos de Peter. Volteé luego la mirada hacia la placa conmemorativa de los partisanos y, haciendo un movimiento con la cabeza, dije lacónicamente: es una lástima.
El rebelde que abandonó las filas de las FARC deambula por el mundo en sentido propio y metafórico para confrontar sus ideas y creencias. Y en lugar de conformarse con recibir en silencio los golpes que le da su vida de excombatiente, los consigna. Esta honestidad es una razón más (la cuarta) para leer este libro. Y es quizás la más importante de todas.
*Yezid Arteta, Rebelde dentro de los rebeldes, Ícono, 2024.
Daniel Gutiérrez Ardila
CIFD-Universidad Externado de Colombia.
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