Álvaro Uribe fue presidente de Colombia entre 2002 y 2010. Su gestión, no exenta de profundas polémicas, marca buena parte de la historia política del país en el comienzo de siglo. Foto: OEA.
“A Uribe le gusta gobernar”, dijo alguna vez refiriéndose al expresidente colombiano el académico británico Malcolm Deas. Reseña y adelanto de un capítulo del libro Uribe. Miradas a su Gobierno con dos décadas de distancia, obra que recoge de manera desapasionada las principales políticas y el estilo de gobierno del polémico expresidente.
El 7 de agosto de 2002 Álvaro Uribe Vélez se posesionó como presidente. Hace ya algo más de dos décadas. Hoy sigue siendo un líder político activo y vigente, polémico y controvertido, que despierta reacciones apasionadas entre seguidores y detractores. La bruma de las discusiones e interpretaciones de su papel en la política colombiana, pareciera difuminar lo que fue su gestión como mandatario.
Cuando llegó a la presidencia, quienes hoy tienen 35 años apenas tenían 11. Actualmente hay más de 16 millones de personas que nacieron después de terminar su mandato en 2010. Y entre ruidos y prejuicios, poco se ha dicho con cierta calma y rigor sobre su gobierno.
La semana pasada apareció en las librerías un texto que abarca sus dos mandatos, 2002 y 2006, escrito por una decena de autores, entre quienes me cuento, con un valioso apoyo del profesor Jorge Giraldo como editor: Uribe, miradas a su gobierno con dos décadas de distancia, publicado por Ariel y la Universidad de los Andes.
No es frecuente que en Colombia se escriban biografías de presidentes. Apenas un par publicadas sobre Barco y una anterior de Lleras Camargo. Escasos también son los libros sobre los gobiernos o los presidentes. Apenas algo se ha hecho sobre López Pumarejo, Barco y Belisario, tratando de recoger aspectos de sus políticas y su gestión.
Este trabajo busca llenar uno de esos vacíos, para el periodo de Álvaro Uribe. Pretende, además, hacer un análisis no apasionado, algo decantado, si se quiere, con la perspectiva que dan los años, de sus principales políticas y de su estilo de gobernar.
El reto no es menor, porque muchos de los que escribimos algunos de los capítulos hicimos parte de la administración. Pero además, porque escribir acerca de la gestión de un presidente que aún está vivo, y que hace parte aún del activismo político actual, tiene sus bemoles. Pero aún así, nos pareció que valía la pena intentarlo. Y que tenía valor hacer ese ejercicio para promover una lectura y una mirada menos contaminada, en beneficio de quienes quisieran revisar o repasar lo que fueron los principales ejes de la política pública de esos años.
El libro recoge textos que explican el contexto previo al inicio del gobierno, los principales aspectos de la política de seguridad, la agenda económica y el manejo fiscal, la política exterior, la reforma a las entidades oficiales y la política social. Incluye también un capítulo sobre el estilo de liderazgo de Uribe.
El rigor técnico de escritos como los de Carlos Caballero Argaez o Alberto Carrasquilla, sobre temas económicos y fiscales, se mezcla con aproximaciones más anecdóticas y reveladoras como las de Luis Alberto Moreno y Julio Londoño Paredes, sobre las relaciones con Bush, Castro y Chávez. Junto a ellos se entrecruzan los capítulos de Cecilia María Vélez, Santiago Montenegro, Eduardo Pizarro y otros autores. Uno de esta lista es el de Roberto Junguito, que tenía escrito pero que no alcanzó a ver publicado, debido su muerte a finales de 2020. Junguito fue un entusiasta de la idea de publicar el libro.
“A Uribe le gusta gobernar” dijo el profesor Malcolm Deas alguna vez, aludiendo a la comparación con otros jefes de estado de Colombia. A lo mejor este libro sea útil para mirar esos años en perspectiva, así como nuestra historia de las últimas dos décadas.
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Uribe y Bush, la relación entre ambos presidentes trascendió el plano político. Para el primer mandatario estadounidense Uribe era un líder que tenía la capacidad de confrontar a las Farc de una forma integral y de movilizar a toda la sociedad en torno a eso. Foto: El Espectador.
Las relaciones con Estados Unidos: un guerrero en el que se podía creer
Cuando llegué a Washington como embajador en 1998, la gran pregunta sobre Colombia era si el país ya debía ser clasificado como un Estado fallido. Durante todo el período en que se construyó el Plan Colombia en la época del presidente Pastrana, ya se había instalado una percepción internacional sobre la fragilidad del Estado colombiano. Guardando las proporciones, se nos veía casi como la gente puede llegar a ver a Venezuela en el día de hoy. La Administración del presidente Bill Clinton había descertificado a Colombia por falta de cooperación en la lucha contra el narcotráfico, y le había quitado la visa al entonces presidente del país. Y en el fondo, había un quiebre profundo entre Estados Unidos y Colombia.
En ese contexto, la elección del presidente Pastrana fue percibida en Estados Unidos como una oportunidad para reconstruir la relación. El presidente Clinton se interesó mucho en el hecho de que Pastrana hubiese sido electo con una misión, que era lograr la paz en Colombia. Pero como Pastrana mismo lo decía, el Gobierno no escoge entre la guerra y la paz. Como lo declara la Constitución, la responsabilidad del Gobierno es defender la vida, honra y bienes de los colombianos, y eso exigía también fortalecer al ejército y las fuerzas del orden en el país. Y es ahí donde queda en evidencia la gran fragilidad que tenía el Estado colombiano. El ejército tenía quizás cinco o seis helicópteros: la ecuación de fuerzas era totalmente desproporcional. Frente a esto Pastrana le propuso a Clinton que apostara por el proceso de paz, pero a la misma vez lo convenció de que Estados Unidos apoyara el fortalecimiento y la modernización de las fuerzas de seguridad. Fue entonces cuando se abrió el espacio donde se construyó la propuesta del Plan Colombia, y donde el ejército colombiano empezó a recibir entrenamiento y recursos de Estados Unidos.
Pastrana y Clinton se dedicaron a conseguir la aprobación y el apoyo de otros países para el Plan Colombia. El Congreso de Estados Unidos lo aprobó en julio del 2000, pero, por las dificultades en la implementación, el proceso recién arrancó en el segundo semestre del 2002. Ya para esa fecha el proceso de paz se había agotado, a medida que quedaba en evidencia la total falta de credibilidad de las Farc. En esos días yo acompañé a Pastrana a que conociera a George W. Bush, siendo este aún gobernador de Texas. En ese encuentro Bush quedó con el tema claro, e incluso durante uno de los debates con el vicepresidente Al Gore, el candidato del Partido Demócrata en las elecciones de noviembre del 2000, se comprometió a apoyar el Plan Colombia. Al ganar las elecciones, Bush llegó queriendo auténticamente hacer algo importante para América Latina y Colombia en particular, pero, claro, con los atentados del 11 de septiembre del 2001 todo cambió.
Cuando Uribe fue elegido presidente, no solo llegó con el mandato de los colombianos de combatir abiertamente a las Farc. También se encontró con un ambiente internacional mucho más afecto a condenar el terrorismo, y con un político –Bush– que buscaba aliados estratégicos en lo que iba a ser el reto central de su gestión. Yo había conocido a Uribe en 1993, cuando los dos estudiábamos en Harvard. Ahí formé una buena amistad con él. Cuando, tras su elección, Uribe me pidió quedarme como embajador en Washington, le organicé reuniones con todos los congresistas relevantes y le expliqué que Bush había mostrado un interés particular en él. De hecho, años después me enteré de que en el informe diario que las agencias de seguridad e inteligencia del Gobierno le llevaban (el Presidential Daily Brief), en esos días Bush siempre se fijaba en la sección sobre Colombia para ver cómo evolucionaba la campaña de Uribe. Quienes estaban con él me dijeron que Bush decidió que Uribe era el caballo por el que había que apostar. Después de las elecciones le dije a Uribe que Bush quería hacer mucho más con Colombia, pero que primero quería estar seguro de que Uribe realmente estaba dispuesto a meterse en la pelea contra el narcoterrorismo. Y recuerdo que Uribe me dijo: “¡Hombre, por Dios!”.
A Bush le fascinó que Uribe hablara del terrorismo sin pelos en la lengua –lo que los estadounidenses denominan no bullshit– y quedó convencido de que él y Uribe eran kindred spirits o espíritus afines.
Al poco tiempo lo acompañé a sus primeras reuniones en Washington. Una de ellas fue con el presidente Bush y la secretaria de Estado Condolezza Rice. Cuando llegaron a los temas de seguridad, Bush le explicó que la política de Estados Unidos ante el terrorismo era eliminarlo de manera implacable. Y, entonces, Uribe le dijo: “Mr. President, I understand. We have to hit them, hit them hard”.
Fue uno de esos momentos en los que quedó claro, no solo que estábamos en una nueva época, sino que había una sintonía muy particular entre Uribe y Bush. A Bush le fascinó que Uribe hablara del terrorismo sin pelos en la lengua –lo que los estadounidenses denominan no bullshit– y quedó convencido de que él y Uribe eran kindred spirits o espíritus afines.
Después de esa reunión me enteré de que Bush escribió un memo donde le instruyó a Rice que se tomaran acciones inmediatas para apoyar al equipo de seguridad que protegía a Uribe. Desde ese momento en adelante había un deseo evidente de parte de Bush no solo de que Uribe tuviera éxito, sino de que bajo Uribe Colombia realmente se convirtiera en un ejemplo a nivel mundial de cómo defender la libertad con base en la seguridad y el orden. Bush se comprometió a que Colombia tuviera los instrumentos para contrarrestar a las Farc como terroristas, y aseguró que todo el aparato de seguridad nacional de Estados Unidos contribuiría a ese objetivo. Muy pronto aumentó el número de militares estadounidenses que hacían entrenamiento a las Fuerzas Armadas colombianas. Se amplió mucho más el espacio de cooperación en el área de inteligencia y, por supuesto, la designación de las Farc como grupo narcoterrorista permitió colaborar de una manera mucho más eficaz.
Pero más allá de la alianza en torno al Plan Colombia, en esos años también se empezó a tejer una relación especial entre Uribe y Bush. No es común que un presidente de Estados Unidos vaya a Colombia. Bush fue dos veces, y Uribe iba una o dos veces por año a Washington. Se generó una relación muy íntima. Creo que Bush en lo personal sentía una afinidad con Uribe, y una gran satisfacción de respaldar a un guerrero en quien él podía creer. Bush veía en Uribe un líder que tenía no solo el deseo sino la capacidad y la profundidad para hacer el tipo de reformas que Colombia necesitaba, de confrontar a las Farc de una forma integral y de movilizar a toda la sociedad en torno a eso. En ese sentido, pienso que Bush veía un paralelo entre los retos que la historia les había entregado a él y a Uribe, y en la forma con la que ambos decidieron hacer frente a esos retos. Cuando le pregunté recientemente a Stephen J. Hadley, el consejero de seguridad nacional de Bush en esos años, sobre cómo recuerda la relación entre los dos presidentes, me dijo simplemente: For Bush, this was personal. Y esa me parece la mejor manera de resumir la singularidad de esa alianza.
Más allá de la amistad con Bush, Uribe entendió inmediatamente que la relación con Estados Unidos requeriría una atención extraordinaria y sostenida de su parte. Desde la época de Pastrana ya habíamos invertido mucho en que hubiera un consenso bipartidista en el Congreso en torno al Plan Colombia, pero en el Partido Demócrata seguía habiendo mucha preocupación por los derechos humanos, y concretamente por la muerte de sindicalistas en Colombia y el comportamiento de las Fuerzas Armadas. Uribe le dio muchísima importancia a este tema. Se creó una unidad al interior de la Fiscalía General de la Nación para investigar casos de violaciones de derechos humanos por parte de distintos grupos, se implementó un conjunto de medidas de protección para los sindicalistas y para combatir la extorsión, y muy pronto se empezó a ver una reducción sostenida de la violencia. A pesar de la enorme presión en torno a este tema, Uribe se ganó el respeto en Washington por los resultados. Cultivó el apoyo público de republicanos de mucho peso, como los senadores John McCain, Lindsay Graham y Mitch McConnell, pero también supo entenderse con muchos demócratas. A pesar de que algunas figuras, como el senador Patrick Leahy, lo cuestionaban mucho, Uribe mantenía un diálogo con todos ellos, incluso con gente como el representante Gregory Meeks, quien hoy preside el Comité de Asuntos Exteriores en la Cámara, con quien generó una relación muy cercana.
Los frutos de esa estrategia se vieron muy claramente con el tema comercial. Uribe siempre quiso ampliar la agenda con Estados Unidos para impulsar el Tratado de Libre Comercio (TLC). Llevó a mucha gente del Congreso a Colombia, ya no solo para ver los temas de cooperación en materia antinarcóticos, sino para mostrarles lo que significaba la economía colombiana, el dinamismo de nuestras empresas y cómo se estaba multiplicando el crecimiento gracias al Plan Colombia. Esas visitas también le sirvieron para mostrar el esfuerzo fiscal que Colombia estaba haciendo para complementar el apoyo de Estados Unidos —algo esencial para asegurar la credibilidad y la continuidad del Plan Colombia—.
Cuando quiso avanzar con el tratado de libre comercio, Uribe se encontró con la oposición de los demócratas, que siempre han priorizado los temas de protecciones laborales, y que juntaban esa agenda con el tema de los derechos humanos. Se generó una enorme presión en torno a las negociaciones que se hacían para cerrar el Tratado de Libre Comercio. Yo recuerdo que, hacia el final, Rob Portman, el representante de comercio exterior de Bush, me llamó cuando yo recién empezaba mi gestión como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Me dijo que estaban en el trecho final de las negociaciones, pero querían que yo fuera un facilitador informal con Uribe —lo que llaman un back channel— para asegurar que él viera los detalles. Entonces llamé a Uribe y le expliqué que había cinco temas clave para negociar, y que Portman quería que los manejáramos de manera directa con él. Y así arrancamos. La llamada de Portman me llegó un viernes, y desde ese momento hasta las cuatro de la mañana del lunes siguiente se trabajó prácticamente sin interrupción. Uribe, por supuesto, dominaba los temas con una granularidad que dejaba con la boca abierta al equipo de Portman. Cuando se trataba de los aranceles farmacéuticos —algo que preocupaba a muchos actores, incluso a un sector en la Iglesia—, Uribe ya estaba enterado, llamaba al jerarca correspondiente en Colombia, le decía: “Mire, arzobispo, aquí estamos con el U. S. Trade Representative, me hablan sobre este tema. ¿Usted qué opina?”. A los estadounidenses les quedó claro que él sabía el punto y coma de cada aspecto del tratado, y claramente esto les dio un empujón a las negociaciones y permitió llegar al acuerdo.
Esa dimensión enciclopédica y casi obsesiva de Uribe terminó siendo parte de su imagen en Washington, y contribuyó al incomparable nivel de acceso e influencia que logramos en esos años. Recuerdo que cuando yo ya había dejado la embajada, Bush invitó nuevamente a Uribe a Washington y le sacó el tapete rojo. Le hizo una reunión con todo el Congreso, reuniones con los empresarios más importantes, y fue entonces cuando Uribe espontáneamente montó una especie de consejo comunal, al estilo colombiano, pero esta vez dentro de la Casa Blanca. Se puso a explicar las cosas a su manera, con sus tarjetitas, y tenía a todo el mundo fascinado. Bush se reía y le pedía que no se extendiera tanto, y más tarde me dijo: “Este tipo se nos instaló tres horas. ¡Se tomó la Casa Blanca!”. Yo nunca vi algo parecido.
En el 2009, cuando Bush invitó a Uribe a recibir el honor civil más alto de los Estados Unidos, la Presidential Medal of Freedom (que yo sepa, la única vez que un jefe de Estado latinoamericano lo ha recibido), el legado de esos años quedó registrado para siempre. Gracias al sacrificio colectivo de millones de colombianos, y gracias a la visión y el empeño del presidente Uribe, recuperamos la reputación de Colombia y logrado consolidar una alianza que nos dejó como el principal socio de Estados Unidos en Sudamérica.
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Jaime Bermúdez Merizalde
Abogado, diplomático y Político colombiano, se desempeñó como Embajador en Argentina y Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia.
Luis Alberto Moreno
Administrador de empresas y economista de la Universidad de Florida Atlantic, con una maestría en administración de la Escuela Thunderbird. Diplomático, periodista, exministro de Desarrollo Económico y expresidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).