Margarita Garcia

El escritor alemán Thomas Mann (1875 – 1955), Premio Nobel de Literatura en 1929, fue el escritor más influyente de su generación. Sus ensayos e ideas sobre temas políticos, sociales y culturales tuvieron un amplio eco. Foto: Ethic.

Thomas Mann o la evolución de un apolítico

por | Jun 16, 2025

Por Gustavo Bell Lemus

En la conmemoración del año Mann, dedicado a exaltar la vida y obra del escritor alemán, una revisión a la trayectoria de su pensamiento en defensa de la cultura occidental y los valores democráticos, y en contra de la indiferencia y apatía de los intelectuales hacia la política.

El pasado 6 de junio se celebraron 150 años del nacimiento, en la hanseática ciudad de Lübeck, a orillas del mar Báltico, del escritor alemán Thomas Mann; y el próximo 12 de agosto se conmemorarán 70 años de su fallecimiento en Zúrich.   

Tales acontecimientos han sido motivo para que en Alemania se haya designado este año como el Año de Mann. Sus libros —varios de ellos considerados clásicos de la literatura universal, como Los Buddenbrook, La montaña mágica y Muerte en Venecia— han sido reeditados profusamente, al igual que muchos de sus ensayos. Del mismo modo, se han organizado numerosos eventos académicos para discutir y reflexionar sobre su vida y obra, que trascendieron la esfera de la literatura.

El momento para estudiar la trayectoria vital y artística de Thomas Mann no podría ser más propicio, dadas las circunstancias actuales, tanto en Alemania como en Europa, e incluso en el mundo entero. La invasión de Rusia a Ucrania, el ascenso del partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD) —que ocupó el segundo lugar en las pasadas elecciones desplazando al Partido Socialdemócrata—, la profunda crisis que atraviesa la democracia liberal, la exacerbación de la xenofobia, el creciente antisemitismo, y la decisión de aumentar el gasto militar son hechos que, si bien no son idénticos a los que marcaron la década de 1920, obligan inevitablemente a los ciudadanos —y especialmente a los intelectuales— a asumir posiciones políticas ante las amenazas que representan para la vigencia de la democracia como sistema de gobierno.

Thomas Mann tenía 39 años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Para entonces, era un escritor ampliamente consagrado, que gozaba del respeto y la admiración de sus compatriotas y del mundo intelectual europeo, pues ya había publicado Los Buddenbrook, Muerte en Venecia y numerosos cuentos y ensayos. Como la gran mayoría de los alemanes, Mann compartió el entusiasmo por la entrada de su nación en la guerra, porque creía que Alemania había sido agredida y que su espíritu debía defenderse a toda costa. Impedido por su condición física y familiar de ir al frente, Mann se refugió en su casa de Múnich para poner su pluma y su capacidad intelectual al servicio de la causa de su madre patria, que veía desde la perspectiva social de su propio mundo, calificado por él mismo como el de la “burguesía patricia”.1 Y lo hizo por medio de tres escritos fervientemente nacionalistas, Pensamientos en la guerra (1914), Federico y la gran coalición (1915) y Consideraciones de un apolítico (1918).

Según lo expuso en el prólogo, y luego en reiteradas ocasiones, la escritura de las Consideraciones fue un ejercicio de movilización de su pensamiento, un intento por entender lo que estaba en juego en la contienda bélica, una especie de examen de conciencia que le permitiera darle sentido a la intervención de Alemania en ella. Fue también una forma de catarsis personal, que no aspiraba a ir más allá de un ejercicio privado, pero que, una vez publicada —a escasas dos semanas del fin de la guerra—, habría de tener una gran repercusión en la intelectualidad europea, pues su autor fue tildado de reaccionario, autoritario y antidemócrata. Entre quienes lo criticaron duramente se encontraba su propio hermano Heinrich —también un reconocido escritor y pacifista militante—, con quien mantenía una agria disputa sobre la participación de Alemania en la guerra.   

Lo cierto es que en varias afirmaciones contenidas en las Consideraciones, Mann se muestra, aunque con algunos matices, inequívocamente partidario del régimen imperial, en contra del régimen republicano y de la democracia. Basta el siguiente párrafo del prólogo:

Si en las páginas que siguen he abogado por el punto de vista de que la democracia, de que la propia política es ajena y ponzoñosa para el ser alemán; si he puesto en duda o si he discutido la vocación de Alemania para la política, ello no ocurrió con la ridícula intención desde un punto de vista personal y objetivo de quitarle a mi pueblo sus deseos de realidad, de hacerlo vacilar en la fe en la justicia de sus aspiraciones universales. Reconozco estar profundamente convencido de que el pueblo alemán jamás podrá amar la democracia por la sencilla razón de que no puede amar la propia política, y que el muy desacreditado “estado autoritario” es y sigue siendo la forma de gobierno apropiada al pueblo alemán, la que le corresponde y la que, en el fondo, desea.2

A pesar de las innumerables ocasiones en que Thomas Mann se refirió a su texto para explicar su contenido y justificar su escritura, Consideraciones de un apolítico nunca dejó de ser una obra polémica. Particularmente mordaz fue la controversia suscitada en 1928 con motivo de una nueva edición de sus obras, ya que se le acusó de haber introducido en las Consideraciones unas modificaciones calificadas de oportunistas, acomodando sus ideas al momento histórico. No obstante, los turbulentos años que siguieron al fin de la guerra le ofrecieron a Mann la oportunidad de asumir una posición, esta vez sin ambages, en favor y en defensa de la política, la democracia y el régimen republicano.

En efecto, tras ser derrotada militarmente y depuesto el régimen imperial del káiser Guillermo II, Alemania se organizó en 1919 como una república democrática con la sanción de la Constitución de Weimar. Pero la tinta con la que fue escrita aún no terminaba de secarse cuando comenzaron a lloverle críticas desde todos los estamentos y por todos los costados, culpándola de la ola de insurrecciones y asesinatos políticos que tuvieron lugar en los años siguientes.

Fue entonces cuando Thomas Mann, investido de su reconocida autoridad intelectual, salió en defensa de la Constitución, las libertades democráticas y la política, con un célebre discurso titulado De la República Alemana, pronunciado en octubre de 1922 con ocasión del sexagésimo aniversario de Gerhart Hauptmann, Premio Nobel de Literatura en 1912. A partir de ese momento, y hasta su muerte en 1955, Mann se convertiría en el más comprometido, incansable y ferviente defensor de esas instituciones y, con ellas, de una Alemania democrática. La concesión del Premio Nobel de Literatura en noviembre de 1929 lo situaría en la cima de la cultura europea y ampliaría al máximo tanto el universo de sus lectores como las audiencias a las que se dirigía.

La asamblea constituyente en Weimar, llevada a cabo el 6 de febrero de 1919, proclamó una constitución democrática e instauró un régimen parlamentario en el territorio del extinto Imperio Alemán. Foto: Infobae.

Para Thomas Mann, la defensa de la democracia que ahora asumía no era una mera conversión política; en el fondo, decía, representaba una evolución de las ideas que había expuesto en 1918 en las Consideraciones, solo que entonces aún no habían terminado de decantarse. Así, a medida que el clima político en Alemania se enturbiaba más por el ascenso del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, con Hitler a la cabeza, asimismo Mann comprendía y valoraba más las libertades democráticas que la constitución republicana de Weimar consagraba. Esa postura le valió que fuera acusado de traidor por los estamentos más conservadores de la burguesía alemana y se viera rodeado de un ambiente cada vez más hostil a sus ideas.

Tras la llegada de Hitler al poder, el 30 de enero de 1933, la suerte de Thomas Mann en Alemania estaba echada: sus días en suelo patrio estaban contados. El 11 de febrero, partió sin despedirse hacia Ámsterdam, Bruselas y París, donde dictaría unas conferencias sobre Richard Wagner. La noche del 10 de mayo, todos sus libros —junto con los de numerosos escritores de distintas nacionalidades— ardieron en piras públicas organizadas por Joseph Goebbels, recién nombrado Ministro de Instrucción Pública y Propaganda. Mann no regresaría a su patria hasta 16 años más tarde, el 23 de julio de 1949.

Donde yo esté, está Alemania

Durante los siguientes cinco años, Thomas Mann residió con su familia en Zúrich, Suiza. Aunque siguió escribiendo con la misma disciplina de siempre, viajó incansablemente por las principales capitales europeas, denunciando los atropellos del régimen nazi y defendiendo la democracia. El 2 de diciembre fue despojado de la ciudadanía alemana. A comienzos del otoño de 1938 se mudó a Estados Unidos, donde residió hasta finales de 1952. Luego volvería a las cercanías de Zúrich, donde murió el 12 de agosto de 1955.

A lo largo de sus años en el exilio, Thomas Mann impartió innumerables conferencias, escribió decenas de artículos y ensayos, y grabó igual número de alocuciones en defensa de la cultura occidental y de sus principales conquistas, entre ellas la democracia. En sus intervenciones, siempre insistía en estar alerta ante cualquier enemigo de las libertades, y señalaba como uno de los males más corrosivos de la democracia la indiferencia y apatía de los intelectuales hacia la política.

Con frecuencia volvía a las circunstancias bajo las cuales escribió las Consideraciones de un apolítico para señalar justamente los equívocos que lo habían llevado a rechazar la política y la democracia. En la conferencia Cultura y Política de 1939, afirmó que el libro había sido una ardua tarea de introspección y de revisión de sus principios, de su herencia en su conjunto, que era la de una intelectualidad burguesa, ajena a la política; la de un concepto de cultura configurada por la música, la metafísica, la psicología, una ética pesimista y un idealismo intelectual individualista, pero que excluía con menosprecio el elemento político.3   

Los traumáticos años que siguieron a la derrota militar de Alemania en 1918, junto con los ataques sistemáticos de todos los estamentos sociales contra la Constitución de la República de Weimar, lo llevaron a modificar sus ideas sobre la política y la democracia. Sus reflexiones, fruto de la aguda observación de esos años, le hicieron comprender que lo político y lo social eran partes integrales del ser humano, y que, si se abría una brecha entre ambas, la cultura se vería amenazada. De ahí que señalara como un error de la burguesía alemana –de la que hacía parte– creer que se podía ser una persona culta y apolítica. Por ello se preguntó: ¿Hasta qué extremos el infortunio de la historia alemana y su camino hacia la catástrofe cultural del nacionalsocialismo están ligados al apoliticismo de la intelectualidad burguesa en Alemania, a su desprecio antidemocrático frente a la esferas políticas y sociales desde las alturas de lo intelectual y de la “formación”?4     

En esa conferencia de 1939, a meses del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann expresaba que renunciar a la pasión política propia del ser humano, “era, de hecho, un error, un autoengaño: no se elude la política al hacerlo, solo se acaba en el lado equivocado, y encima con pasión. Apoliticismo significa sencillamente antidemocracia, y lo que eso quiere decir tan solo se hace patente, con exacerbada pasión, en determinadas situaciones extremas”.5   

Dos de las obras imprescindibles de Thomas Mann, autor alemán del que se celebran en este 2025, 150 años de su natalicio.

Para Thomas Mann, la defensa de la democracia que ahora asumía no era una mera conversión política; en el fondo, decía, representaba una evolución de las ideas que había expuesto en 1918 en las “Consideraciones”, solo que entonces aún no habían terminado de decantarse.

Hasta el lobo estepario de Herman Hesse no podía eludir la política…

Thomas Mann y Hermann Hesse se conocieron en un hotel de Múnich en 1904, donde habían sido invitados por su editor común, Samuel Fischer. Desde entonces, hasta la muerte del primero, mantuvieron una correspondencia fluida y fraternal, interrumpida solo en algunos períodos por los avatares de la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de las muchas diferencias que podrían haberlos separado, con el tiempo lograron construir una amistad muy sólida y profunda, que trascendía lo literario e intelectual. Desde muy temprano, Mann se convirtió en un hombre de mundo, intensamente implicado en la vida pública de Alemania y Europa. Hesse, por el contrario, se marchó de Alemania en 1904 y se estableció en Suiza, donde vivió como un ermitaño el resto de su vida.

El autor de El lobo estepario consideraba que, tras la frustrada revolución de 1918, las esperanzas de que Alemania se convirtiera verdaderamente en una república y encontrara su propio camino se habían perdido para siempre. A pesar de esa desilusión, Thomas Mann nunca dejó de compartir con Hesse sus reflexiones y preocupaciones sobre lo que ocurría en su patria común y sobre el futuro, tanto de Alemania como de la humanidad, tras las barbaries del régimen nazi.

El 8 de abril de 1945, a un mes de la capitulación final del Tercer Reich, Thomas Mann le escribió a su entrañable amigo para agradecerle “el prodigioso obsequio que ha legado usted al mundo (y también a… mí) con ese monumento novelesco increíblemente rico y maduro que se llama El juego de los abalorios”.6

Al final de la misiva, Mann aprovechó la ocasión para insistirle al ermitaño de Hesse sobre el deber de todo ser humano de asumir la política:

En conclusión: no es nada extraño que una obra tan ‘etérea’ como la suya se rebele contra la ‘politización del espíritu’. Pero es preciso que nos entendamos sobre el sentido de la expresión. Todos, bajo una presión terrible, hemos sufrido una especie de simplificación. Hemos vivido el mal en toda su monstruosidad, y, al mismo tiempo es una confesión vergonzosa hemos descubierto nuestro amor al bien. Si el ‘espíritu’ es el principio, o la fuerza, que desea el bien, la solícita atención a posibles variaciones en la imagen de la verdad, la ‘diligencia divina’, en una palabra, que postula la aproximación a lo temporalmente justo, prescrito y debido, entonces es político, le guste o no le guste el calificativo. Creo que ningún ser vivo puede eludir actualmente la política. El rechazo es también política; con él se practica la política de la causa injusta.

Digresión poética

Otra arte poética una: la palabra

Estamos de acuerdo;
por una vez concedamos que ustedes, los poetas,
tienen la razón; que tienen
toda la razón: sí, las palabras
se gastan, las palabras
envenenan todo lo que tocan.
Digamos que acertaron, que dieron
en el blanco, que cogieron
la cosa por donde era;
digamos que hay palabras metálicas
que si caen desde cierta altura
pueden matar a una persona
y que hay palabras en forma de ceniza
que explotan como pólvora,
y que hay otras palabras que son flores
que se marchitan en un día
—como las de este verso de doble faz,
útil para floreros y promesas–
y que hay otras que se huelen y se tocan y se miran
y palabras detergente
y palabras perfume y que también está la palabra
silencio. Digamos, en fin, que hay palabras
como la palabra caravana o la palabra
sombra, sin mencionar la conocida
rosa. Pero ya estamos llegando
al límite. Las palabras, son palabras, poetas,
y yo no puedo hacer nada por ustedes.

Darío Jaramillo Agudelo

Referencias

1 Thomas Mann, Relato de mi vida, Hermida Editores, Madrid, 2016, p. 156

2 Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1978, p. 47

3 Thomas Mann, Textos críticos, Ediciones Navona, Barcelona, Segunda edición, 2019, pp. 73-84

4 Textos críticos, p. 77

5 Textos críticos, p. 78

6 Herman Hesse – Thomas Mann, Correspondencia, Muchnik Editores, Barcelona, 1977, p. 151

Gustavo Bell Lemus

Historiador, abogado y político barranquillero. Se ha desempeñado en su carrera pública como Gobernador del Atlántico,Vicepresidente de Colombia y Embajador en Cuba durante los diálogos de paz con las FARC en La Habana.

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