
Ilustración original: Zacapa. Arte: Guillermo Solano.
De libro inédito de John Better, Sumidero.
De todas las posesiones misteriosas de la señora Ana Cecilia Roncallo de Armella, mi abuela, el ron compuesto fue el que más interés despertó en mi niñez; una mezcla de ron “ñeque”, (licor a base de levadura), marihuana, astillas de madera y otras plantas medicinales del Caribe colombiano. Este menjurje suele venir envasado en una botella de ron o aguardiente. El de mi abuela reposaba en una canillona de ron Tres Esquinas.
En aquel entonces, ignoraba de qué estaba compuesto aquel misterioso líquido. Mi abuela le atribuía poderes milagrosos para sanar, desde reumatismos y dolores de cabeza, hasta otros complejos malestares del cuerpo y el ánimo.
Una vez me caí desde lo alto de un viejo escaparate y me hice un chichón del tamaño de una bola de billar.
—Trae el ron compuesto, vaporub y sal, ordenó la abuela de inmediato.
Me cargó en sus rodillas, vació un chorro de ron en su mano, y luego la pasó por mi frente. Nunca voy a olvidar aquel aroma a yerbas concentradas y alcohol. Algunas gotas resbalaron por mi cara como la caricia de un arbusto recién regado por la lluvia. Finalmente mezcló la sal con el mentol y lo untó en el adolorido chichón que salía de mi frente.
—No vayas a dejar que el niño se duerma, eso es malo, advirtió la abuela y se quedó por unos instantes inhalando el vapor de su botella de ron compuesto.
Los misterios en aquella casa eran una constante. Era malo dormir después de un fuerte golpe, no tapar los espejos cuando llovía, prestar agujas y regalar sal, cortarse el pelo con resfriado, jugar con tijeras y cuchillos.
Se me hizo costumbre caerme y golpearme en aquellos años de infancia, tan solo para embriagarme con el perfume del ron compuesto de mi abuela, el que me dejaba por minutos flotando sobre una alfombra de musgo.
Me cargó en sus rodillas, vació un chorro de ron en su mano, y luego la pasó por mi frente. Nunca voy a olvidar aquel aroma a yerbas concentradas y alcohol. Algunas gotas resbalaron por mi cara como la caricia de un arbusto recién regado por la lluvia.
Pasó el tiempo, los misterios se fueron develando uno tras de otro, me embargaba una fuerte decepción por casi todo lo que me rodeaba, ya tenía 14 años. Una mañana de mediados de diciembre, ella murió. Todo ese mundo que era posible dentro de aquel caserón se detuvo. Entonces nos marchamos de allí, tapié puertas y ventanas de aquel lugar y solo volví a él veinte años después cuando escribí mi novela A la caz/sa del chico espantapájaros.
Un domingo, en esas inesperadas visitas que suelo hacerle al escritor Guillermo Tedio, le hablé de mi novela y la reconstrucción que hacía de mi casa de infancia. Tedio, amablemente, me condujo hasta su biblioteca subterránea para que charláramos, uno de los más placidos lugares que he conocido hasta la fecha. Instalado allí, mis ojos recorrieron los objetos: el escritorio, los lápices, los portarretratos, los cuadros en las paredes y los estantes con libros; justo en uno de ellos, estaba aquella preciosa botella de ron compuesto. Ante mi curiosidad, Tedio la tomó en sus manos, la destapó e inhaló con fuerza de ella.
—Cada vez que quiero acordarme de mi niñez y de mi abuela hago esto, dijo el gran Tedio.
Luego me la pasó e hice lo mismo. Y como por arte de magia proustiana, doña Ana Cecilia Roncallo de Armella, atravesó los densos tules de la muerte y volvió a pasar su mano por mi frente adolorida, en la que todavía llevo impresa la secuela de aquel golpe. Se acercó a mi oído y dijo:
—Trata de dormir, hijo, ya han pasado muchos años, nada es malo en absoluto.
Tedio me sacó del ensueño pasándome una copa de ron, un trago compuesto de la más dulce caña de toda América.
John Better
Poeta y escritor barranquillero autor, entre otros, de los libros China White (2006), Locas de Felicidad (2009) y las novelas A la caz(s)a del Chico Espantapájaros (2016) y Limbo (2020).
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