
Henry Kissinger, político estadounidense y una de las figuras claves de la historia del país del norte en el siglo XX. Foto: The New York Times.
¿Han llegado los populistas para quedarse?
A finales de los años cincuenta, un brillante estudiante de ciencias políticas, iconoclasta y rebelde (en el sentido académico del término), publicó un libro sobre la diplomacia europea a principios del siglo XIX. El libro fue pronto olvidado, sepultado –como tantos otros– entre millones de tesis y artículos académicos sin lectores. El autor del artículo todavía tiene cierta notoriedad, ganada no en las aulas de la academia sino en los salones del poder: fue el maquinador político más importante de la Guerra Fría y, para muchos, un criminal de guerra: Henry A. Kissinger.
Henry Kissinger planteó una clasificación binaria de la política que no parece perder vigencia. De un lado está el estadista, siempre cauteloso, dubitativo, atrapado en sus cavilaciones hamletianas… El estadista “es consciente de las muchas esperanzas que han fracasado, de las buenas intenciones que terminaron en nada, y del egoísmo, la ambición y la violencia de los seres humanos”. Cree en el gradualismo, y por eso evita los experimentos más ambiciosos, las reformas más radicales y los cambios más arriesgados. Rechaza la personalización de la política y de las relaciones exteriores. Entiende bien, por experiencia, la “fragilidad de las estructuras que dependen de un solo individuo”.
Del otro lado, señaló el joven Kissinger, está el profeta, ajeno a las dudas, seguro de sí mismo, inmune a los hechos… El profeta rechaza el gradualismo; lo considera una concesión injustificable. Tiende a suplantar la realidad con su visión exaltada del mundo. Cree en soluciones totales y definitivas. Tiene más propósito que método. “El profeta representa una era de exaltación, de grandes levantamientos, de vastas posibilidades, pero también de enormes desastres”. Es, ante todo, un crítico del sistema y del orden establecido. Representa lo que Kissinger llamó “un poder revolucionario”; esto es, un poder que pone en cuestión la legitimidad del sistema imperante. El profeta no cree en las reglas de juego, no las respeta; pretende definir las suyas.
El filósofo Isaiah Berlin ya había propuesto una clasificación similar de los pensadores prácticos: erizos y zorros. Los primeros saben una sola cosa, proponen una gran teoría unificadora para entender el mundo en todos sus matices, nunca se contradicen y están henchidos de propósito. Los segundos usan varios modelos, se contradicen con frecuencia y tienen menos confianza en sus ideas y sus motivaciones. Los profetas son erizos; los estadistas, zorros. Los zorros nunca aciertan de manera grandiosa, pero tampoco se equivocan catastróficamente. Los erizos, sí.
En días más recientes, después de un juicioso análisis empírico de la creación artística, el economista norteamericano David W. Galenson encontró que los artistas y los poetas pueden clasificarse en dos categorías: los “jóvenes genios”, por lo general innovadores, impacientes, que rompen las reglas y realizan sus contribuciones más valiosas durante los primeros años de sus carreras; y los “maestros veteranos”, que acumulan su conocimiento durante décadas, van aprendiendo despacio, mejoran técnicas heredadas y no creadas, y producen sus obras maestras al final de sus vidas. Los profetas se parecen a los primeros; los estadistas, a los segundos.
La advertencia de Kissinger resulta inquietante: la sociedad y los poderes tradicionales no están preparados para enfrentar la embestida de los populistas.
No creo en los analistas clarividentes, pero resulta imposible, después de leer estas elucubraciones, no admitir su actualidad. Kissinger estaba escribiendo sobre la realidad política de la Europa decimonónica, y sin querer describió la realidad política de Estados Unidos y de muchos otros países en esta primera parte del siglo XXI. Obama es la personificación casi exacta del estadista. Trump, por su parte, personifica al profeta.
La clasificación propuesta por Kissinger es bastante ilustrativa. Y bastante revelador es su análisis del fracaso de la diplomacia y los poderes tradicionales ante la arremetida del poder revolucionario y la estrepitosa llegada de los profetas y sus desafueros:
Confundidos por un período de estabilidad que parecía permanente, ellos (los representantes del poder establecido) encuentran casi imposible tomarse en serio las aseveraciones del poder revolucionario en cuanto a su intención de destruir el orden vigente. Los defensores del statu quo, por lo tanto, tienden a tratar al profeta como si sus protestas fueran meramente tácticas; como si en realidad estuviera simplemente tratando de acrecentar su poder de negociación, como si sus pretensiones abarcaran algunos aspectos específicos dirimibles mediante concesiones limitadas. Aquellos que advierten el peligro son considerados alarmistas; los que aconsejan la adaptación son, por el contrario, considerados sensatos y equilibrados… Pero la esencia de los profetas es que están impulsados por el coraje de sus convicciones y dispuestos a llevar las cosas hasta el final.
La advertencia de Kissinger resulta inquietante: la sociedad y los poderes tradicionales no están preparados para enfrentar la embestida de los populistas, que han llegado para quedarse. Bajan la guardia, minimizan el peligro, limitan la oposición, ignoran los indicios… Van sumando concesiones, perdiendo la libertad y entregando la democracia poco a poco. Ha ocurrido muchas veces. Con frecuencia, la pasividad le abre paso al desastre.
En muchas partes del mundo, la gente parece cansada de los estadistas y su exceso de realismo, y ha optado por los profetas y sus difusas ideas de cambio. Las consecuencias podrían ser desastrosas. En política, los profetas no solo anuncian el fin del mundo. A veces, lo provocan.
Alejandro Gaviria
Ingeniero, economista y escritor colombiano. Ha sido ministro de Salud y Educación de Colombia. Tiene un Ph. D. en Economía de la Universidad de California (San Diego). A lo largo de su carrera ha publicado decenas de artículos especializados sobre economía y política social. Es autor de más de diez libros, entre ellos La explosión controlada, Hoy es siempre todavía y No espero hacer ese viaje.
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