
Foto: Ashley Satanosky en Unsplash
Entre el exuberante paisaje del trópico gringo y unas instrumentalizadas clases de yoga que no precisamente profesan la paz, la autora de esta crónica de viaje describe un extraño paraíso miamense.
A diferencia de destinos exóticos como Atenas o Tokio, Miami forma parte del imaginario latinoamericano como un lugar evidente; un poco paradisíaco, un poco artificial, un poco glamour y un poco diáspora latina en EE. UU. trabajando de sol a sol en lo que haya que hacer. Los colombianos, cuando tienen dinero, toman el vuelo que, en menos de tres horas, los lleva directamente hacia aquellas playas de arena blanca y aguas cristalinas donde, en cada esquina, está el progreso porque dice la cartilla que todo lo (norte)americano es bueno.
Por mi parte, indiferente a los Estados Unidos, elegí siempre destinos más bohemios, con historia. Después de todo me consideraba una intelectual o quería llegar a serlo; Europa siempre fue mi norte. Sin embargo, en diciembre de 2024, mi sobrina Victoria estaba a punto de nacer en Miami y el viaje familiar se impuso. Ahí estaba, aterrizada en pleno corazón de la matrix, Brickell Avenue, una colonia futurista sacada de la película El quinto elemento; un decorado de vitrinas reflectoras y un metro elevado 100 % eléctrico y gratuito, puntual cada 4 minutos. Por la acera paseaban uniformadas las muchachas rubias en conjuntos deportivos de Lululemon y pulseras de Cartier; por la calle desfilaban coches de lujo de diseños inimaginables.
Ese primer matcha latte en “Viva la vida” me lo tomé fascinada por lo distintas que pueden ser las realidades de polo a polo, a un avión de distancia. Por la mañana sufría el frío invierno europeo y ahora un sol escandaloso me obligaba a refugiarme debajo de una carpa. Mi familia estaba concentrada en la espera de Victoria y salir a pasear la ciudad para ellos era rutinario, esa visita a Miami resultó ser de expedición solitaria. La primera tarde decidí ir a ver el mar, me recibió una playa solitaria con un atardecer tan dorado y limpio y un árbol tan bello que aquello parecía de mentira, silencio y belleza en estado puro. A lo lejos un padre pescaba con su hijo y unos policías en bicicleta patrullaban la avenida.
Decidí volver a casa andando y el camino me sorprendía con la naturaleza contenida en la ciudad, estaba todo limpio, pero la vegetación tenía algo de rebelde y deslenguado. Me sorprendían sobre todo los árboles gordos y húmedos de la avenida, de flores lujuriosas. Me pareció estar andando por el barrio El Prado en Barranquilla: la misma luz nocturna, los mismos grillos y los mismos sapitos haciéndole coro a la noche.
De repente la gracia de Miami se me revelaba, ¿de manera que el orden puede convivir con la naturaleza en estado salvaje? Comencé a sentir un nudo en la garganta, preguntándome cómo puedo vivir entre adoquines y muros –sí, con historia, pero casi sin ver el cielo. Fascinada descubría que en el mundo hay lugares en los que la gente está contenta de nadar en el progreso y, al mismo tiempo, la naturaleza reina.

Foto: Ky Nang en Unsplash.
La clave para conocer de verdad una ciudad extranjera es inscribirse en alguna actividad local. Me inscribí en el estudio de yoga más cercano, en mi barrio futurista. En la sala éramos solo tres, un joven indio llamado Rahul, una rubia esculpida por su cirujano y el profesor, un monje budista ucraniano con el torso cruzado de cuentas de semillas. Este se puso a tocar una especie de arpa y comenzó a entonar una canción en sanscrito para dar inicio a la clase. Luego preguntó nuestro nombre y comenzó a narrarnos ese episodio del Ramayana en el que Rama quema el cuerpo de los terribles demonios que acaba de vencer, del fuego surgen sus almas dándole las gracias por haberlos liberado de aquella encarnación pues, aunque lucharon fieramente por matarle, lo estaban esperando para morir, es decir para liberarse. Luego explicó que más o menos siempre estamos en una pieza de teatro y que, aunque nos desgañitemos, el alma sabe por dónde le entra el agua al coco.
Fue una clase hermosa de posturas exigentes, se sostiene la posición en 5 inhalaciones y luego se vuelve al inicio como si nada. “Cada postura destapa los canales atrofiados para que fluya la energía, la tensión acumulada enferma” dice el yogui.
Rahul resultó ser mi vecino en Brickell y me hizo un mapa de los estudios de yoga de la ciudad. Me habló de un estudio increíble (“a la moda”, leí entre líneas) en el Design District, que ofrecía unas clases muy especiales los domingos. Me preguntó por los estudios de yoga en Francia y yo le conté que allá los profesores no cantaban ni el om para no “imponer” el lado religioso de la práctica y que las salas se llenan de mujeres solitarias, nadie se mira, nadie se habla. Al acabarse la clase nos dispersamos sin decir nada, la dimensión espiritual de la practica absolutamente perdida.
Mientras llegaba el domingo me encontré con el museo de arte contemporáneo más espectacular del planeta, el Perez Art del que no esperaba absolutamente nada y que, en cambio, me sorprendió con la curaduría que marca la historia de una ciudad con las heridas expuestas al aire, una reflexión muy consciente de la migración me mostró que en Estados Unidos hay un cuestionamiento profundo sobre lo que significa ser un inmigrante.
El domingo Rahul me esperaba al pie del tren eléctrico de Brickell para ir a la clase de yoga prometida. Primero me sorprendió el número de personas en el estudio, éramos quizás setenta o cien. Me quise colocar delante, pero Rahul me advirtió que aquello era para los de nivel experto.
Esta vez la maestra era una mujer que saludó con besos y abrazos a la mitad de la sala. Se sentó delante con una especie de acordeón y saludó con un shalom. Rahul ya me había comentado que aquí se mezclaba la tradición del yoga con prácticas judías. Al rato de que ella hablase me di cuenta de que aquello se parecía cada vez más a la reunión de los domingos de las iglesias evangélicas. Después de unas cuantas canciones que la gente coreó con los ojos cerrados la mujer comenzó a hablar de un episodio del Bagadva gita, contaba que Rama con todo lo que amaba a su familia tuvo que matar a miembros de su clan porque eran malos y enseguida hizo un paralelo con el mundo contemporáneo en el que había que castigar a los que se portaban mal, aunque fuesen hermanos.

Foto: Ariel Tutillo en Unsplash
Estaba aturdida, cansada, confundida, ¿cómo se puede instrumentalizar una cultura tan antigua y distante para argumentar una guerra que pasa hoy? ¿Cómo se puede estar en el camino espiritual y abogar por la violencia en cualquiera de sus formas?
Reflexionaba en tono de pregunta ¿no creen ustedes que deben morir? y la multitud respondía “¡si!”. ¿Qué se debe hacer si tu vecino se porta mal? El bien debe vencer al mal cueste lo que cueste… Así pasa en el mundo ahora”. Una predica en toda regla, la gente contestaba levantando el puño como el Che Guevara. Después de hacer un rezo en hebreo la mujer saludó a un “guerrero” que todos aplaudieron, un chico musculoso de cabeza rapada recién desempacado de la franja de Gaza –según comprobé después–.
La clase fue exigente, en efecto las personas que estaban en las primeras filas eran contorsionistas. El resto de nosotros estábamos empapados de sudor, dejando las posturas tiradas para refugiarnos en la postura de descanso por excelencia: la semilla o el niño. Al final las mujeres acróbatas cerraron la clase con cantos que mezclaban Om y Shalom y otras arengas para defender la soberanía de Israel sobre Palestina.
Estaba aturdida, cansada, confundida, ¿cómo se puede instrumentalizar una cultura tan antigua y distante para argumentar una guerra que pasa hoy? ¿Cómo se puede estar en el camino espiritual y abogar por la violencia en cualquiera de sus formas? Mi compañero de tapiz me sacó conversación y cuando supo que vivía en Francia, me miró extrañado, “ese lugar es muy peligroso, es inseguro” —me dijo— y yo cómo ¿de qué hablas? “Si un ladrón entra en tu casa en Francia, lo tienes que dejar ir; en cambio, aquí puedes hacer justicia… le puedes disparar”. Confundida le dije “entiendo, pero ¿cómo te sentirías después de hacer algo así?” Mi vecino comenzó a sonreír, “francamente, si ese ladrón entró a mi casa y asustó a mi familia, me sentiría muy orgulloso”.
Al salir Rahul me contó que la profesora había confundido el Bagadva gita con el Mahabarata. Y que ese episodio no sucedía realmente así. Volviendo a casa pensaba que mi mundo de adoquines en Europa puede que no esté tan mal, porque al menos la vida es sagrada y eso nadie se atrevía a ponerlo en duda.
Por el camino de vuelta vi de nuevos esos árboles frondosos indiferentes a los edificios de lujo. ¿Cómo puede uno aceptar que el mundo se transforme alrededor y permanecer firme, fiel a sí mismo? Muchos de esos árboles seguirán allí cuando el design district o Brickell desaparezcan.
Rahul me dejaba en la puerta de mi edificio cuando recibí la llamada de que la familia estaba en el hospital porque llegaba Victoria. Mi amigo se ofreció a ir a buscar su carro para llevarme y así, por la avenida, en un Corvette amarillo al atardecer, me fui a conocer a mi sobrina, veía las ramas de los banyanes rozando a la tierra, parecen saber que todo se renueva y que todo es pasajero.
Liz Viloria
Escritora barranquillera. Doctorante en la Sorbona (Paris) y Ca’ Foscari (Venecia) con una tesis sobre el estatus de las mujeres en el Caribe.
Querido lector: nuestros contenidos son gratuitos, libres de publicidad y cookies. ¿Te gusta lo que lees? Apoya a Contexto y compártenos en redes sociales.