Un cierre casi global supuso la explosión de la pandemia. Ni la política, los medios de comunicación, o la religión supieron tener respuestas adecuadas a esta inédita situación. Foto: Edwin Hooper. Unsplash.
“Una de las razones de la diferencia entre el éxito científico y el fracaso político es que los científicos han cooperado a nivel mundial, mientras que los políticos han tendido a pelear entre sí”, afirma Yuval Noah Harari. ¿Cómo ha sido la política en tiempos de pandemia y cómo deberá serlo una vez llegue la anhelada postpandemia?
Más el miedo a perder la vida sólo puede fundar una tiranía,
el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada.
Giorgio Agamben
Han transcurrido 18 meses desde aquel 11 de marzo de 2020 cuando la Organización Mundial de la Salud –OMS– declaró la COVID-19 como una pandemia. La marea del miedo ha bajado también, con lo cual, es momento para ensayar balances parciales.
No hace falta ser trumpista o bolsonarista para concluir que la pandemia ha sido mal manejada por gobernantes y tomadores de decisiones. Han sido incapaces de prever una situación relativamente cíclica –la de los virus respiratorios– y han afrontado los momentos más críticos con un discurso cargado de lugares comunes y buenas intenciones cuyo saldo es un amplio sector de la población que no quiere vacunarse.
El médico Salvador Macip advierte que aunque en 2002 apareció el primer virus SARS, y en 2012 lo hizo el MERS, el balance es de “casi veinte años perdidos, sin prepararnos para hacer frente a una familia de virus que ya había dado el primer aviso y que los expertos consideraban como un riesgo importante para la salud mundial”. Y sentencia: “El pico inicial de la COVID-19 no habría sido tan intenso si los dirigentes hubieran sabido reconocer la importancia del consejo científico y hubieran estado debidamente preparados. Se puede argumentar que fue una situación para la que nadie estaba listo, pero esto se puede rebatir con las actuaciones de Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, Mette Frederiksen en Dinamarca, Tsai Ing-wen en Taiwán o incluso Angela Merkel en Alemania” (Lecciones de una pandemia, Anagrama, 2021).
Pero la principal razón de la mala gobernanza de la pandemia reside en que los gobernantes fueron incapaces de hacer un balance entre los bienes públicos en conflicto. Las fronteras, los toques de queda y las cuarentenas fueron manejadas con una discrecionalidad no muy ajena a la de los regímenes autoritarios, para no hablar de la falta de motivación pública de muchas de estas medidas o de una explicación de la relación de causalidad entre estas y la propagación del virus.
Así las cosas, esta pandemia ha evidenciado la profunda debilidad de las democracias por generar en los ciudadanos comportamientos más allá de lo reactivo, prohibitivo y sancionatorio. También que las decisiones políticas pueden ser profundamente anacrónicas: países donde bares y discotecas funcionan con normalidad y en las calles casi nadie usa tapabocas, tienen aún fronteras cerradas a decenas de países o exigen a los indisciplinados largas y costosas cuarentenas al volver.
Aunque aún no tenemos mucha perspectiva, una crítica de las políticas de la pandemia es oportuna, más aún por la forma en que los derechos fundamentales se limitaron de manera excesiva e indefinida, con pocas formalidades institucionales y a la vista de escasas voces críticas en nombre de la libertad y la responsabilidad. Cuando la pandemia ha estado más próxima a una distopía literaria que a un estado de excepción temporal, hemos visto la peor cara del Leviatán.
Esta pandemia ha evidenciado la profunda debilidad de las democracias por generar en los ciudadanos comportamientos más allá de lo reactivo, prohibitivo y sancionatorio.
“Estamos haciendo todo lo humanamente posible”.
Empecemos por la caracterización de lo que pasó. Ha sido muy elocuente que algunos gobernantes se refirieran a la pandemia como si fuera un terremoto, un tsunami o un volcán en erupción: fenómenos naturales que ocurren en cualquier momento. Hace unos días, en una entrevista en El País, el historiador Niall Ferguson ponía las cosas en perspectiva al decir que esta pandemia está entre las 20 peores de la humanidad, y ha afectado al 0.06 % de la población comparado con el 2 % de la gripa española (1918-1919) o con alrededor del 30 % de la peste negra (1347-1353). Aún así, no pocos políticos y periodistas la mostraron como un Apocalipsis.
Los discursos exculpatorios de los gobernantes por los efectos de sus decisiones revelan la mediocridad de la política contemporánea, en que nadie se hace cargo. Todo ocurre, al parecer, por azar. Sin embargo, detrás de un gobernante que anuncia por televisión o twitter medidas contra la pandemia hay decenas de asesores, información de primera mano disponible, cuantiosos recursos e instituciones que llevan años estudiando lo que está en juego. Aún así, las medidas se justificaron -cuando lo hicieron- en un discurso bienintencionado sin mayor soporte en evidencias científicas o sociológicas.
El control de jueces y parlamentarios ha brillado por su ausencia. Y cuando han aparecido los de estos, se han esgrimido desde la fatigante disputa partidista que sirve más de catarsis que de contrapunto de soluciones. La política ha profundizado su dimensión de espectáculo o performance mediática por cuenta de gobernantes que nunca hicieron un curso de medicina pero pasaban horas y horas ante las cámaras hablando de epidemiología. La política vuelta comedia con poses de solemnidad.
Y si los congresos y parlamentos han extendido cheques en blanco a los ejecutivos; los jueces, por su parte, han hecho gala de un desconcertante formalismo. En una decisión para enmarcar (o mejor, archivar), el Tribunal Constitucional español publicó una sentencia sobre la inconstitucionalidad del estado de alarma un año después de que este hubiera sido decretado por el gobierno de la Moncloa. Ciertamente, el derecho no suele acompasarse con los tiempos de la política. Ahora parece que tampoco se lleva muy bien con el sentido común.
Pero no solo los tribunales y los parlamentos no han estado a la altura de las circunstancias. En el plano global, “una de las razones de la diferencia entre el éxito científico y el fracaso político es que los científicos han cooperado a nivel mundial, mientras que los políticos han tendido a pelear entre sí. Trabajando bajo una enorme presión e incertidumbre, los científicos de todo el mundo han compartido libremente la información y se han apoyado en los descubrimientos y conocimientos ajenos. En cambio, los políticos no han conseguido formar una alianza internacional contra el virus ni acordar un plan global”, escribió Yuval Noah Harari a modo de balance en el Financial Times.
Durante la pandemia “los discursos exculpatorios de los gobernantes por los efectos de sus decisiones revelan la mediocridad de la política contemporánea, en la que nadie se hace cargo”. Foto: Jorge Maya. Unsplash.
Es una paradoja que la forma como afrontamos la pandemia haya dejado como consecuencia otra, la verdadera pandemia, según Han: la de la salud mental. Luego de meses de encierro, dos personas de mi familia con quienes vivo fueron diagnosticadas con depresión y ansiedad.
Muchas consideraciones se pueden hacer sobre el giro biopolítico, quizás la consecuencia más perdurable del COVID-19 en términos de cultura política. En su último libro, La sociedad paliativa (Herder, 2021), Byung-Chul Han advierte que con la pandemia la sociedad contemporánea se ha convertido en una sociedad paliativa que absolutiza la supervivencia, y en esa medida rehúye la experiencia del dolor. “Hoy se absolutiza la supervivencia, como si nos halláramos en un permanente estado de guerra. Todas las fuerzas vitales se emplean para prolongar la vida. La sociedad paliativa resulta ser una sociedad de la supervivencia”, dice el filósofo coreano.
Este énfasis en la supervivencia trae consigo una inevitable reducción de lo humano, pues “la vida se reduce a un proceso biológico que hay que optimizar. Pierde toda dimensión meta-física”, advierte Han y como consecuencia de ello, “la sociedad de la supervivencia pierde toda la capacidad de valorar la vida buena. Incluso el disfrute se sacrifica a una salud elevada a fin en sí mismo”. ¿Recuerdan que durante meses solo se podía salir a la calle a abastecerse y a hacer trámites inaplazables?
Es una paradoja que la forma como afrontamos la pandemia haya dejado como consecuencia otra, la verdadera pandemia, según Han: la de la salud mental. Luego de meses de encierro, dos personas de mi familia con quienes vivo fueron diagnosticadas con depresión y ansiedad. Cuando miro hacia atrás, no puedo dejar de recordar con ironía la forma como tantos tomadores de decisiones y formadores de opinión romantizaron el encierro obligatorio.
“No hay otra solución que cerrar las fronteras”.
Esta pandemia ha demostrado de modo concluyente que la comunidad internacional es una recreación a escala global del estado de naturaleza hobbesiano. No es casualidad que los tres países que mayor éxito tuvieron inicialmente con la vacunación sean Estados Unidos, Reino Unido e Israel. Las ocasionales muestras de solidaridad entre países o el mecanismo COVAX son excepciones a la regla. Y a las notorias desigualdades económicas entre países del norte y del sur se ha sumado un factor que las profundizará: el biológico. La exigencia del pasaporte sanitario se ha defendido en Europa como una suerte de constancia de no contaminación individual, pero tendrá el efecto de reducir los intercambios internacionales de modo imprevisible.
Y así, el turismo, denostado por quienes creen que es solo expresión de abundancia y confort, redefinirá las relaciones en un mundo que se había caracterizado por mayores intercambios culturales, económicos y académicos, y contribuirá a que la visión del mundo de muchos llegue hasta donde llegan las fronteras de su país.
“El estado de excepción es la única forma institucional de afrontar esta crisis”.
Los ciudadanos hemos cumplido, también, un cuestionable papel. La resignación con la que hemos aceptado una intromisión pasmosa del poder público en nuestras vidas cotidianas ha coincidido con una cultura cívica que recuerda los peores contextos de segregación, discriminación y linchamiento colectivo. Hemos reservado la indignación para el que va a una playa o a un bar y no para el gobernante que nos encerraba en casa con decretos copy & paste publicados la víspera. Cuando no hemos asumido una paternidad o maternidad oficiosa e invasiva de decirle al prójimo qué debe hacer al entrar a un local o incluso dónde pararse, nos hemos convertido en policías de balcón o de sillón. Las arbitrariedades policiales, que tanta indignación suscitan cuando son motivadas por racismo o clasismo, fueron parte del paisaje si el sancionado era un infractor de la cuarentena.
La prensa, por su parte, no ha sido perro guardián de un poder ejecutivo excepcionalmente concentrado sino vocera de su histeria epidemiológica, y ha contribuido a despojar a la vida de las narrativas que le otorgan sentido, sustituyendo, como acota Han, lo narrable por lo medible y numerable. Cuesta creer que nos hayamos acostumbrado a seguir todas las tardes el reporte de infectados y fallecidos diarios con menos compasión que el conteo de las bajas de una guerra.
La Iglesia católica, por su parte, se encerró resignadamente en la sacristía y “ha abjurado de sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazaba a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que se debe estar dispuesto a sacrificar la vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe”, dice Giorgio Agamben.
Me atrevo a decir que en este año y medio los procesos de secularización avanzaron una década, pues Dios dejó de estar incluso en la pausa dominical: había que “cuidarse”. Como advierte Han, “la virología derroca a la teología. Todo el mundo está pendiente de lo que dicen los virólogos, que de este modo pasan a ser quienes tienen la última palabra”.
Los ciudadanos hemos reservado la indignación para el que va a una playa o a un bar y no para el gobernante que nos encerraba en casa con decretos copy & paste publicados la víspera.
Lo que podría venir
No hace falta ser alarmistas para advertir que el mundo actual sobrevive frágilmente al filo de potenciales y reales riesgos. Lo que es insoslayable es la cuota de responsabilidad que tenemos los humanos, y en especial, los gobernantes en estar preparados para una próxima crisis en la infraestructura digital, en el cambio climático o en un nuevo desastre nuclear. Si lo peor del siglo XX fueron las guerras, lo peor del siglo XXI podrían ser las crisis sistémicas globales.
Por eso, a la ya repetida lección de que los políticos deben apoyarse más en la ciencia quisiera añadir un colofón: y evitar abordar los problemas públicos como asuntos unidimensionales. Es la única manera de hacer un mejor balance de los bienes y valores que están en conflicto durante una crisis. El dilema entre la economía o la vida ha sido tan capcioso como falso. Los asuntos públicos no presentan problemas binarios sino multidimensionales. Y al final, advierte Harari, son los políticos quienes deben hallar un equilibrio entre las consideraciones médicas, económicas y sociales y, tras ello, elaborar unas políticas integrales.
Las democracias deberían estar más preparadas para los riesgos eventuales, no solo para los actuales. El anuncio de la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen de que la Unión Europea creará de una nueva autoridad biomédica (HERA -Health Emergency Preparedness and Response Authority) para responder a futuras pandemias es una decisión en esta dirección. Los mecanismos institucionales y burocráticos deberían ajustarse para poder responder con mayor rapidez a las crisis, pero al mismo tiempo, adelantar una rendición de cuentas más efectiva y oportuna. De otro modo, será difícil aprender de los errores y corregir.
Y finalmente, todos deberíamos empezar a contar con que las distopías del cine o la literatura pueden estar a la vuelta de la esquina.
Iván Garzón Vallejo
Profesor universitario. Su más reciente libro se titula: Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado colombiano (Ariel, 2020). @igarzonvallejo