
¿La atomización de las antiguas guerrillas y otros grupos insurgentes está llevando a una «mexicanizacion» de la violencia en Colombia? Foto: France 24.
Las “disidencias de las disidencias” y la fragmentación caótica de las actuales negociaciones de paz
Colombia no es un Estado colapsado, ni tampoco un “Estado en proceso de colapso”, pero la emergencia de numerosos grupos armados, capaces de conformar “gobernanzas criminales” bajo su control en las fronteras marítimas y terrestres del país, es una grave señal de alarma. Algo muy similar está ocurriendo en México.
El proceso de paz bajo el gobierno de Gustavo Petro se inició con tres organizaciones de origen político: el ELN; un grupo disidente de las FARC; el Estado Mayor Central (EMC), y un grupo reincidente, la Segunda Marquetalia. Sin embargo, muy temprano se produjeron profundas divisiones internas en los tres grupos; hoy por hoy existen al menos ocho organizaciones armadas distintas, duramente enfrentadas entre sí por el control territorial y las rentas ilegales, algunas de las cuales se pueden observar en el siguiente cuadro.

Es decir, estamos observando un proceso de fragmentación extremo, una pérdida creciente de referentes ideológicos y, en algunos casos, una grave descomposición delincuencial, tal como ocurre con la “disidencia de la disidencia” del ELN Comuneros del Sur, cuyo solo nombre, Autodefensas Unidas de Nariño, ya genera serias preocupaciones.
Si esta fragmentación extrema es un factor de alarma, las zonas en las cuales se ubican estas organizaciones –en particular en las periferias marítimas y terrestres del país más vulnerables debido a la precaria presencia del Estado–, así como las fuentes de financiamiento de sus acciones (sobre todo el tráfico de drogas y la minería ilegal), son otros dos factores adicionales de inquietud.
Una federación de grupos autónomos
Una de las características de los grupos armados que surgieron antes o después de la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc en el Teatro Colón de Bogotá el 24 de noviembre de 2016 es que nunca se constituyeron como organizaciones jerárquicas con un mando reconocido y respetado. Nada que ver con la dirección vertical que ejerció el Secretariado y el Estado Mayor Central de las antiguas Farc a lo largo de muchas décadas, con escasas divisiones internas y cuyas formas de presencia en los territorios fueron estudiadas en una obra fundamental de Ana María Arjona titulada Rebelocracy. Social Order in the Colombian Civil War, Cambridge University Press, 2017.
Por el contrario, tanto el Estado Mayor Central como la Segunda Marquetalia se conformaron, desde sus inicios, como una federación de jefes regionales que formalmente se cobijaban bajo un mando superior y una sigla en común. Pero la realidad era otra: en uno y otro grupo, cada jefe se comportaba como amo y señor de su facción local o regional con enorme autonomía.
En alguna medida pasamos del poder regional de los rebeldes (rebelocracia) al poder regional de los “señores de la guerra”.
Los “señores de la guerra”
La expresión “señor de la guerra” (Warlord) hace referencia a una persona que dispone de un poder de facto en una región, tanto en el plano militar como en el político, gracias a un grupo armado leal a dicho individuo y no a las autoridades del Estado. Es, además, un líder que ha logrado convertir el uso de las armas en una forma de vida para sí y para sus seguidores, lo cual fue muy común en el pasado, tanto en China con sus dinastías enfrentadas en la llamada “Era de los señores de la guerra” como en Japón y sus ejércitos de samuráis, y hoy día es visible en numerosas naciones con Estados colapsados (failed states) como Somalia, Liberia, Sudán, Birmania y la República Democrática del Congo.
En Colombia, Gustavo Duncan escribió ya hace algunos años un libro fundamental alertando sobre este fenómeno. En Los señores de la guerra. De paramilitares, mafiosos y autodefensas en Colombia (Random House, 2015) afirmaba que quien “reduzca el fenómeno de las autodefensas a un simple proyecto contrainsurgente, o a puros narcotraficantes (…), está pasando por alto sus profundas implicaciones en la configuración del Estado y la sociedad en Colombia (…). Desde que Carlos Castaño y los demás miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) (…) introdujeron una nueva doctrina para la construcción de ejércitos privados al servicio de los ‘hombres fuertes’ de las comunidades y difundieron su creación, un nuevo orden social se impuso en muchas de las regiones rurales y semiurbanas del país. Se trataba del estado de los señores de la guerra; de toda una revolución en las relaciones de poder; de una nueva forma de extraer tributos, de regular la economía, de administrar justicia, de brindar protección, de organizar la prestación de servicios básicos y de ejercer el monopolio de la coerción”.
Es decir, la expansión de estos “señores de la guerra” en Colombia no fue el resultado exclusivo del uso o de la amenaza del uso de la fuerza, sino que se combinó con la subordinación económica de sectores de la población local y la neutralización de las autoridades civiles y militares utilizando la intimidación o la cooptación para alcanzar un cierto orden social. Es decir, una mezcla de coerción y control, mediante una regulación social vertical.
Ese modelo fue replicado por los grupos armados herederos del paramilitarismo –que el gobierno Uribe denominó “bandas criminales” (Bacrim) para diferenciarlas de las antiguas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), tales como el Clan del Golfo– e, igualmente, está siendo hoy día reproducido de manera creciente por los grupos provenientes de las Farc y del ELN. Néstor Gregorio Vera (Iván Mordisco) es, sin duda, un prototipo de estos “señores de la guerra” que están pululando en el país.
Colombia no es ni mucho menos un Estado colapsado, ni tampoco creo que sea un “Estado en proceso de colapso” (Failing State), pero, sin duda, la emergencia de numerosos grupos armados, capaces de conformar “gobernanzas criminales” bajo su control en las fronteras marítimas y terrestres más vulnerables del país, es una grave señal de alarma. Algo muy similar a lo que está ocurriendo en México.
Ante este panorama, la política de paz no puede tener uno sino cuatro componentes básicos y necesariamente simultáneos: unas negociaciones de paz, una presencia integral del Estado sobre el conjunto del territorio, un fortalecimiento de la fuerza pública y un debilitamiento de las rentas ilegales. Si una de las cuatro patas de la mesa de paz falta, esta se tambalea de manera inevitable y puede incluso colapsar, tal como estamos observando hoy día.
Tanto el Estado Mayor Central como la Segunda Marquetalia se conformaron, desde sus inicios, como una federación de jefes regionales que formalmente se cobijaban bajo un mando superior y una sigla en común. Pero la realidad era otra: en uno y otro grupo, cada jefe se comportaba como amo y señor de su facción local o regional con enorme autonomía.
Zonas de Ubicación Temporal (ZUT)
Ante la grave fragmentación de los grupos armados de origen político, el gobierno nacional tomó la decisión de avanzar hacia la denominada “paz territorial” mediante la instalación de tres “zonas de ubicación territorial” (ZUT) en Norte de Santander, Putumayo y Nariño con grupos locales del Estado Mayor de Bloques y Frentes liderada por Alexánder Díaz (Calarcá Córdoba); con la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano, al mando de José Vicente Lesmes (Wálter Mendoza), y, finalmente, con Comuneros del Sur que dirige Gabriel Yepes (H. H.).
Es muy curioso señalar que el gobierno Petro revivió, mediante la Ley 2272, una vieja figura, las ZUT, que fueron utilizadas durante el gobierno de Álvaro Uribe para la desmovilización de las AUC, y no las Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN), que fueron creadas mediante el Decreto 1274 de 2017 y empleadas para el tránsito de las Farc a la vida civil en el gobierno de Juan Manuel Santos.
Esta reutilización de las ZUT extrañamente no ha sido objeto de debate en el país. ¿Por qué volver al modelo utilizado con las AUC y no al utilizado con las Farc?
A mi modo de ver, la razón es que mientras las ZVTN fueron creadas tras la firma del acuerdo de paz –es decir, para la entrega de las armas y el tránsito hacia la vida civil de los excombatientes de las Farc–, la ZUT en 2003 fue constituida como un espacio de negociación para una eventual dejación futura de las armas, según se puede leer en el acuerdo entre el Gobierno Nacional y las Autodefensas Unidas de Colombia para la Zona de Ubicación en Tierralta, Córdoba (Acuerdo de Fátima), firmado el 13 de mayo de 2004. Es más. No solo esta ZUT disponía de un “anillo de seguridad” conformado por miembros de las AUC, sino que, ante la eventualidad de un fracaso de los diálogos de paz, se les concedían cinco días a los jefes negociadores de las AUC y a sus tropas para abandonar la zona.
Gracias a diversos actores como la Iglesia Católica; la Misión de la OEA de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia (Mapp/OEA); la capacidad del alto comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, y otros actores, ese proceso con las AUC fue exitoso ya que se logró que de los cuarenta bloques y frentes se desmovilizaran 36, para un total de 30.994 hombres y mujeres en todo el territorio nacional.
Los más pesimistas se preguntan si, dado que no ha habido ningún acuerdo de paz en firme con los grupos armados originados en las antiguas Farc o el ELN, el modelo de las ZUT es hoy en día el más apropiado, ¿No estamos arriesgando fortalecer las “gobernanzas criminales”? ¿Revivir las ZUT no es un ejemplo palpable de la precariedad de los actuales acercamientos de paz?
A su turno, los más optimistas piensan que si este modelo funcionó con las AUC, puede también funcionar actualmente con las tres facciones disidentes interesadas en abandonar la violencia.
Se trata, a mi modo de ver, de un debate urgente.
*Texto publicado originalmente en el medio digital Razón Pública
Eduardo Pizarro Leongómez
Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia.
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