
Foto: Stéphan Valentin. Unsplash
Más que una región, el Caribe es una condición: la de estar al margen del mundo, en una orilla que es al mismo tiempo una ventana al resto.
Como cualquiera en el Caribe, crecí rodeado de agua, en una urbanización llamada acertadamente La Playa, con el mar al norte, el río Magdalena y la ciénaga de Mallorquín a un costado, el Lago del Cisne al otro, y la sensación de que vivía en una isla en el fin del mundo. Pero a veces con la corazonada de que estaba más cerca del fondo de las cosas.
En el Caribe se invierte la manera de pensar que se tiene tierra adentro: el agua no es solo los ríos o las lagunas que salpican la superficie. No, es la tierra la que salpica el océano ubicuo, porque el agua, como decía el primer filósofo occidental, es la base de todo, la hamaca primordial donde todos nos balanceamos, desde el primer ser hasta el último. De ella surgimos, igual que de un mar de fluctuaciones brotan las partículas que forman la materia.
Hace unos días, hablando por teléfono con la poeta María Matilde Rodríguez, me dijo algo emparejado con esta idea. Para ella vivir en San Andrés es vivir en el monte: en un “monte marino”, dijo hermosamente, una imagen que bien podría aplicarse a cualquier isla o litoral del Caribe. La Costa es un monte para la capital, un solar apartado, tal como las Antillas lo eran y lo siguen siendo para las metrópolis europeas que alguna vez las colonizaron. El monte, la manigua, es el lugar donde se pierden los caminos, pero también donde se cruzan y colapsan, igual que un plano es la superposición de sus puntos y líneas hasta que alguien lo habita y entonces deja de ser abstracción para volverse una experiencia o un relato. No es extraño entonces que José Eustasio Rivera haya hecho lo contrario: a la selva la revistió de una imagen acuática, no menos laberíntica. Vorágine y monte como espejos uno del otro en la maraña de los márgenes.
En vez de una cultura terrestre, sólida y centralista, el Caribe proviene de una tradición acuática, de fondo móvil, de naturaleza ondulante, con el borde y el centro en ninguna parte y a la vez en todas, como le gustaba decir a Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite. Él mismo lo dijo así: “el Caribe es el reino natural de las corrientes marinas, de las ondas, de los pliegues y repliegues, de la fluidez y las sinuosidades”. Ese modelo no es solo una metáfora geográfica. También es ontológica. Si, como decía Tales de Mileto, todo procede del agua, y como agregaba Anaximandro, el origen es lo indeterminado (el ápeiron), el Caribe encarna esa indeterminación como una constante apertura creadora, como generadora de formas y matriz de lo posible.
El Caribe no es un conjunto de retazos en el mapa. Es un entrelazamiento de posibilidades. Por eso, García Márquez señalaba su comienzo en la desembocadura del Mississippi y su otro extremo en Brasil. “No se piense que es un delirio expansionista —aclara en una columna de El País de julio de 1981—. No: es que el Caribe no es sólo un área geográfica, como por supuesto lo creen los geógrafos, sino un área cultural muy homogénea”. Benítez Rojo iba más allá y definía las Antillas como un meta-archipiélago, porque para él era un tejido cultural, histórico y simbólico que conecta territorios diversos, insulares y continentales con otros más remotos en una danza no solo espacial sino cronológica. “En esa encrucijada del mundo —dijo Gabo en la misma columna—, se forjó un sentido de libertad sin término, una realidad sin Dios ni ley, donde cada quien sintió que le era posible hacer lo que quería sin límites de ninguna clase: y los bandoleros amanecían convertidos en reyes, los prófugos en almirantes, las prostitutas en gobernadoras. Y también lo contrario”.
Si, como decía Tales de Mileto, todo procede del agua, y como agregaba Anaximandro, el origen es lo indeterminado (el ápeiron), el Caribe encarna esa indeterminación como una constante apertura creadora, como generadora de formas y matriz de lo posible.
También por eso el tiempo en el Caribe va de afuera hacia adentro, devorando todo lo que se le acerca. Y no de atrás hacia adelante, como suele creerse. En esa región, el tiempo no es lineal, sino una dimensión circular y orgánica. Lo que viene de lejos ya hace parte de nosotros y se renueva a cada momento. Como el oleaje. Como nuestras genealogías difusas. Como las palabras o las frases heredadas que no sabes si vienen de tu abuela o de un capitán portugués que pasó por aquí en el siglo XVII. Más que una región, es una condición: la de estar al margen del mundo, en una orilla que es al mismo tiempo una ventana al resto.
Una vez en Cádiz mirando el Atlántico, pensaba en las veces que estuve del otro lado, en Sabanilla, Cartagena, Santa Marta y hasta en Tucacas, Venezuela, mirando hacia esta orilla. Y por un momento pensé que yo debía estar aún del otro lado tratando de divisarme, asomado al espejo marino, al pie de uno de esos caminos que se abren en el agua de vuelta al futuro.
Paul Brito
Escritor barranquillero. Su libro Restos orgánicos de un mundo anterior fue publicado por editorial Seix Barral (Planeta).
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