Debido a la pandemia de la COVID-19, la década que comienza pasará a la historia como la más disruptiva en la historia reciente de la humanidad. Foto: Mehrnegar Dolatmand. Unsplash.
Si algo ha dejado claro la pandemia es cuán interconectada está la raza humana en momentos de crisis, pero ¿cómo serán nuestras sociedades postpandemia?
El 18 de noviembre del año de la peste apareció un misterioso objeto en el desierto de Utah. Unos biólogos que hacían un recorrido en helicóptero avistaron una columna metálica, de base triangular y unos tres metros de altura, en el fondo de un cañón rocoso. El reflejo del sol sobre la superficie pulida de la columna atrajo su atención. Al día de hoy no sabemos quién la instaló allí ni con qué fin, lo que ha dado pie a todo tipo de especulaciones. Una de ellas dice que el objeto se parece al monolito que pone en marcha la trama de la famosa película de ciencia ficción de Stanley Kubrick, inspirada en la novela de Arthur C. Clarke, 2001: Una odisea del espacio.
El film de Kubrick es de antes de que yo naciera. Solo supe de él mucho tiempo después de su lanzamiento, cuando ya había alcanzado el estatus de película de culto. Primero vi la segunda parte de la historia, que salió en cines en 1984. Esa segunda cinta no fue tan importante como la primera, pero sí avivó la imaginación de quien les habla. En gran parte por esa película, me convertí, en aquella era de los transbordadores espaciales Challenger, Columbia y Discovery, en un fanático de los viajes al espacio y las fantasías de vida en otros planetas. La trama, que giraba alrededor del mismo monolito de la primera parte, estaba situada en el futuro —en una fecha inimaginablemente lejana para un niño de los 80—: el año 2010. Se llamaba, 2010: El año que hicimos contacto.
El hallazgo, en plena pandemia, de un inexplicable monolito que recuerda al que aparecía en aquella película de mi infancia me pareció una broma cruel —una más— de esta extraña etapa de la historia de la humanidad que estamos viviendo. Pues este que concluyó hace más de 3 meses no fue el año que hicimos contacto, sino todo lo contrario: fue el año que dejamos de hacerlo. Y no hablo ni siquiera del por supuesto improbable contacto con inteligencias extraterrestres, como en el cine de ciencia ficción, sino del contacto entre nosotros mismos: entre nietos y abuelos, entre amigos y hermanos, entre vecinos y colegas. A todos tuvimos que dejar de tocarlos para proteger sus vidas, y las nuestras. Si hubiera que hacer una película sobre el año de la peste, bien podría llamarse 2020: El año que no hicimos contacto.
Varias veces me he preguntado, a lo largo de los meses de cuarentenas y aislamiento, cuáles serán los efectos de largo plazo de este déficit masivo de cercanía. De la ausencia de besos y abrazos, caricias y apretones de mano, espaldarazos y ‘chóquelas’. Todos hemos sido conejillos de indias en un experimento mundial de privación de contacto con la piel y los cuerpos de otras personas. Los resultados más notorios de ese aislamiento ya los conocemos: desempleo y cierre de empresas, reducción del producto interno de los países, aumento de la pobreza e incremento de las tasas de depresión y ansiedad. Esas son las consecuencias visibles de la pandemia. Pero las grandes crisis no solo actúan sobre la superficie del mundo, sino que también echan raíces en el subconsciente de las personas; cavan espacios en zonas profundas del inconsciente colectivo y allí sufren un proceso de fermentación de meses o años. Luego, cuando los gases de ese fermento son ya incontenibles, surgen de nuevo en la superficie bajo una apariencia irreconocible. Es así como algunos historiadores piensan que la peste negra del siglo XIV puso fin a la Edad Media y contribuyó a que se manifestara el Renacimiento. Del mismo modo, la Primera Guerra Mundial no solo derrumbó los últimos imperios europeos, sino que fue el sangriento caldo de cultivo del que nacerían corrientes artísticas tan determinantes en el siglo pasado como el surrealismo y el dada. Ciertos historiadores dicen incluso que esa guerra fue decisiva para el movimiento feminista, pues las mujeres demostraron que eran perfectamente capaces de hacerse cargo de la sociedad mientras los hombres estaban ocupados matándose.
No sabemos qué insospechadas consecuencias en el arte, la cultura y la política tendrá esta nueva discontinuidad del relato de la humanidad, pero probablemente se avecinan, para bien o para mal, años turbulentos.
Póster del filme de 1984 “2010: El año que hicimos contacto”, dirigida por Peter Hyams.
Varias veces me he preguntado, a lo largo de los meses de cuarentenas y aislamiento, cuáles serán los efectos de largo plazo de este déficit masivo de cercanía. De la ausencia de besos y abrazos, caricias y apretones de mano, espaldarazos y ‘chóquelas’. Todos hemos sido conejillos de indias en un experimento mundial de privación de contacto con la piel y los cuerpos de otras personas.
No he dicho qué hacían aquellos biólogos sobrevolando el desierto de Utah el día que divisaron el monolito, y me parece que vale la pena mencionar que estaban contando ovejas. Hacían un censo de los carneros cimarrones de la zona, con fines conservacionistas. Es decir, hacían aquella cosa que hacemos cuando algo, una inquietud, una preocupación, un desasosiego, nos impide alcanzar el sueño. Contar ovejas. Y vaya si ha habido motivos de desasosiego en los meses recientes.
Tampoco he dicho de qué va 2010 y creo que debo hacerlo, pues quizá haya ahí algunas lecciones para el presente. Advierto, como suele hacerse ahora, que vienen spoilers.
Una cuadrilla de cosmonautas soviéticos y una de astronautas estadounidenses viajan en una misión conjunta a Jupiter. Van a explorar la nave abandonada de una fracasada misión anterior, cuyo fracaso parece tener algo que ver con un extraño monolito en órbita alrededor del planeta. El trayecto de ida toma un año y, cuando llegan al destino, en la Tierra se declara una guerra entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Los viajeros reciben órdenes de aislarse y regresar por separado a la Tierra, los cosmonautas en la nave rusa en la que vinieron todos y los astronautas estadounidenses en la nave abandonada. Por motivos orbitales, las naves tendrían que esperar unas semanas para volver, pero entonces ocurre algo, que omito para no revelar toda la historia, que les indica a las tripulaciones que deben salir cuanto antes. Sin embargo, el combustible no le alcanza a ninguna de las dos naves para regresar por sí sola desde la órbita en la que se encuentran. Solo juntándose, y desobedeciendo las órdenes de sus gobiernos, pueden volver a salvo.
Es un final simplista, típico del cine hollywoodense de la época, pero lo simple no quita lo pertinente. Los viajeros pertenecen a naciones rivales, cada una con su ideología, su burocracia y su cadena de mando, pero en la crisis todo eso pasa a un segundo plano. Para poder volver a casa deben ignorar las líneas geográficas, políticas, ideológicas y culturales que los separan. El ‘contacto’ al que se refiere el título de la película es el contacto con una inteligencia extraterrestre, pero también el contacto entre dos grupos de personas que, pese a estar solos a casi mil millones de kilómetros de la Tierra, todavía sienten que le deben lealtad a sus naciones y sus banderas. Y descubren que solo violando esa lealtad y obedeciendo, en cambio, a un vínculo más profundo, el de su humanidad compartida, pueden salvar sus vidas.
La existencia de una hermandad supranacional entre los seres humanos es una de las moralejas más trilladas de la ciencia ficción de viajes al espacio. La imagen de la Tierra vista desde afuera sirve de recurso fácil para ilustrar la artificialidad de las fronteras entre las naciones. Hay una famosa foto que tomó el Voyager 1 justo antes de dejar atrás el Sistema Solar, el día de San Valentín del año 1990, en la que nuestro planeta es un minúsculo pixel azul en la lejanía sideral. El astrofísico Carl Sagan escribió:
Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. Ahí ha vivido todo aquel de quien hayas oído hablar alguna vez, todos los seres humanos que han existido. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cada cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada niño esperanzado, cada madre y cada padre, cada inventor y explorador, cada maestro moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y cada pecador en la historia de nuestra especie vivió ahí: en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol. La Tierra es un muy pequeño escenario en una vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades cometidas por los habitantes de un lugar del punto sobre los apenas distinguibles habitantes de alguna otra parte del punto. Cuán frecuentes sus malentendidos, cuán ávidos están de matarse los unos a los otros, cómo de fervientes son sus odios.
Sin embargo, al final no fue necesario que viajáramos a los extramuros del Sistema Solar, y ni siquiera a Jupiter, para que entendiéramos con cruda nitidez la lección de los viajes a las estrellas. Bastó un bichito terrícola sin ninguna inteligencia, un cadillo microscópico 400 veces más delgado que un cabello humano, para poner en jaque a una civilización avanzada de ocho mil millones de almas. Aquella lección de las estrellas, vale la pena repetirlo, es que las fronteras, esas líneas imaginarias que los humanos nos tomamos tan en serio, tienen también un espesor ínfimamente inferior al de un cabello. A la hora de la verdad, a la hora de ciertas verdades irrefutables, la verdad del virus, la verdad del meteorito, no existen. Por más que nos segreguemos en naciones y territorios, etnias y lenguas, tribus y religiones, estamos todos enlazados, como mínimo, por una vulnerabilidad común. El virus no perdona a ricos ni poderosos, ni distingue entre nativos e inmigrantes. Y no me refiero aquí a nociones sentimentalistas de frases de cajón del tipo “todos los hombres son hermanos”, sino a una realidad más concreta. Estamos enlazados no solo por nuestras redes de comunicación y comercio, sino por nuevas amenazas que esas mismas redes elevan a riesgos planetarios.
El año que no hicimos contacto fue el año que nos demostró que estamos más interconectados que nunca y que, por tanto, la suerte de cualquiera de nosotros está ligada irremediablemente a la de todos los demás. Esa interdependencia no es particularmente tranquilizadora.
Hoy es el coronavirus; mañana puede ser otra pandemia o el cambio climático o un revés económico amplificado por la sincronía de los mercados. El caso es el mismo: de esas crisis no salimos solos, ni como individuos ni como países. Solo una colaboración internacional, de una envergadura que hasta ahora ha sido muy difícil de coordinar, permitirá sortear los riesgos que enfrenta un planeta que, a medida que se integra en todo lo imaginable, descubre que la integración produce no solo beneficios, sino desafíos.
El año que no hicimos contacto fue el año que nos demostró que estamos más interconectados que nunca y que, por tanto, la suerte de cualquiera de nosotros está ligada irremediablemente a la de todos los demás. Esa interdependencia no es particularmente tranquilizadora. No es la interdependencia de la frase de cajón. Me recuerda más bien el concepto matemático de los sistemas caóticos, que se caracterizan por tal susceptibilidad entre sus distintos elementos, que un cambio en cualquiera de ellos, por minúsculo que sea, puede desencadenar violentas variaciones en el sistema total. La cultura popular tiene una expresión para ese fenómeno: el ‘efecto mariposa’. El nombre viene de la idea de que el batir de alas de una mariposa en Pekín puede, por vías inescrutables pero rigurosamente deterministas, afectar el clima en, digamos, Barranquilla, Colombia, donde escribo esto.
Esa hipersusceptibilidad de todo con relación a todo, tendiente más a la entropía que al orden, me impide hacerme grandes esperanzas. No creo que la pandemia vaya a cambiar la naturaleza del ser humano ni que nos vuelva más solidarios o compasivos. El bípedo implume está atravesado por pasiones tanto sublimes como rastreras, y un patógeno más de los tantos que ha enfrentado la especie no modificará seis millones de años de evolución. Pero, si nos va bien, a lo mejor entenderemos mejor que antes, y a lo mejor incorporaremos ese entendimiento en nuestras instituciones, que las innegables ventajas de la globalización necesitan un contrapeso de coordinación y cooperación.
Quizá sea esa la esquiva verdad que encierran los monolitos. Hoy, tras el año de la peste, que aún no termina, sabemos mejor que nunca que estamos interconectados: por los campos de fuerza que explora la física, los enlaces moleculares que explica la química, los movimientos sociales que analiza la historia, la mano invisible que postula la economía y los bichitos diminutos que estudia la microbiología. El nuevo arte, la nueva ciencia, la nueva política y la nueva cultura que florezcan de este dolorosamente adquirido entendimiento de nuestra interdependencia serán sin duda una de las historias más importantes del siglo XXI.
*Este ensayo fue presentado en la «Noche de las ideas» de la Alianza Francesa de Barranquilla el 28 de enero de 2021. Una parte del texto fue publicada, en forma modificada, en el diario El Tiempo el 31 de diciembre de 2020 bajo el título «El año del repliegue».
Thierry Ways
Empresario e ingeniero barranquillero.