La pérdida de nuestros seres queridos nos hace tomar conciencia de cuánto los valorábamos y cuánto nos aportaban. Tal vez lamentamos no habérselos dicho ¡en vida, hermano, en vida!

La factura que nos está pasando la pandemia del coronavirus no termina de crecer. En medio de la incertidumbre sobre la aplicación de las vacunas, las estadísticas en el mundo entero siguen registrando que el número de víctimas del mortal virus sigue su fatídico curso.

A casi un año desde que la Organización Mundial de la Salud alertó sobre la existencia y propagación de la COVID-19, es difícil encontrar quien no haya sufrido la pérdida de un familiar, un amigo cercano o un conocido. No pasa también semana en la que no nos enteremos de que alguien entre ellos se ha contagiado y lucha por su vida.

La pandemia ha tenido un efecto devastador en todos los órdenes del mundo contemporáneo. Basta una mirada a nuestro alrededor para comprobarlo así, empezando por nuestra vida cotidiana que se ha visto alterada como nunca lo había hecho ningún evento natural o humano.

Las pérdidas humanas son las más valiosas sencillamente porque son las únicas irrecuperables. Perder un ser querido es una de las experiencias más duras y dolorosas que podemos atravesar en vida, saber que no volveremos a ver a la persona con quien compartíamos afectos, recuerdos y vivencias, no es fácil para nadie. Todo lo que nos digan o hagamos para sobrellevar esa pérdida no dejan de ser paliativos, necesarios por supuesto, pero paliativos frente al dolor ineludible que nos agobia ante la ausencia.

Que todos vamos a morir es la única certeza que tenemos desde que nacemos. No obstante, tanto para poder levantarnos cada amanecer, como para darle sentido a los días que uno tras otro son la vida, hacemos caso omiso de que ella nos llegará. Y si pensamos que llegará, será más bien tarde que temprano. Así, construimos a lo largo de los años unas redes de afectos con nuestros semejantes, sin pensar que una buena mañana quienes queremos, y quienes nos quieren, se van a ir para siempre.

En tiempos normales la muerte de nuestros seres queridos nos llega en forma graneada, no como una súbita avalancha que nos sepulta. El transcurso ordinario de la vida nos permite hacer el duelo por el familiar o por el amigo que se nos fue, y continuar en la brega, con el dolor a cuestas por supuesto, pero en la lucha con y por los que sobreviven.

Pero estos no son tiempos normales. Son tiempos calamitosos. La muerte nos golpea todos los días y por todos los costados: un día es un familiar cercano; al cabo de unos pocos más, otro del que teníamos tiempo sin saber de su vida; y no terminamos de lamentar esa pérdida cuando se nos va un amigo, y luego alguien conocido por el que guardábamos aprecio y teníamos en buena estima. Aunque no todos causados directamente por la COVID-19, ello termina siendo irrelevante ante la dura realidad de sus partidas. 

 

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Foto: Ravi Roshan. Unsplash.

La pandemia nos ha golpeado duro, se ha llevado a muchos cuya existencia constituía parte de los pilares sobre los que descansaba la fortaleza de la nuestra. Nunca sabremos de cuántos momentos felices nos habrán privado con su partida, cuántos aportes dejaremos de recibir por su fallecimiento.

La estructura que soporta nuestra naturaleza social está conformada precisamente por la existencia de los otros. Y como parte esencial de nuestra vida afectiva están aquellos a quienes queremos y nos quieren. A unos por vínculos sanguíneos, a otros porque los escogemos libremente en el transcurso de la vida, y entre estos unos más cercanos que otros. Complementan esa red de afectos aquellos que, si bien no vemos con frecuencia, sabemos que están ahí y llegado el día de un feliz encuentro, al azar o convenido, nos disfrutamos mutuamente. Compartimos recuerdos, reiteramos afinidades, retomamos un diálogo, todo en medio de una calidez que solo hace posible la existencia de un genuino afecto recíproco.

Por los avatares propios de la vida —que no es fácil para nadie— solo tenemos presente en nuestro día a día a muy pocas personas, quienes nos proporcionan y les proporcionamos el amor y cariño indispensable para vivir, pero más allá de ellos tenemos esos otros que le dan sentido a nuestra existencia así no los tengamos a la mano. Pero están ahí, aunque callados o distantes físicamente, y eso es suficiente. Cuando se van, entonces tomamos conciencia de cuánto los valorábamos, cuánto nos aportaban… y tal vez lamentamos no habérselos dicho ¡en vida, hermano, en vida!

La pandemia nos ha golpeado duro, se ha llevado a muchos cuya existencia constituía parte de los pilares sobre los que descansaba la fortaleza de la nuestra. Nunca sabremos de cuántos momentos felices nos habrán privado con su partida, cuántos aportes dejaremos de recibir por su fallecimiento. Y como sus pérdidas, ya lo dijimos, no han sido ocasionales sino a montones, hoy nos sentimos disminuidos, como decaídos ante la certidumbre de que no volveremos a verlos, a hablarles, a abrazarlos… y más por la ausencia de las ceremonias propias del adiós definitivo.

Esta pandemia pasará, qué duda cabe. Y claro, el torrente de la vida continuará, con cambios profundos en todos los ámbitos, pero seguirá su curso invariable. Otros vendrán a llenar nuestras vidas. Los afanes que traerán los nuevos tiempos ocuparán nuestra atención, por eso, antes que lamentemos no decirles a quienes queremos que los queremos, digámosles que los queremos. Al menos de palabra, por la imposibilidad de abrazarlos.

Estas reflexiones me vienen del corazón cuando evoco con nostalgia aquellos de quienes —por razones conocidas de fuerza mayor— no pude despedirme, a quienes nunca les dije en vida que los quería o los apreciaba: Carlos, Félix, Juan Camilo, Bernardo, Rafael, Víctor, Balseir, María, Lola, Marcela, Ramón, Tulio, Antonio.

Todo aquel que sienta querer a alguien y sienta timidez por expresárselo, debería leer este hermoso poema de la escritora mexicana Ana María Rabatté y Cervi (1933 – 2010). Nunca es tarde, en vida, para hacerlo:

 

En vida, hermano, en vida

Si quieres hacer feliz a alguien que quieres mucho, díselo hoy, sé bueno… En vida, hermano, en vida.

Si deseas dar una flor, no esperes a que se muera, mándala hoy con amor…

Si deseas decir «Te quiero» a todos los de tu casa y al amigo cerca o lejos… En vida, hermano, en vida.

No esperes a que se muera la gente para quererla y hacer sentir tu afecto…

Serás feliz si aprendes a hacer felices a aquellos que te rodean…

Nunca visites panteones, ni llenes tumbas de flores; llena de amor corazones… En vida, hermano, en vida.

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Gustavo Bell Lemus

Historiador, abogado y político barranquillero. Se ha desempeñado en su carrera pública como Gobernador del Atlántico,Vicepresidente de Colombia y Embajador en Cuba durante los diálogos de paz con las FARC en La Habana.

 

 

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