Margarita Garcia

El escritor barranquillero Giuseppe Caputo es autor de “La frontera encantada”, un libro sobre la identidad que se escenifica en una ciudad del Caribe colombiano.

“Como muchos, siento el dolor de estar en Barranquilla y quererme ir; y el dolor de salir de Barranquilla y querer regresar”: Giuseppe Caputo

por | Jun 18, 2025

Por Juan Camilo Rincón

El autor barranquillero, ganador del English Pen Award en la categoría Traducción e integrante de la lista Bogotá39 del Hay Festival en 2017 como uno de los 39 mejores escritores de ficción menores de 40 años de América Latina, nos entrega una historia de encantos y desencantos frente al propio ser, uno que se cubre de máscaras que ocultan juegos, simulaciones y realidades.

El niño narrador de La frontera encantada (Penguin Random House, 2025) observa y vive el mundo desde su Barranquilla natal siendo siempre mirado por los ojos azules de su padre, un inmigrante pobre. Atraviesa la adolescencia y llega a su adultez entre la gratitud por acceder a una inclusión fugaz a mundos soñados y el miedo por perderlos. Caputo narra de manera magistral la manera en que fue comprendiendo la realidad de quién es y el juego de las identidades posibles, la conciencia política de su lugar en el mundo, la máscara que oculta miedos y ansiedades, el deseo de cambiar el destino social, “la oportunidad de hacer realidad otra vida”.

Juan Camilo Rincón: ¿Cómo fue la experiencia de revisitar narrativa y afectivamente a Barranquilla desde su libro?

Giuseppe Caputo: Yo me fui hace veintiséis años: tenía diecisiete. Por un lado, es correcto decir que llevo más vida lejos de la ciudad. Y, sin embargo, miro esa palabra, “lejos”, y me doy cuenta de que aún me cuesta mucho pensarme viviendo en un lugar —al menos en Bogotá, donde más años he estado—, sino siempre por fuera de Barranquilla (desde que me fui no he dejado de sentir muy radicalmente la experiencia de la dislocación).

J.C.R.: ¿Vuelve con frecuencia?

G.C.: Nunca he dejado de regresar: psíquicamente, físicamente. Todo el tiempo estoy regresando y así como podemos hablar de locales y turistas, por ejemplo, pienso que también podemos hablar de regresantes. Todo el tiempo Barranquilla se llena de regresantes. De personas, como yo, con un dolor dividido: ese es el dolor de estar en Barranquilla y querernos ir; y el dolor de salir de Barranquilla y querer regresar. En palabras más extensas: conozco muchos, demasiados barranquilleros —y, por supuesto, me incluyo—, que no más llegamos a Barranquilla empezamos a recordar con furia y la más desesperada frustración por qué nos fuimos alguna vez de la ciudad y que luego, entonces, al irnos, no más cruzando el cielo, comenzamos a lamentarnos oscuramente por no habernos quedado más tiempo —por no haber sabido permanecer—. Yo creo que esa es la escisión del regresante: saber, finalmente, por qué hay gente como Marvel Moreno que se fue y no volvió nunca; y entender la decisión de alguien como mi papá, migrante italiano, que llegó a Barranquilla y quiso quedarse allá para siempre.

Y en sus libros, de alguna manera, regresa a la ciudad.

Siempre lo estoy haciendo. La amo. Me hiere. La extraño todos los días y la admiro en muchas cosas: en su alegría permanentemente espontánea; en la intimidad tan profunda con el desconocido que, bajo el palo de mango, termina contándote la historia económica y afectiva de su vida (los amores y desamores, las deudas que tiene); en los manjares que comemos allá; en el deseo carnavalero, en fin…

¿Cómo atraviesa Barranquilla “La frontera encantada”?

En el libro lo que más quise fue mirar el nudo social de mi casa, que es el nudo social de muchas casas de Barranquilla: un complejo de inferioridad que muy fácilmente puede convertirse en ambición o aspiración social —en espantajopismo, arribismo o en un clasismo nauseabundo— y no en una conciencia política que desea transformar un orden conservador, excluyente, vertical y jerarquizante. Y, sobre todo, un orden demasiado blindado de la crítica. Mientras doy esta respuesta, una vocecita me dice: “Ahora te van a decir que entonces no vuelvas, que pa’ qué vuelves, que te quedes en La Nevera”, etcétera.   

Portada de la más reciente novela de Giuseppe Caputo, publicada por Random House.

¿Cómo lee a su ciudad hoy?

Quisiera responder esta pregunta con la desilusión que me provocó un detalle del monumento que hace relativamente poco se alzó en Puerto Colombia: la “Ventana de Sueños”, más conocido como el “Faro de los Migrantes”. Tenía muchísima emoción de conocerlo: de imaginar la emoción de mi papá ante el faro que tardía y, sin embargo, muy acertadamente, honra a los migrantes.

Porque Barranquilla es una ciudad de migrantes.

… y esa era una deuda que la ciudad tenía: honrarlos muy sinceramente desde lo público. Hacer ese reconocimiento. Expresar públicamente que los migrantes llegan a dar, no a quitar. Y, sin embargo, cuál fue mi sorpresa al ver que, en lugar de escribir los apellidos de quienes llegaron a Puerto Colombia en una lista en orden alfabético (o en orden cronológico de llegada, por ejemplo), la Gobernación del Atlántico y Tecnoglass hicieron literalmente una pirámide de apellidos con unos más grandes y destacados que otros. Este es un monumento público, por favor. Sólo había que hacer una lista en orden alfabético en columnas. Pero está tan naturalizada la jerarquía social en Barranquilla, tan absolutamente interiorizada, que un monumento público —de nuevo: público— termina convirtiéndose (desde la inconsciencia o la irreflexión) en una evidencia de la verticalidad social y del delirio aristocratizante que tiñe a la ciudad y que tanto daño le hace.

Entremos en el libro: ¿qué imágenes, lecturas, etc. alimentaron su concepto del espejo y esa especie de mitología alrededor?

Yo diría que el texto central para pensar el espejo fue el mito de “Narciso y Eco” en “Las metamorfosis” de Ovidio. Me interesa lo que el oráculo le dice a Liríope, la madre de Narciso, cuando ella le pregunta si su hijo recién nacido podrá llegar a viejo. “Sólo si no llega a conocerse” es la respuesta que recibe. El espejo, entonces, aparece al principio del mito como una riesgosa posibilidad de (auto)conocimiento. Y, bueno, ya sabemos lo que pasa: Narciso se muere mirándose. El espejo —o más exactamente: el reflejo en el lago— termina volviéndose el lugar concreto que lleva a Narciso a su propia autodisolución. Y así es como pienso el espejo en el libro: como un objeto ante el cual es posible conocerse o quedar mortalmente capturado. Me interesa mucho esa tensión que expone el mito: me parece exacta.

En el libro lo que más quise fue mirar el nudo social de mi casa, que es el nudo social de muchas casas de Barranquilla: un complejo de inferioridad que muy fácilmente puede convertirse en ambición o aspiración social y no en una conciencia política que desea transformar un orden conservador, excluyente, vertical y jerarquizante.

Cuéntenos sobre la palabra que inaugura, esa que instaura la condición, el hechizo, la maldición (términos como corroncho, muerto de hambre, vulgar, atarbán, loca).

Me encanta que hables de “la palabra que inaugura”. Porque es así. Todas esas que mencionas son palabras que el protagonista escucha sobre sí mismo mientras crece: todas son veredictos sociales, para decirlo con Didier Eribon. Son palabras pronunciadas con deseo injuriante que tienen la capacidad de ubicar socialmente a una persona con mucha brutalidad —y de anunciarle, en caso de que no lo sepa, que está muy abajo en la jerarquía social, o de reiterarle dicha inferiorización en caso de que la persona ya sea consciente de ésta—.

Y eso las hace peligrosas.

El peligro de esas palabras es que, en su ansiosa repetición, pueden convertir al veredicto en destino social. En condena. Solidificar un orden conservador —opresivo y represivo— y las jerarquías que lo constituyen. Instalar para siempre esa opresión. En ese sentido, diría que el protagonista busca pensar muy seriamente todas esas palabras: transformar el dolor de la injuria en una comprensión y, sobre todo, en un deseo de transformación política (personal y social). En un deseo de politizarse en lugar de convertirse en un sujeto aspiracional. No desear un lugar más arriba en ese mismo orden, sino más bien transformarlo.

¿Cómo trabajó narrativamente los pequeños poderes que se ejercen dentro de la familia («el núcleo afectivo del conservadurismo») y esa especie de “maldiciones” que se heredan y se cargan?

Diría que desde la repetición. Todos esos poderes e ideas sociales se inscriben en las mentes y en los cuerpos desde la repetición incisiva. “Si sigues riéndote así, con la boca abierta y la lengua afuera, no vas a entrar a ciertos círculos sociales”, por ejemplo. Pero la sensibilidad del narrador está en otra parte. Su corazón está con quienes permiten la espontaneidad: con quienes se ríen sin ningún problema con la boca abierta y la lengua afuera. Con quienes se niegan a concebir las reglas de etiqueta como una posibilidad (e incluso, como la única posibilidad) de tener un mejor futuro social. Lejos de gente que concibe “La Urbanidad de Carreño” como un texto sagrado.

Hay una bella explicación sobre la necesidad de su papá, tanto como la de su narrador, de explorar y dejar salir la voz propia.

En mi casa era usual corregir la gramática y la ortografía de los mensajes que escribía mi papá, que era italiano: llegó a Barranquilla cuando tenía veinte años, sin hablar español. Pero también hay otro dato: él no terminó la primaria. Cuando escribía algo, en la casa aparecía una ansiedad absoluta por neutralizar las marcas de su extranjería y dislocación, pero, sobre todo, yo creo, por neutralizar las marcas de una educación truncada. Cuando leí el último texto que escribió, sin que estuviera corregido por alguien, me pareció ver en cada uno de los errores de puntuación, en cada error de ortografía, las dobles consonantes italianas, aquí y allá, toda su historia social. Él escribió esa historia sin El Gran Ojo encima. Eso me conmovió mucho: me pareció absolutamente hermoso. Yo quiero honrar para siempre esa acción.

Juan Camilo Rincón

Periodista, escritor e investigador cultural.

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