Un inmigrante haitiano trata de escapar de un agente fronterizo estadounidense a orillas del río Grande, en la frontera entre México y Estados Unidos. Foto: Paul Ratje. AFP.
La imagen se repite. Semeja una postal de la caza de negros cimarrones en el Caribe durante el siglo XVIII, solo que ahora los cimarrones hacen travesías mucho más largas para tratar de armar palenques de esperanza allende sus fronteras.
Algunos estarán preocupados por las tres bolsas de plástico y los recipientes de poliestireno expandido que seguramente terminarán en la cuenca del Río Grande para aumentar la contaminación del ya contaminado río. Hay para todos. El mundo especializa cada vez más el objeto de sus preocupaciones. Él se aferra a ese kit redentor y contaminante porque si logra burlar al guardia fronterizo que lo arrea como a un negro –no como a ganado porque las vacas, aunque se conduzcan al matadero, se las acarrea de mejor manera–, esas tres bolsas con alimentos, que no suelta pese a que el jinete lo zarandea tomándolo de la camiseta, pueden ser su salvación y la de los familiares que lo esperan. Es haitiano. Va descalzo. Como no puede desocupar sus manos encoje el cuerpo y trata de guardar su cabeza entre los hombros con la esperanza de hacer una finta liberadora. Su rostro y el del jinete captado por el fotógrafo en milésimas de segundo definen siglos de historia. La imagen se repite. Ya la hemos visto. Semeja una postal de la caza de negros cimarrones en el Caribe durante el siglo XVIII, solo que ahora los cimarrones hacen travesías mucho más largas para tratar de armar palenques o quilombos de esperanza allende sus fronteras.
El caballo parece sufrir con el freno llevado hasta el límite de su boca, pero hará lo que tenga que hacer. También son siglos entrenándolos como símbolos de elegancia y soberbia, para infundir autoridad y respeto, para producir miedo. Los nativos de América supieron, en las primeras de cambio, que era una máquina de guerra y poder. Por supuesto, los europeos también lo sabían y por eso trataron de mantener a los negros alejados de los caballos. Las leyes prometían azotes y cárcel para ellos y multas para sus amos si las autoridades los sorprendían disfrutando de la sensación de libertad que produce cabalgar en campo abierto. Una provisión del Perú virreinal del 16 de marzo de 1592 anunciaba que se castigaría a todo aquel que, sin estar dedicado a la vaquería, “llevara cabalgaduras como si fuera cimarrón”. En tierras de dominio imperial la severidad de la sanción no era más que una muestra inequívoca de lo arraigado de la práctica punible. Nunca hubo absoluto control. Los archivos coloniales de toda América y el Caribe están repletos de documentos que hablan de negros a caballo imponiendo su propio orden, asaltando caminos, escapando, haciendo la guerra para defender su libertad y sometiendo a indígenas. A caballo también anduvieron uno que otro negro ladino con las huestes españolas al servicio de la empresa conquistadora.
Nunca fueron ajenos al corcel. Cuando tuvieron oportunidad lo convirtieron en referente de poder, de su poder. Una de las exigencias de Benkos Biohó, el cimarrón que lideró las revueltas de negros en la provincia de Cartagena de Indias en los albores del siglo XVII, una vez llegó a un acuerdo con la Corona española, fue pedir que le permitieran entrar a la ciudad cada vez que quisiera con su guardia, montado a caballo, vestido con capa y usando daga dorada (pocos años después, en una de esas entradas, lo capturaron, lo ahorcaron y lo decapitaron). Dice la épica cinéfila que a Gillo Pontecorvo le bastó con ver al palenquero Evaristo Márquez subido en una yegua arreando ganado para darse cuenta que esa estampa era la que necesitaba como coprotagonista de su película Quemada, –algo había de Benkos en Evaristo–.
Una de las exigencias de Benkos Biohó, el cimarrón que lideró las revueltas de negros en la provincia de Cartagena de Indias en los albores del siglo XVII, una vez llegó a un acuerdo con la Corona española, fue pedir que le permitieran entrar a la ciudad cada vez que quisiera con su guardia, montado a caballo.
Pero aquí viene la paradoja: los ancestros de ese hombre que ahora luce indefenso ante el látigo y el caballo en la frontera entre México y los Estados Unidos, hace un poco más de dos siglos hicieron una revolución –a caballo y a pie– que arrasó con los ejércitos de tres imperios, incluyendo el del jinete que ahora trata de impedirle el paso hacia su país. Desde aquellos años, en los que unos negros de una isla plantadora del Caribe le dieron cátedra de modernidad política al mundo, han ocurrido muchas cosas. Hemos refinado el lenguaje de lo políticamente correcto a niveles de jeringonza lingüística, somos tan sensibles a los temas étnicos, raciales y a las llamadas minorías que lo hemos convertido en moda y cada minuto un investigador o investigadora en cualquier lugar del mundo está publicando un artículo decolonial, sesudo, lleno de prefijos pretenciosos, sobre la condición de los negros colonizados y empobrecidos en una revista indexada. Pese a todo este refinamiento conceptual, escenas que parecen la representación de una época remota siguen ocurriendo. Hemos sofisticado el aparato epistemológico para analizar este tipo de situaciones, pero el mundo no avanza en los acuerdos para que esto no siga sucediendo. En un planeta familiarizado con unicornios, los caballos de la libertad cada vez son más lejanos.
Javier Ortiz Cassiani
Es escritor e historiador de la Universidad de Cartagena. Ha sido profesor de las universidades de Cartagena, Jorge Tadeo Lozano (seccional del Caribe), los Andes y la Santo Tomás de Cartagena. Es doctorando en Historia de El Colegio de México.