
Imagen: Contexto.
Con este título, el economista, ciclista y autor colombiano Alejandro López Mejía presenta su más reciente libro autobiográfico, un recorrido por su memoria, que es también la memoria de una nación. Contexto presenta el tercer capítulo de la obra, publicada bajo el sello Ex-Libris del Taller de Edición Rocca.
El 26 de diciembre nos fuimos por una semana de vacaciones a Armero en el escarabajo que manejaba mi papá. Allí estaba Clío, esperándonos junto a una manada de primos políticos de todos los sexos y de todas las edades, cada uno más loco y simpático que el otro. Los dueños de la finca eran unos hermanos que eran nietos del general Uribe Uribe, conocido por su ideario a favor de un socialismo de carácter corporativo a principios del siglo xx. Uno de esos hermanos era César, casado con Emilia, una prima hermana de mi mamá.
Por las noches el tema favorito de los grandes era hablar bellezas del gran Partido Liberal y hablar pestes del presidente Misael Pastrana, tan cercano al horrible Mariano Ospina, terror de la gente de bien. Y, una vez que nos mandaban a dormir, los grandes le enseñaban a Álvaro a jugar póker para sacarle un par de pesos al intelectual. El juego lo acompañaban con tragos que mi papá no podía tomar: si lo hacía alucinaba con los Pájaros del Valle del Cauca viniendo a matar a los nietos de Uribe Uribe y a todos los presentes en la reunión. Y es que mi tía Emilia había crecido en el Valle, cerca de Tuluá. Allá, cuando era niña, su pasatiempo era contar los cadáveres de sus amigos liberales que navegaban por el río Cauca, asesinados por esos Pájaros paramilitares afiliados al Partido Conservador.
Durante el día Emilia nos llevaba a verla cazar iguanas. Ella nos demostraba que tenía una puntería que, quizá y sin quizá, envidiaría Helmut Bellingrodt, un barranquillero que meses más tarde le apuntó a un jabalí y nos dio a los colombianos la primera medalla en unos Juegos Olímpicos, en Múnich 1972. Al llegar de las cacerías con Emilia, mi papá me enseñaba a nadar como Tarzán en la piscina de río de la hacienda. Para eso era necesario ser valiente. De ahí salían ruidos de sapos gigantes y gritos de fantasmas de los niños ahogados en esa pileta sin fondo de color café. Temprano por las noches salíamos a contemplar las estrellas. Él me mostraba la vía láctea mientras veíamos las nieves que creíamos perpetuas del volcán del Ruiz, del nevado del Tolima y del Santa Isabel. Después, cuando él se iba a hablar de política con los parientes del general Uribe Uribe, yo jugaba escondites con mis primos en las pesebreras y en las bodegas llenas de algodón.
El 2 de enero nos subimos a Bogotá. A mí me empaquetaron ahí mismo en un avión para Medellín. Mamá estaba preocupada con la salud de Álvaro y quería que yo estuviera lejos de su enfermedad. Así que me fui a pasarla rico donde Emilia Engracia, mi tía abuela, la misma beata solterona en cuya casa mi mamá había estado recién llegada de Canadá. Ella me invitaba a rezar el rosario en las mañanas y en las noches lo hacíamos con sus dos empleadas. Allá me consentía con fríjoles y arepas gigantes que no se conseguían en Bogotá.
Yo me la pasaba el día jugando solitario. Ese juego de cartas me lo enseñó mi abuela Helena desde que yo era muy chiquito para poder pasarla bien en las horas de soledad. En la casa de la tía Emilia Engracia también curioseaba por entre los salones de esa residencia misteriosa en el centro de la ciudad. Esos cuartos siempre tenían las ventanas cerradas y eran tan oscuros que a uno le daba miedo que se apareciera Satanás. También jugaba fútbol solo y metía goles entre unas macetas de azaleas en el patio interior. Al verme jugar, mi tía sufría al imaginar que un tiro saliera desviado y le dañara sus flores de exhibición.
La Mona, una de las primas menores de mi mamá, era apenas catorce años mayor que yo. Ella vivió con mi mamá en Estados Unidos cuando Álvaro era profesor. Al verme tan solo, me invitó a pasar unas noches en su casa con mi primo Tin. Él también vivía en Bogotá y era hijo de David, el primo hermano de mi mamá en cuya casa nos quedamos recién llegados a Bogotá. La Mona era socia del club Unión y nos invitaba a nadar en la piscina. Mientras nos vigilaba desde lejos a Tin y a mí, se sentaba al lado de su novio y se comía un sándwich de queso con jugo de maracuyá. Una tarde, yendo a comer helados al parque Bolívar, Tin vio a la Mona cogida de la mano de su novio y le dijo:
—Yo los vi, ustedes son novios.
La Mona le pegó un regaño que lo envió a la lona y le hizo jurar que no le diría a nadie. Si lo hacía, nunca más lo volvería a invitar a comer cóctel de langostinos en el Unión.
A Tin y a mí no era que nos fascinara ir a dormir donde la Mona. En su casa había catorce perros chihuahuas a los que les teníamos pavor. Por las noches era imposible salir a orinar porque si nos atrevíamos nos atacaban esas bestias salvajes y nos hacían llorar. Además, todas las almohadas olían a orines de esos demonios. Con Tin comentábamos que dormir sobre esas almohadas era peor que quemarse en las llamas del infierno al lado de Lucifer.
El 13 de enero Tin y yo estábamos donde la Mona viendo televisión antes de que nos sirvieran los fríjoles a la hora de comer. En esas aparecieron las Teresitas del Noticiero de las 7, el del laureanista Arturo Abella, que siempre tenía una fuente de alta fidelidad. En primicia una de las Teresitas anunció:
—Álvaro López Toro se tiró esta tarde del piso once del Banco Central a los cuarenta y cinco años de edad.
Tin me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:
—Ese es su papá.
Yo quedé mudo y salimos corriendo donde la Mona a contarle la novedad. Ella nos jaló las orejas y firme nos alertó:
—A los periodistas no hay que creerles, váyanse ya a dormir.
Nos fuimos a nuestras camas sin musitar palabra, a oler los orines de los chihuahuas, que casi nos hacen vomitar.
En Bogotá, ese mismo 13 de enero en la tarde, una comitiva de hombres, que vestía de luto, llegó a mi casa de ladrillo a avisarle a Adelaida y a mi mamá acerca de lo que había pasado al lado del parque Santander. Aquellos hombres eran los altos ejecutivos del Banco Central, muchos de ellos alumnos de Álvaro en la universidad. Apenas vieron a semejantes personajes con cara de consternación, Ángela y Adelaida se miraron como pensando: «Quién sabe qué barrabasada le dio por hacer a Álvaro». Imaginaron lo peor. Cuando los avechuchos negros les contaron lo que pasó, Adelaida se cubrió en llanto y la cara de Ángela se descompuso mientras pensaba: «¡Carajo, mi vida no se acaba acá, ya veré cómo saco adelante a mis hijos de esta calamidad!».
Para alegría de Helena, mi mamá envió a la Iglesia al diablo. La razón fue que esa bella institución creía que Álvaro había cometido un pecado mortal y que se iba a ir a la hoguera del infierno. Tan convencida estaba la Iglesia de la maldad de mi papá que los jerarcas no lo querían dejar enterrar en ningún cementerio de Bogotá. Según ellos, su cuerpo no podía reposar en campo santo por ser tan malvado de haberse quitado la vida que le regaló el Señor. Sin embargo, Diego, un primo hermano de mi mamá que era cura, convenció a sus jefes de que hicieran una excepción. Mi mamá le agradeció la diligencia, pero igual le dejó saber que ella de sus jefes y de instituciones religiosas no quería volver a saber. En el caso remoto de que existiera Dios, Ángela estaba convencida de que volvería a ver a Álvaro sano y salvo en el cielo, ya libre de su enfermedad, pensando en matemáticas y escribiendo las rimas que el poeta santandereano le enseñó en París con tanta habilidad más de veinte años atrás.
En Medellín, Tin y yo dormimos como si no hubiera pasado nada gracias a que la Mona nos había dicho que Arturo Abella era un periodista mentiroso, además de conservador. Temprano en la mañana me despertó Alberto del Corral, mi padrino de bautizo, que ese día estaba de cumpleaños. Él y su esposa, Inés Londoño, habían sido grandes amigos de mis papás desde que estuvieron en Estados Unidos en los tiempos en que los ángeles malditos le enviaron la enfermedad a mi papá por primera vez.

Portada del libro de Alejandro López Mejía, publicado por Taller de edición Rocca.
Para alegría de Helena, mi mamá envió a la Iglesia al diablo. La razón fue que esa bella institución creía que Álvaro había cometido un pecado mortal y que se iba a ir a la hoguera del infierno. Tan convencida estaba la Iglesia de la maldad de mi papá que los jerarcas no lo querían dejar enterrar en ningún cementerio de Bogotá.
Al llegar al cuarto donde estábamos durmiendo, la Mona le dijo a Tin:
—Salga de acá, que Alberto tiene que decirle algo en privado a su primo.
Cuando estuvimos solos, mi padrino me hizo sentar al pie de la cama y se acomodó en una silla que estaba enfrente. Entonces me alertó con cariño:
—Te tengo una muy mala noticia, quizás la peor que vayas a recibir.
Yo sonreí mientras pensaba: «Qué bobadas me va a decir este señor». En ese momento Alberto continuó diciéndome todo serio y con sus ojos aguados:
—Tú ya eres grande y debes saber que hay cosas muy duras en la vida que toca aprender a superar. Dime cuando estés listo para que te cuente algo terrible que le pasó a tu papá.
Ya nervioso con su tono, pero sin dudar un segundo, le dije que estaba preparado para escuchar la noticia. Ahí Alberto me soltó la primicia de que las Teresitas del Noticiero de las 7 habían dicho la verdad, que mi papá se había tirado del piso once del Banco Central.
—Eso es un chiste —respondí.
Alberto me insistió que no. Entonces se me cayó el mundo encima y las lágrimas se me escurrieron por minutos sin fin. Después de sufrir un rato viendo mi tristeza, mi pobre padrino no aguantó más su dolor y sólo se le ocurrió decirme:
—Los hombres no lloran, tranquilízate por favor.
En medio de los espasmos del sollozo, logré calmarme después de una eternidad. En ese momento Alberto me ayudó a secarme las lágrimas y nos fuimos a la sala donde estaban la Mona y Tin. Ahí me di cuenta por los ojos de mi primo que él también había llorado desconsolado hacía unos minutos a pesar de ser un hombre como yo.
Para ayudar a apaciguar nuestra amargura, Alberto nos invitó a jugar con su hija María en la piscina de un hormiguero que estaba acabando de construir. Con María pasamos felices y se nos olvidó que mi papá se había ido de acá y no iba a volver por mucho, mucho tiempo más. María era cinco años mayor que nosotros y nos dio gusto en todos los juegos que quisimos inventar en esa piscina que era tan espectacular. A la hora del almuerzo comimos pizza. Yo cumplía nueve años al día siguiente y mi padrino me regaló un balón de fútbol profesional y una tienda de campaña medio chimba que me pareció de lo mejor.
De regreso a la casa de la Mona, Alberto me insistió que nos fuéramos a pasar mi cumpleaños en Bogotá.
—Ni de fundas, no hay nada como Medellín —le dije.
Los grandes tuvieron una reunión y me empacaron en un avión dos días después en contra de mi voluntad. Yo no quería regresar porque temía que mi tranquilidad desapareciera al verme solo sin mi papá. A regañadientes viajé con su hermano menor. Al timbrar en mi casa de ladrillo, mi mamá salió a recibirme con una tristeza envuelta en una capita de felicidad y la incertidumbre financiera de los años por venir. La casa estaba llena de flores, pues al muerto lo velaron ahí. Mi abuela me contó que fueron muchos, muchísimos, los visitantes que llegaron a darle el último adiós y a saludar a Adelaida y a mi mamá.
Yo estuve un par de noches en la capital jugando con unos bolos de plástico. Me los regaló de cumpleaños Luis Eduardo, el hijo mayor de mi tía Emilia, que había venido desde Armero a estar conmigo. Me sentí importantísimo de poder estar a solas con él. Luis Eduardo era mi ídolo al ser la única persona que yo conocía que podía tirarse de cabeza en todas las piscinas, manejar tractores y camionetas y montar a caballo como Toro, el amigo de John Reid. Después de esa estadía corta en Bogotá, regresé feliz a Medellín. A la capital volví dos semanas más tarde cuando abrió el colegio y yo entré a cuarto de primaria como si todo siguiera igual.
En el primer día de clases, antes de salir de la casa, mi mamá toda querida se despidió de mí:
—Mijo, lo quiero mucho, pase feliz.
Y yo, antipático, le respondí:
—¡Ay, mamá, yo sé!
Alejandro López Mejía
Economista de la Universidad de los Andes y tiene un doctorado en Economía de Queen Mary and Westfield College de la Universidad de Londres. De alma bohemia y talante liberal, en su trabajo actuó como si fuera un tipo serio y economista de verdad. Hace unos años empezó a dejar ver su espíritu aventurero, su amistad con las letras y su búsqueda del más allá dentro de sí. Pedales, picos y posturas (Tragaluz, 2024) fue su primera obra no académica, un libro de viajes por el mundo exterior e interior.
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